LOS MUNCHKINS (Continuacion)

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EL  VIDRIERO   QUADLING

 5

 Durante un breve y  lluvioso mes, a comienzos  del año siguiente, la sequía se interrump ió.  La p rimavera se derramó como verde agua de manantial, esp umando en los setos, burbujeando a la vera del camino y salp icando desde el techo de la cabaña en guirnaldas de hiedra y flores de silene. M elena vagaba p or el p atio en estado de incip iente desnudez, p ara p oder sentir el sol sobre su p álida p iel y la p rofunda tibieza que todo el invierno había añorado. Atada a su silla junto a la p uerta, Elp haba, que y a tenía un año y medio, ap orreó el p escado del desay uno con el dorso de la cuchara.

—Cómetelo, no lo ap lastes —la reconvino M elena, p ero con suavidad. Desde que le habían quitado a la niña la correa que le cerraba la boca, madre e hija habían emp ezado a p restarse un p oco de atención. Para su sorp resa, a veces M elena encontraba a Elp haba adorable, tal como ha de ser un bebé.

Aquel p aisaje era lo único que había visto desde que abandonó la elegante mansión familiar, lo único que vería jamás: la extensión barrida p or el viento de Illswater; las lejanas casitas de p iedra oscura y las chimeneas de Rush M argins del otro lado, y las montañas sumidas en el letargo, más lejos aún. Se hubiese vuelto loca; el mundo no era más que agua y carencias. Si una p andilla de elfos irrump iera en el p atio, se abalanzaría sobre ellos en busca de comp añía, de sexo, de asesinato.

—Tu p adre es un embaucador —le dijo a Elp haba—. Se va todo el invierno, dejándome contigo p or toda comp añía. Cómete el desay uno y ten p or seguro que no te daré más si lo tiras al suelo.

Elp haba cogió el p escado y lo tiró al suelo.

—Tu p adre es un charlatán —p rosiguió M elena—. Solía ser muy bueno en la cama, p ara ser un clérigo, y p or eso conozco su secreto. Se sup one que los hombres devotos están p or encima de los p laceres terrenales, p ero a tu p adre le encantaba el ejercicio nocturno. ¡Antes! No debemos decirle nunca que es un farsante; le p artiríamos el corazón. No queremos p artirle el corazón, ¿verdad que no?

Entonces, M elena estalló en un rep iqueteo de agudas carcajadas.

La exp resión de Elp haba era inmutable, sin sonrisas. Señaló el p escado.

—Desay uno. Desay uno al suelo. Desay uno p ara los bichos —le dijo M elena, dejando caer un p oco más el cuello de su vestido p rimaveral, mientras bailaba la rosada p ercha de sus hombros—.

¿Quieres que hoy vay amos a dar un p aseo a la orilla del lago, a ver si te ahogas?

Pero Elp haba nunca se ahogaría, nunca, p orque p or nada del mundo se acercaba al lago.

—O ¿qué te p arece si vamos a p asear en barca y volcamos? —chilló M elena.

Elp haba ladeó la cabeza, como p restando atención a alguna p arte de su madre que no estuviera intoxicada p or las hojas de p inlóbulo y el vino.

El sol asomó p or detrás de una nube. Elp haba hizo una mueca de disgusto y el vestido de M elena cay ó un p oco más. Sus p echos se liberaron de los sucios volantes del cuello.

«Aquí estoy —p ensó M elena—, enseñándole los p echos a la niña que no p ude amamantar p or temor a que me los amp utara. ¡Yo, que fui la rosa de Nest Hardings! ¡Yo, que fui la belleza de mi generación! Y ahora me veo reducida a vivir en comp añía de quien no quiero, mi esp inosa y retorcida

hijita. Es más saltamontes que niña, con esos muslitos angulosos, esas cejas arqueadas, esos dedos hurgadores. Está concentrada en ap render, como todos los niños, p ero no encuentra deleite en el mundo. Emp uja, romp e y  mordisquea las cosas, sin ningún p lacer, como si tuviera la misión de p robar y medir todas las decep ciones de la vida, algo que en Rush M argins abunda. Que el Dios Innominado me p erdone, p ero es un esp erp ento, un auténtico esp erp ento.»

Wicked: Memorias de una bruja mala - Gregory MaguireDonde viven las historias. Descúbrelo ahora