SEGUNDA PARTE: GUILLIKIN

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GALINDA

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—Wittica, Settica, Wiccasand Turning, Red Sand, Dixxi House, correspondencia en Dixxi House para Shiz; permanezcan en este vagón para todos los destinos del Este: Tenniken, Brox Hall y todas las paradas hasta Traum! —El revisor hizo una pausa para recuperar el aliento—. ¡Próxima parada, Wittica! ¡Wittica, próxima parada! Galinda apretaba contra su pecho la maleta con su ropa. El viejo macho cabrío repantigado en el asiento opuesto no pareció enterarse de la parada de Wittica. Galinda se alegró de que los trenes adormilaran a los pasajeros; no hubiese querido pasar todo el rato rehuyendo su mirada. En el último minuto, cuando estaba a punto de abordar el tren, su acompañante, Ama Clutch, se había pinchado un pie con un clavo oxidado y, aterrorizada por el síndrome de la cara congelada, le había pedido su venia para acercarse al gabinete médico más cercano, en busca de medicinas y sortilegios calmantes. —Estoy segura de que puedo ir sola a Shiz —le había respondido Galinda con frialdad—. No te preocupes por mí, Ama Clutch. Y Ama Clutch le había tomado la palabra. Galinda esperaba que a Ama Clutch se le congelara un poco la mandíbula, antes de recuperarse lo suficiente como para presentarse en Shiz y ejercer su labor de acompañante durante todo lo que le aguardaba, fuera lo que fuese. Había adoptado una expresión que —según creía ella— traslucía mundano aburrimiento por los viajes en tren. En realidad, nunca había estado a más de un día de distancia en coche de caballos de su casa familiar, en el pequeño pueblo de Frottica, conocido por su mercado. A raíz de la construcción de la vía férrea diez años antes, las viejas granjas lecheras se estaban parcelando para que los mercaderes y los industriales de Shiz pudieran construirse casas de campo. Pero la familia de Galinda aún prefería el Gillikin rural, con sus cacerías de zorros, sus húmedos valles y sus apartados y antiguos templos paganos consagrados a Lurlina. Para ellos, Shiz era una distante amenaza urbana, y ni siquiera la comodidad del transporte ferroviario los había tentado lo suficiente como para arriesgarse a sus complicaciones, sus rarezas y sus costumbres perniciosas. A través de la ventana, Galinda no veía el verde paisaje, sino su propio reflejo en el cristal. Tenía la miopía de la juventud. Pensaba que, siendo hermosa, tenía que ser importante, aunque aún no sabía con certeza en qué sentido sería importante ni para quién. El vaivén de su cabeza hacía que sus rizos cremosos se balancearan y reflejaran la luz como temblorosas pilas de monedas. Sus labios eran perfectos, jugosos como una flor maya a punto de abrirse y de un rojo igual de brillante. Su traje verde de viaje con apliques de músete ocre sugería riqueza, mientras que el chal negro descuidadamente echado sobre los hombros era una alusión a sus inclinaciones académicas. Después de todo, si se dirigía a Shiz, era por su inteligencia. Pero había más de una manera de ser inteligente. Tenía diecisiete años. Todo el pueblo de Frottica había salido a despedirla. ¡Era la primera chica de los montes Pertha admitida para estudiar en Shiz! Había redactado un buen texto para el examen de ingreso, una meditación sobre los valores éticos que es posible aprender del mundo natural:

«¿Lamentan las flores que las arranquen para componer un ramo? ¿Practica la lluvia la abstinencia? ¿Pueden los animales decidir si son buenos? Filosofía moral de la primavera.» Había incluido largas citas de la Oziada, y su prosa exaltada había cautivado al tribunal de examinadores. El resultado había sido una beca de tres años para Crage Hall. No era uno de los mejores colegios (ésos seguían cerrados a las mujeres), pero pertenecía a la Universidad de Shiz. Su compañero de compartimento, saliendo de su sopor con la llegada del revisor, estiró las patas y bostezó. —¿Sería tan amable de buscar mi billete? Está arriba, en la rejilla del equipaje —dijo. Galinda se puso de pie y lo buscó, consciente de que el barbudo animal no quitaba la vista de su bien torneada figura. —Aquí tiene —le dijo. —A mí no, guapa —replicó el animal—. Al revisor. Sin pulgares en las patas, no puedo ni soñar con manipular un trocito tan pequeño de cartón. El revisor perforó el billete y dijo: —Eres una de las pocas Bestias que pueden permitirse viajar en primera clase. —Oh —dijo la cabra—, me opongo al uso del término Bestia. Pero tengo entendido que las leyes aún me permiten viajar en primera clase, ¿o me equivoco? —El dinero es dinero, venga de donde venga —dijo el revisor, sin mala intención, mientras perforaba el billete de Galinda y se lo devolvía. —No, el dinero no es dinero —repuso el macho cabrío—. No lo es, cuando mi billete cuesta el doble que el de esta señorita. En este caso, el dinero es un salvoconducto. Y afortunadamente, yo lo tengo. —¿Se dirige a Shiz? —le preguntó el revisor a Galinda, sin prestar atención al comentario de la cabra—. Lo he adivinado por el chal de universitaria. —Sí, más o menos —dijo Galinda. No le gustaba hablar con los revisores. Pero cuando el hombre se alejó por el pasillo, Galinda reparó en que aún le gustaban menos las miradas hoscas que le estaba echando el macho cabrío. —¿Espera aprender algo en Shiz? —preguntó la cabra. —Ya he aprendido a no hablar con extraños. —Entonces me presentaré y ya no seremos extraños. Me llamo Dillamond. —No me interesa conocerlo. —Soy miembro de la junta de gobierno de la Universidad de Shiz, de la Facultad de Artes Biológicas. Vistes penosamente, incluso para ser una cabra —pensó Galinda—. El dinero no lo es todo. —Entonces tendré que vencer mi natural timidez. Yo soy Galinda. Pertenezco al clan de los Arduennas por parte de madre. —Permítame que sea el primero en darle la bienvenida a Shiz, Glinda. ¿Es su primer año? —No, por favor, no es Glinda, sino Galinda. La correcta pronunciación tradicional gillikinesa, si no le importa. No consiguió llamarlo «señor». No podría haberlo hecho, con esa horrenda barba de chivo y ese chaleco raído, que parecía cortado de la alfombra de una taberna. —Me pregunto qué pensará usted de las interdicciones propuestas para los viajes.

Wicked: Memorias de una bruja mala - Gregory MaguireDonde viven las historias. Descúbrelo ahora