Tragedia

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Cielos cristalinos, el sol brillando en lo alto, niños elevando sus coloridos cometas, algodones de azúcar, banderas tricolor flameando orgullosas, remolinos de viento, brisa perfumada de primavera, esporas causando estornudos, largas caminatas por el parque, soplando dientes de león a lo largo del camino, lanzando monedas a una pileta, pidiendo caprichosos deseos, encandilados con reflejos de luces que buceaban en el agua, saboreando conos de helado, mirando a los ciclistas en caravana. Septiembre había llegado para quedarse. Lo sabías porque era alérgico al polen de las flores y estornudaba tanto como tu cuando sacabas los pelos de gato de mi ropa. En unos días más cumpliríamos nuestro primer año de compromiso y eso nos tenía tan ansiosos como sorprendidos. Los meses llegaron y se fueron tan rápido como todas las botellas de vino que nos habíamos bebido por las noches, y aunque un año no era tanto tiempo en efecto, para nosotros era bastante de hecho. Supongo que se sentía así porque ninguno de los dos creyó jamás que llegaríamos a tener una relación así; tan armónica, apasionada, equilibrada, espontánea, honesta y prospera. Habíamos aprendido de nuestras pequeñas discusiones y gracias a eso abordábamos con madurez nuestros instantes fugaces de conflicto. Nuestros amigos más cercanos estaban admirados por la forma en que llevábamos nuestra relación y como se consolidaba más y más día tras día. No se perdían la oportunidad de preguntarnos en cada junta cuál era el truco de magia. A decir verdad no había ningún truco o fórmula secreta, simplemente fluíamos y cuando las cosas se complicaban un poco seguíamos nadando contra la corriente hasta encontrar nuevamente o por accidente el cauce natural donde continuábamos fluyendo.


Me llamaste una tarde para contarme que tenías el panorama ideal para celebrar nuestro aniversario. Había una emoción incontenible en el tono de tu voz que había acelerado cada latido de mi pulso desatado. Lo único que podía pensar en ese momento era en nosotros, imaginándonos en mis sueños más fantasiosos. La tarde pareció detenerse en el viñedo y yo solo quería salir de allí para regresar a casa lo más pronto posible, pero el tiempo era despiadadamente obstinado cuando quería serlo.


Luego de un par de días que no nos vimos debido a nuestras ímprobas cargas de trabajo finalmente había llegado el día, nuestro día. Pasaste por mí esa madrugada de domingo a las siete con treinta en punto. Tomé unos snacks para el camino, cerré con llave y me subí a tu Peugeot. Nos besamos como la primera vez, cuando me arrinconaste contra la fría pared de tu apartamento, pero esta vez te había acorralado yo contra la ventana del piloto. Mi sobrero panamá cubriendo mi cabello liso, tu cabello rapado a los costados, Mis gafas espejadas de montura redonda y tus Wayfarer polarizadas, compartiendo guayaberas de viscosa estampadas y bermudas de lino floreados. Dos pares de zapatillas de lona, tu llevabas las Dockers blancas con cordones del mismo tono y yo las North Star negras con cordones rojos y rosas estampadas del mismo color, mi color favorito. La carretera expedita y tú conduciendo en tu descapotable carmesí por la 5 a 100 con destino a Santa Cruz, cantando a dueto y a todo pulmón: - "Happiness, more or less, it's just a change in me, something in my liberty, oh, my, my" – ¿No era acaso esa canción de The Verve un mensaje subliminal o tal vez un recordatorio de cuan afortunados éramos de tenernos el uno al otro? - Tus manos en el volante, viento en mi cabello, comiendo galletas con chips de chocolate, bebiendo Caramel Macchiato en tu mug, deleitándome con la belleza rústica del paisaje. Lo recuerdo, si, lo recuerdo todo demasiado bien.


Habíamos llegado a la encantadora localidad de Santa Cruz luego de aproximadamente dos horas de viaje. Recuerdo que lo que primero que pensé fue que visitaríamos un viñedo de la zona. No me habías dado ningún detalle sobre lo que haríamos, era un completo misterio, así que solo me quedaba intentar adivinar tu plan secreto. Seguimos en línea recta por un camino embellecido por viñedos en ambos costados hasta que divisé la entrada de lo que parecía ser un sitio de camping. La barra en la entrada se levantó e ingresamos al terreno. Estacionaste el auto a la sombra de los Álamos. Nos adentramos caminando a paso lento por una hermosa arbolada hasta que llegamos a una explanada tan amplia que parecía no tener fin. Lo que se reveló ante mis ojos me arrebató el aliento. Estaba atónito, alucinando como en mis sueños más salvajes, esos en los que todo, absolutamente todo era posible. Sentí escalofríos erizando mi piel, mi corazón se detuvo, mis ojos se empaparon soltando lágrimas de emoción. Un colosal globo aerostático estaba estacionado frente a nosotros esperando para ser abordado. Era de color azul oscuro con amplios rombos amarillos delineados con unas franjas anaranjadas. El piloto levantó su mano para saludarnos, un hombre joven de cabello oscuro y piel bronceada que tenía puesto unos lentes negros espejados estilo aviador, vestía una polera blanca lisa de cuello redondo y unos bermudas de cargo verde musgo. Había una canasta semi abierta a unos metros de nosotros. Me tomaste de la mano y dijiste: - ¿Estás listo para besarme desde las alturas? – Me pregunté para mis adentros si acaso era esa la sensación que tenías cada vez que te besaba, una sensación grandiosa, una metáfora vertiginosa. Tomé aire y respondí: - Estoy más que listo. – Dimos unos pasos para recoger la canasta y corrimos hacia el globo que cada segundo parecía desaparecer frente a nosotros quedando solo la base con el piloto quien nos dio la más gentil de las bienvenidas. Subimos a él y luego de unos minutos comenzó a despegarse del suelo, ascendiendo lentamente hacia un cielo de ensueño. Mirábamos con absoluta fascinación desde las alturas aquel glauco edén formado por la exuberante vegetación del valle de Colchagua. Mientras el globo se elevaba en la inmensidad del cielo recordé que, entre una de tantas caminatas por el parque, te había confesado que uno de mis sueños más salvajes era volar en globo algún día. Y allí estábamos, flotando en uno, con tus brazos rodeando mi cintura, recordándome que por ti había perdido el pánico a las alturas, surcando el cielo raso, sintiéndonos atlantes entre el cielo y la tierra. El piloto nos comentó que habíamos alcanzado la la altura máxima permitida, 500 metros sobre el nivel del mar. Nos quedamos boquiabiertos ante su reporte. Era tan abrumador como aterrador saber que estábamos tan alto de la superficie. Sobrevolamos en globo por alrededor de dos horas hasta que el verde edén debajo de nosotros desapareció para darle protagonismo a un vasto océano de profundo turquesa iluminado por los majestuosos rayos del sol. Aquel solitario océano se había revelado ante nosotros como un espejismo que impactaba con su arrebatadora belleza. Descendimos lentamente directo hacia una explanada. El canasto del globo tocó tierra firme y el piloto dijo que esperaría por nosotros un par de horas para llevarnos de retorno a Santa Cruz. Una vez en tierra caminamos con la sensación aún viva y vibrante de lo que había sido conocer la libertad de flotar en la inmensidad del cielo y descender del mismo cómo ángeles caídos, entre el castigo y lo divino.


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