Parecía ser capaz de atravesar vuestra piel y penetrar la frágil alma, justo en el día que opté por sacar a la calle las prendas oscuras y de cuero abrasador.
Dirigía mi paso por encima de las vías de metal para darme cuenta que estaba en la hora de fuego, en la que la estrella gigante amarilla brilla y quema sobre todas las pequeñas cabezas. Busqué, pero no había tinieblas bajo las cuales ocultarme, eran inexistentes todas las sombras a derecha e izquierda, ningún lado hacía el cual arrimarse en este entorpecedor y cálido entorno.
En esos momentos no era parte de la ruta conducirme hacía el Cementerio de San Lorenzo, pero aún las fulminantes llamas mezcladas entre el viento parecían confirmarme, y recordarme, que mis pies se hallaban sobre la antes Calle de la Amargura. De esa misma forma, mientras iba en la búsqueda de algo que calmase el rugir de mis exigentes y estrépitas tripas mientras pasaba junto al Palacio del Colesterol, logré escuchar las campanas de aquel neogótico templo católico mezclándose a su vez con las campanas de esoque ahora reemplaza el tranvía de sangre del siglo pasado y el sonido de caballos al galopar.
Mientras se ensordecían mis oídos sufría mi olfato, pues se empezaba ya a esparcir fuertemente el olor de las repugnantes y grasientas chunchurrias, causándome náuseas sin siquiera tener agua en el estómago, haciéndome así cuestionar si estaba realmente cuerda lagente capaz de consumir intestinos freídos. Seguramente no, respondía para mis adentros, mientras notaba que el hambre se había ido ya por completo.
Disfrute un poco de la salsa, esa que sonaba más debajo de los rieles de Bicentenario y conseguía hacer vibrar la calle, en ese lento caminar mío decidí comprar algo frío, antes de terminar derretida cuál chocolate en bolsillo en un día tibio, lo encontré justo antes de llegar a la estación Pabellón de Agua, érase una tienda como las demás, con artículos tecnológicos para la venta en general, accesorios, audífonos, cases para celular, igual que muchas otras que inundaban el pequeño tramo en el que me hallaba, la diferencia de ésta con el resto es que se encontraba abastecida por una particularidad, tenía en su propiedad una pequeña máquina para granizar.
Vendían granizados de la bebida producida por el amargo cafeto, ¿Venderían más de ello que de lo que verdaderamente importaba en el lugar? No me extrañaría que así fuese, mil pesos por un vaso cubierto de sirope de chocolate y hasta el tope de esa bebida que, sorpresivamente, si tenía un sabor de café intenso, en contraste con el resto, más tarde me enteraría que compraban sus insumos en el mismísimo Juan Valdez.
Caminé varios pasos más, crucé la calle, y más adelante se hallaba Bellas Artes, reino del arte imposible de observar por sus obras externas que constantemente habrían de cambiar. Justo frente a él, artesanías de estilos distintos pertenecientes a nobles señores que inevitablemente uno se postraba a admirar, en especial las mágicas piedras que con su simple brillo y belleza sinigual eran capaces de cautivar a cualquiera que por error se cruzase con ellas y las alcanzaraa divisar; cuarzos, obsidianas, amatistas, todas con propiedades casi sobrenaturales, pero ninguna con el poder de acercar al menos un par de nubes y atraer una dulce brisa que apaciguara ese tenaz y ardiente clima.