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Luego de conocerse, Geralt no tardó en descubrir el especial interés que Jaskier tenía por las joyas.

Durante el primer año que viajaron juntos, el ojiazul siempre halagaba lo bien acabado que estaba su medallón, e incluso le preguntó incansablemente si le dejaba usarlo un momento, sólo para ver «cómo lucía con él». Por supuesto, nunca consideró la sola idea de prestárselo, aun cuando tuviera que soportar ruidosos berrinches por eso.

Llegó el punto en que el bardo no se lo pidió más, pero a cambio, comenzó a hablar sobre cómo podría ayudarle a combinarlo con algunos anillos. Él lo ignoró cada vez que lo mencionaba, y en ocasiones se tomaba la molestia de rodar los ojos, pero nunca creyó que necesitara rechazar esa idea directamente.

Se dio cuenta de su error más pronto de lo esperado, pues, al llegar un día de una cacería, se encontró con Jaskier esperándolo en la habitación de la taberna, sonriendo como siempre y alzando frente a él una pequeña bolsa cerrada.

Frunció el ceño, confundido, pero la tomó de todos modos y la abrió sin reparos, vaciando sobre su mano lo que sea que contuviera y confundiéndose más al ver cayendo un par de oscuros anillos.

«Feliz aniversario, mi querido brujo» había dicho Jaskier, y él se limitó a rodar los ojos, tomándolo como una broma mientras devolvía los anillos a la bolsa y la empujaba contra el pecho contrario.

Claro que el ojiazul pegó el grito en el cielo, demasiado ofendido y dramatizando exageradamente como siempre, pero Geralt alcanzó a ver su labio temblando por menos de un segundo detrás de esa fachada, y se preguntó si había sido muy grosero rechazar el regalo de esa manera.

Sin embargo, no tuvo siquiera un minuto para sentirse mal por eso, pues Jaskier en seguida volvió a quejarse de que, si él no estaba dispuesto a lucir su medallón como correspondía, terminaría quitándoselo cuando menos se diera cuenta. Evidentemente eso nunca pasó, pero Geralt debía reconocer el esfuerzo que puso en sus intentos.

Ahora, su pecho se estrujaba por lo diferente que era el escenario frente a él.

Acababa de dejar su medallón en la mano de Jaskier, y no había obtenido la más mínima reacción a cambio. En cualquier otro momento, estaba seguro de que el ojiazul habría aprovechado la oportunidad para salir corriendo, pero este Jaskier no se inmutó; simplemente echó el medallón en su bolsillo, se dio la vuelta y continuó con su camino.

Soltó un gruñido de manera involuntaria y rápidamente volvió a interceptarlo, quitándole el collar y colgándolo en el cuello contrario, esperando que eso hiciera alguna diferencia, pero Jaskier ni siquiera miró el medallón posado en su pecho, sólo se quedó ahí, con la misma expresión aterradoramente vacía.

—Mierda, Jaskier —gruñó entre dientes, desesperado por la situación—, si estás enojado sólo dímelo, no puedo arreglar las cosas mientras me ignoras.

De pronto se encontró respirando agitado, afligido no sólo por obtener una respuesta, sino también una explicación, y es que si no sabía qué demonios sucedía difícilmente podría saber cómo solucionarlo.

Los segundos pasaron con el comercio siendo el único sonido que los rodeaba, pero cuando comenzaba a perder las esperanzas, Jaskier por fin volvió a mirarlo, y él contuvo de golpe la respiración mientras lo veía separar sus labios.

—Por favor, déjame pasar —pronunció el ojiazul con seriedad, y aunque volver a oírlo le provocó escalofríos de alivio y satisfacción, su ronca voz contrarrestó todo lo bueno como un golpe en el estómago.

Al parecer, la comerciante de antes no había mentido. Por lo grave que se escuchaba la voz del bardo, realmente parecía que sólo hablaba cuando era necesario.

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