Capítulo 12: La invitación en el vagón de los recuerdos

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     A primera hora los aguardaba el tren Queen of Scots de GNR[1] rumbo a Edimburgo con las maletas sobrecargadas de ilusiones y ante el anuncio se apresuraron a subir. Se dejó caer en su asiento cercano a la ventana y fijó la vista hacia los parajes que sucedían uno tras otro adquiriendo poco a poco más velocidad. Cerró los ojos. Hace días atrás había despedido a Charlie y su madre desde la estación Lime Street[2], les encomendó la entrega de cartas y obsequios para los chicos del Hogar. Cuando se enteraran de que Charlie los dejaría probablemente les dolería; pero cuando fueran testigos de su felicidad entenderían. Ese compromiso estaba finiquitado, ahora era su turno, al pensarlo abrió los ojos y se removió inquieta.

La señora Mcewen le dejó una nota donde se comprometía a ayudarle, tan solo le pedía un poco más de tiempo para indagar con sus contactos y apuntó su dirección ante cualquier eventualidad.

"¿Cuál será el desenlace que tendrá mi historia?, ¿Podrá no ser tan feliz como la de Charlie?" Pensó. Al alzar la mirada se encontró con la gentil mirada de su acompañante y sonrió con gratitud. Ahí estaba su fiel amigo, como tantas otras veces, acompañándola e infundiéndole valor.

Albert reiteró su ofrecimiento de ayuda, podía solicitarle a George que buscara un investigador privado y así avanzar en el hallazgo de sus padres. Ella se lo agradeció, le dijo que por el momento no era necesario y que si lo requería se lo diría. No volvió a insistir y se convirtió en un compañero silencioso.

Dejó el libro y miró a través de la ventanilla. Reconocía a ojos cerrados esos sublimes paisajes de Escocia, venían a su mente como un imponente recuerdo saturado de nostalgia. Época pasada, a ratos tan feliz... sobre todo por la existencia de su hermana mayor: Rose Marie. El tiempo le había enseñado que el amor era perenne al olvido. *1

La mayoría de las decisiones de su vida fueron tomadas por otros, vivió honrando sus raíces y sus antepasados y cuando más pequeño sentía que era una gran misión que lo llenaría de orgullo. Hasta que esas responsabilidades coartaron su libertad, entonces todo cambió porque fue sentir que día tras día se marchitaba, viviendo mil vidas... menos la propia. La única persona con la que sintió afinidad, comprensión e infinito amor fue con su hermana y tras morir, se fue un pedazo de su propia esencia.

Quería dibujar esa sonrisa en aquella ventana, cerrando sus ojos rescató del fondo de su alma un episodio de su niñez.

Su hermana disfrutaba de molestarlo, conseguir provocarlo al punto de enojarse y luego terminar riendo desvaneciendo toda molestia con su inmenso cariño. Esa mañana primaveral estaban en el jardín de la Mansión en Lakewood.

Jugaba en el jardín mientras esperaba a sus padres y con tan solo 6 años lucía un impecable Kilt. El broche de la familia en su pecho le infundía valor y desde su cinturón de cuero desenvaino una endeble espada de madera tallada y ante un adversario imaginario liberó una reñida pelea. Se autodenominaba parte de un clan belicoso guiado por William Wallace, tal como su primer nombre.

—¿Vas a salir así? —preguntó conteniendo la risa.

—Por supuesto, me gustan estos cuadros... ¿cómo se llaman? pensó alzando sus ojos celestes al cielo.

Tartán, la tela es tartán —respondió dejando unas rosas en un macetero —. William, no es necesario que uses ese atuendo aquí, estamos en Estados Unidos. Déjalo cuando vayas a la prisión de Escocia.

Tiempo de respuestasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora