Entramos a tu apartamento, un lindo dúplex con vista hacia el Parque Forestal. Estaba oscuro y me pareció raro que no encendieras las luces. Me habías puesto tu chaqueta encima de los hombros cuando bajamos del auto así que la colgué detrás de la puerta. Aprovechaste ese momento para arrinconarme contra la pared. Mantuviste tu mirada junto a la mía por un instante y se detuvo el tiempo, se sintió eterno. Deslizaste tu manos por mis mejillas, me tomaste del mentón y me besaste como si fuéramos novios. Tus labios sabían a chicle de fresa. Mordí suavemente tu labio inferior mientras posabas tus manos en mi cintura, ejerciendo una sutil presión mientras saboreabas el dulce almíbar que fabricaban mis labios al tocar los tuyos. Sentí las brasas de tu agitada respiración descender sobre mi cuello. Te besé justo detrás de las orejas, tus dedos desabotonando mi ligera camisa de abedul. Me giré para quitármela lentamente y eso te enloqueció. Aprovechaste esa pausa para quitarte la camiseta. Tomaste ventaja, pues te lo había permitido. Me tomaste de la cintura y me apretaste fuerte contra ti, entre la calidez de tu torso desnudo y una pared algente. De espalda ante ti me dijiste: - Esperé toda la noche para besarte y ya no voy a esperar ni un maldito segundo más. - Hice uso de mis buenos reflejos y conseguí liberarme de tu dominio. Ahora eras tú quien sentía la gélida pared contra tu espalda. Posé mis manos en tu pecho velludo y te besé sin tregua, sin mesura y sin censura. No aguantaste ese ritmo. Te desesperabas con cada beso en tu boca hasta que cediste al espacio, caminando lentamente hacia adelante sosteniendo mi rostro con tus manos, yo en reversa sin perder el contacto con tus labios.Me cargaste en tus brazos y me llevaste al futón, te sentaste en él y yo me senté sobre tus muslos mirándote de frente. Desabotonaste mi camisa ajustada lentamente y te quité el cinturón antes de que lo hicieras tú mismo. Me mirabas con fanatismo, ese fue el momento en que dijiste: - Tienes los ojos más hermosos que he visto. - Me sonrojé como un niño cuando lo sorprendían haciendo una travesura. Eso era lo que yo pensaba de los tuyos que resplandecían más azules que nunca, como el añil del océano en lo profundo. Confesaste que ya me habías desvestido con tu mirada en la fiesta y ese fue el cumplido más erótico que me habías dado en toda la velada.
Piel contra piel, tendidos sobré el futón, rendidos ante el placer que generábamos en el otro, caricias de alto voltaje desataron nuestra libido hasta los niveles más extremos. La alquimia que exudaban nuestros cuerpos al entrar en calor rendía tributo a la definición de lo inefable. Tus brazos firmes contornearon mi cintura. Nuevamente tu respiración resbalando como satén sobre mi cuello. La suave calidez de tus labios besando mi pecho, más suave que espuma de Latte. Si no era tu cadena de plata, era el exquisito cosquilleo de tu barba. Rodee tu cuello con mis brazos. Me mordí los labios. Tu espalda cincelada era mi tierra santa. Hice un par de arañazos en ella y eso te enloqueció. No eras mío pero esa era mi manera de marcar mi territorio. Deslicé mi mano por tu entrepierna. Tu lengua traviesa deleitando el elixir en mi pecho. Para ti no había agnición que te causara más honor que escuchar aquellas melifluas sinfonías que emitían mis gemidos, que hicieron eco en toda la habitación. No me lo dijiste pero sé que lo habías tomado como el mayor de los cumplidos. Mis gemidos te hicieron el mejor. Tus caricias provocaban adicción. Sentí réplicas en cada vasto rincón. Estábamos ardiendo, gimiendo, sudando, electrificados, tentando la divinidad, brutalmente carnal, ingiriendo la ambrosía proveniente de tu ingle, bebiendo el agua bendita de mi santo grial. Dejaste escapar un susurro en mi oído seguido de una nueva confesión: - Me encanta tu piel morena. - Sentí escalofríos, fue estremecedor. Tu toque de Midas me llevó a los Campos Elíseos, dejando tatuajes de oro en mis zonas erógenas. Las hallaste todas como un bandido que hurtaba piedras preciosas. Conquistaste todas las catedrales de mi cuerpo. Reclamaste la llave maestra, ahora tenías acceso a mis secretos. Eso te convirtió en creyente y juntos adorábamos el sexo como nuestra única deidad. Los devotos dirían - ¡Qué aberración! - Pero ya nos habíamos unido al culto. Dos alquimistas copulando el lactescente bálsamo que contenía la esencia del éter. Dos hedonistas venerando el sexo pagano que nos coronó como semidioses.
Juego de roles, fantasías homoeroticas, deseos ilícitos, dopados con Popper, más caliente que el porno, exhaustos y embriagados, el sexo se evaporaba en el aire y se sentía tan jodídamente apetitoso pero estábamos ascendiendo raudamente, llegando demasiado lejos, sintiéndolo todo, brillando en oro puro como ídolos. Ya era de madrugada y una lluvia estrepitosa cayó del cielo justo en el momento en que ambos habíamos llegado al clímax al unísono, cuando tus estridentes gemidos gritaron mi nombre. Descendimos flemáticamente de aquel paraíso que habíamos incendiado por accidente, ¡Santo Dios! Juro que se sintió como si estuviéramos haciendo el amor. Perdí la cuenta de todas las veces que me hiciste tuyo esa noche. La habitación era una llamarada que lentamente vimos reducirse a rescoldos. El aire ardía tanto como la sangre que corría por nuestras venas. pero poco a poco se fue enfriando. Completamente desnudos, dos Adanes, el Patroclo de tu Aquiles, sintiendo como se apaciguaba tu respiración, tu cuerpo era más cálido que una fogata en pleno invierno, las pupilas de tus ojos titilaban como cuásares, nos mirábamos absortos, sintiéndonos tan a gusto en medio de ese acogedor silencio, en la menguante oscuridad, extenuados. Apoye mi cabeza en tu pecho fornido y tus dedos acariciaron mi cabello. Parecía que estábamos soñando despiertos pero casi a punto de dormir, entonces tuve una visión de ir navegando junto a ti en un bote de remos a través de un lago cubierto por una densa niebla, sin rumbo trazado, pero juntos. Quizás así se sentía el amor, desafiante, esperanzador, misterioso, traicionero. Quizás eso era el amor, sentir miedo, un temor primitivo que tenía la facultad de culminar con un acontecimiento ya iniciado. No lo sabías, no lo sabía, no teníamos como saber, pero si así se sentía el estar enamorado, si así de sublime era estarlo, valía la pena intentarlo. Esa epifanía quedó reverberando en la órbita de mi mente, cuya capacidad de retención para ese instante era poca o nula. La lluvia se detuvo unos minutos antes de quedarnos profundamente dormidos.
ESTÁS LEYENDO
Cultura
RomanceNovela corta autobiográfica basada en las páginas de mi diario. El retrato de un idilio relatado desde su génesis, apogeo y desenlace. Nota del autor: Todo el contexto, personajes y lugares mencionados en esta novela están absolutamente exentos de...