TERCERA PARTE: LA CIUDAD ESMERALDA

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Una bochornosa tarde de finales de verano, tres años después de graduarse en la Universidad de Shiz, Fiyero entró en la capilla unionista de la plaza de Santa Glinda, para hacer tiempo antes de encontrarse con un compatriota suyo en la ópera. Durante su etapa de estudiante no se había aficionado al unionismo, pero había desarrollado el gusto por los frescos que a menudo adornaban los nichos de las capillas más antiguas. Esperaba encontrar una imagen de santa Glinda. No veía a Glinda de los Arduennas de las Tierras Altas desde la graduación de la joven, que había terminado los estudios un año antes que él. Pero confiaba en que no fuera sacrilegio encender un cirio mágico delante de la imagen de santa Glinda y pensar en quien llevaba su mismo nombre. Estaba terminando un servicio religioso y la congregación de sensibles adolescentes y abuelas envueltas en bufandas negras salía lentamente. Fiyero esperó a que la mujer que tocaba la lira en la nave terminara de digitar un complicado diminuet y entonces se le acercó. —Disculpe, soy un visitante del oeste. Era obvio, por el profundo tono ocre de su piel y las pinturas tribales. —No veo a ningún cetrero, a ningún acólito, a ningún sacristán, no sé cuál es la palabra — prosiguió—. Ni tampoco veo ningún folleto para informarme… Estoy buscando una imagen de santa Glinda. La mujer mantuvo la expresión grave. —Tendrá suerte si no la han tapado con un cartel de Nuestro Glorioso Mago. Soy una música ambulante y sólo vengo por aquí de vez en cuando, pero creo que puede mirar en el último pasillo. Allí hay, o al menos había, un oratorio consagrado a santa Glinda. Buena suerte. Cuando hubo localizado el oratorio (un espacio semejante a un sepulcro, con una especie de tronera a modo de ventana), Fiyero vio una borrosa imagen de la santa, iluminada por una rosada luz de santuario y ligeramente inclinada a la derecha. El retrato era meramente sentimental y carecía de la fuerza de las imágenes primitivas, lo cual fue una decepción. El agua había dejado grandes manchas blancas, como de lejía, en los sagrados ropajes de la santa. Fiyero no recordaba su leyenda, ni la edificante manera en que había despreciado a la muerte, para mayor gloria de su alma e inspiración de sus devotos. Pero después, entre las sombras acuosas, vio que el oratorio estaba ocupado por otro penitente, que oraba con la cabeza baja. Fiyero estaba a punto de marcharse, cuando comprendió que conocía a la persona que estaba a su lado. —¡Elphaba! —exclamó. La joven volvió lentamente la cabeza. Llevaba un chal de encaje sobre los hombros y el pelo recogido y sujeto con horquillas espirales de marfil. Parpadeó una o dos veces, muy despacio, como si se estuviera acercando a él desde muy lejos. Fiyero había interrumpido su plegaria (no recordaba que fuera religiosa). Quizá no lo había reconocido. —Elphaba, soy yo, Fiyero —dijo él, moviéndose hacia la puerta, bloqueándole la salida a ella e impidiendo también que entrara la luz. De pronto, ya no pudo ver su cara y se preguntó si habría oído bien cuando ella dijo: —¿Disculpe, señor?

—Elphie, soy yo, Fiyero; estudiábamos en Shiz —dijo él—. Mi espléndida Elphie, ¿cómo estás? —Creo que me confunde con otra persona, señor —dijo ella, con la voz de Elphaba. —Elphaba, la tercera heredera de la casa de Thropp, si no recuerdo mal el título —replicó él, riendo empecinadamente—. No estoy equivocado. Soy Fiyero, de los arjikis… me conoces. ¡Tienes que acordarte de mí! ¡De las clases de ciencias de la vida del doctor Nikidik! —Se confunde, señor —insistió ella (la palabra señor sonó en un tono irritado absolutamente típico de Elphaba)—. ¿Le importaría dejarme seguir en paz con mis devociones? La joven se cubrió la cabeza con el chal, arreglándolo para que le cayera por las sienes. La barbilla, vista de perfil, podría haber cortado un salchichón, y aun así, en la penumbra, él estaba completamente seguro de que no se equivocaba. —¿Qué sucede? —dijo—. Elphie, bueno… señorita Elphaba, si te parece mejor. No me tomes el pelo. ¡Claro que eres tú! Es imposible disimularlo. ¿A qué estás jugando? Ella no le respondió con palabras, pero por la forma en que se puso a rezar el rosario, era evidente que le estaba diciendo que se largara. —No pienso irme —declaró él. —Está interrumpiendo mi meditación, señor —dijo ella suavemente—. ¿Tendré que llamar al sacristán para que lo eche? —Te veré fuera —replicó él—. ¿Cuánto tiempo necesitas para rezar? ¿Media hora? ¿Una hora? Esperaré. —De acuerdo, dentro de una hora. En la acera de enfrente hay una pequeña fuente con varios bancos alrededor. Hablaré cinco minutos con usted, sólo cinco minutos, y le demostraré que ha cometido un error. Un error no demasiado grave, pero bastante molesto para mí. —Disculpa la intromisión. Dentro de una hora entonces, Elphaba. No estaba dispuesto a darle la razón, fuera cual fuese el juego al que estuviera jugando. Aun así, se retiró y volvió a dirigirse a la mujer que tocaba la lira, al final de la nave. —¿Tiene otra salida este edificio, aparte de las puertas principales? —preguntó, mientras ella se esforzaba por arrancarle un arpegio al instrumento. Cuando le pareció conveniente responderle, la música inclinó la cabeza y señaló con la mirada: —Por la puerta lateral, al claustro de las mónacas. No está abierto al público, pero tiene una salida de servicio. Fiyero se quedó a la sombra de una columna. Transcurridos unos cuarenta minutos, entró en la capilla un personaje envuelto en una capa que, ayudándose con un bastón, se dirigió al oratorio andando con dificultad. Fiyero estaba demasiado lejos para oír si hablaban o intercambiaban algo. Quizá el recién llegado era simplemente otro devoto de santa Glinda y buscaba soledad para rezar. Pero no se quedó; volvió a salir, con tanta prontitud como se lo permitieron sus rígidas articulaciones. Fiyero dejó una limosna en el cepillo: un billete, para evitar el tintineo de la moneda. En un distrito de la ciudad tan sumamente infestado por la indigencia urbana, su posición comparativamente desahogada parecía imponerle una penitencia en forma de limosna, aunque su motivación fuera más el sentimiento de culpa que la caridad. Después se deslizó por la puerta lateral, que daba a un vasto claustro ajardinado. Del otro lado del claustro, varias ancianas en silla de ruedas charlaban animadamente y no repararon en él. Se preguntó si Elphaba pertenecería a esa orden de religiosas

Wicked: Memorias de una bruja mala - Gregory MaguireDonde viven las historias. Descúbrelo ahora