Capítulo 11: El mundo es un pañuelo

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     La quietud de la casa y el espeso cortinaje que aplacaba el naciente sol solo auguraba que todos seguían durmiendo, y su compañera de habitación, aunque hiciera mucho ruido, no despertaría. Al abrir la ventana irrumpió el sonido lejano del mar, la brisa despeinó sus cabellos húmedos y estiró sus brazos sobre su cabeza para desperezarse. Terminó de secar su cabello con la toalla y lo cogió con horquillas que combinaban con su traje sastre color marengo; repasó el polvo rosa que moteaba sus mejillas, tomó su bolso, bajó las escaleras sigilosamente hasta la puerta de entrada y ató la cinta de su sombrero frente al espejo estilo chippendale irlandés. [1]

     Caminó en dirección contraria al puerto pensando en Ben. No había aparecido en varios días y no pudo evitar imaginarlo con Kristin, sacudió su falda de las pelusas con la misma intención de despojarse de aquellos pensamientos. Se detuvo en la calle donde la corriente marina irrumpía sin prisa, impregnándose del renacer de la primavera. A pesar que la nostalgia se apoderaba de su corazón y que en ocasiones parecía que la sucumbiría en la desesperanza, recordaba las palabras de Nonni justo antes de morir. Retornaba a la vida y a los planes que le esperaban. Pronto deberían hacer los preparativos para irse a Escocia, el padre de Liam le había exigido que se presentara a principios de junio y nadie sabía cuál era la urgencia.

     Entró a la panadería saludando al encargado, tomó unas cuantas onzas de pan y se acercó al mostrador de los pasteles para elegir el favorito de sus amigos, cuando señalaron el mismo a la par.

—Adelante, se lo cedo a usted —dijo la voz masculina que la observó con detención.

—Qué amable, gracias... —respondió tímida y se fue con la compra a pagar.

     Joan hizo el recorrido hacia la cita con su modista, mientras llevaba un par de metros su vista se desvió hacia el callejón ante el alboroto de un grupo de mujeres. Una de ellas era foco de todo tipo de insultos y golpes, llorando y con múltiples heridas intentó levantarse; pero no pudo por el dolor de su tobillo y se dejó caer en la acera. La mujer más robusta la obligó a levantarse agarrándola del cabello y empujándola hacia el centro del círculo. No se defendió y vencida se dejó sacudir de un lado a otro. El resto de señoras con sus niños mirando por la ventana, incentivaron el vergonzoso espectáculo lanzándole restos de basura y piedras.

—¡Qué es lo que hacen! ¡Basta! —gritó Joan escudando a la mujer.

―¡Sal del medio mocosa! Estamos ajustando cuentas con ésta ―advirtió la más robusta de ellas.

―¡No! Son ustedes quienes deben detenerse ―exigió Joan girando hacia el resto. Sonrieron con sorna y una decidió arremeter con la defensora.

     Una lluvia de pedruscos rozaron el aire, una llegó de lleno en su frente y otra en la comisura derecha de su labio. Pudo sentir que algo tibio nublaba su ojo derecho, lo limpió con el dorso de la mano y no se movió, esperó a ver quién más se animaría a enfrentarla. Las mujeres formaron un círculo hablando entre ellas; situación que aprovechó para averiguar la condición de la afectada, y al ver su ropa rasgada, le extendió su chaqueta para que se cubriera los hombros y el escote. No pudo contener su rabia al ver que sus heridas eran profundas.

―¿Qué clase de mujeres son? ―encaró Joan acercándose al grupo que estaba delante de los niños.

―¿Qué clase de mujeres somos? Pues unas mejores que esa rata que tanto defiendes. Te lo advierto por última vez. ¡Sal del medio, ahora! ―dijo la mujer más pequeña, pero con mucha fuerza porque de un empellón logró que Joan se desestabilizara y tropezara con la cuneta.

Tiempo de respuestasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora