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«Es con la fuerza de la razón y no con la de las armas, como la Justicia se abre camino. Y los imperios que no se fundan en la Justicia no son bendecidos por Dios. La política emancipada de la moral traiciona a aquellos mismos que así la quieren.


El peligro es inminente, pero aún hay tiempo.

Nada se pierde con la paz; todo puede perderse con la guerra.

(...)

Escúchennos los fuertes, para no volverse débiles en la injusticia. Escúchennos los potentados, si quieren que su poder no signifique destrucción sino sostenimiento para los pueblos y tutela de la tranquilidad en el orden y en el trabajo.»

S.S. Pío XII jueves, 24 de agosto 1939
(ocho días antes de iniciar la guerra)

Era 1943, Pío ya lo había intentado todo, cada solicitud de paz fue ignorada

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Era 1943, Pío ya lo había intentado todo, cada solicitud de paz fue ignorada. La imagen que daba este hombre, rogando por paz en la radio, o en cintas proyectadas en los cines, con letras en diarios y portavoces en las iglesias, podía causar cierta ternura y demostrar una especie de inocencia. Inocencia que no causaba a los nazis.

La situación se volvía preocupante con cada día momento que pasaba, pues avanzaban rápidamente en la Italia liberada del fascismo, era meramente cuestión de tiempo el que llegarán a la colina vaticana, teniendo su objetivo realmente claro, hacerse de la libertad de Pío.

La guardia suiza ya se había desplegado por todo el territorio vaticano, los jóvenes ahora tenían a su disposición municiones listas para usarse, las cuales nunca creyeron tener que siquiera tocar. No obstante, estaban preparados, tomaban sus armas con fuerza y disposición, esperando pacientes. Los germanos ya habían previsto la presencia de más de una centena de soldados de élite dispuestos a morir para evitar su objetivo. Eran alrededor de mil extranjeros de infantería rodeando completamente el pequeño territorio.

El primer balazo sonó en la plaza, habían entrado en el Vaticano, cayó el primer alemán, y a este se le unieron tres y a estos diez, y a estos veinte, bajas que no evitaron el avance enemigo. Pasaron unos cinco minutos y el paso era continuo, cayó el primer suizo.

Al poco rato el combate se había extendido a las murallas prístinas, concentrado el ataque en las cinco puertas, mientras jóvenes guardias asomaban sus cabezas y armas para disparar a los alemanes.

En las puertas, se esperaba con paciencia que la seguridad se diera por vencida, con los cañones apuntando a esas tambaleantes placas, que en cualquier momento desatarían un averno, lleno de rostros enojados, uniformes grises y una ráfaga de balas que, sin duda los iban a atravesar y derramar su sangre. Su única oportunidad de extender su vida unos segundos más, era el abrir fuego antes que los alemanes.

El Fin de la Ciudad EternaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora