Atlántida

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Me contaste que te habían hecho una ambiciosa propuesta laboral. La empresa para la que trabajabas había seleccionado a una persona que los representara en el extranjero, y esa persona eras tú. Te habían dado la buenanueva hace una semana y no comprendía porque no me lo habías comentado antes. Dijiste que te había tomado por sorpresa y que necesitabas tiempo a solas para evaluar la situación. Esa propuesta había hecho que te replantearas nuevos escenarios, nuevas oportunidades y nuevas prioridades, pero también hizo que aflorara un cúmulo de dudas, inseguridades y temores sobre el futuro que querías forjar. Mientras me contabas más me entusiasmaba pero tu parecías no estarlo, más bien parecía que estabas librando una pugna contigo mismo, batallando contra los mil y un demonios que invadían tu mente. Sabía mejor que nadie la calidad de profesional que eras y cuan apasionado por tu trabajo podías llegar a ser. Siempre consideré que una de tus características más sensuales era cuan trabajólico eras, tanto dentro como fuera de la cama. Acaricié la palma de tus tibias manos con la yema de mis dedos para luego decir: - ¡Estoy muy feliz por ti!, tú más que nadie merece este reconocimiento y es la oportunidad de tu vida, ¿Acaso no lo ves? – Esbozaste una débil sonrisa que rápidamente se desdibujó de tu cara. Había un brillo sombrío en tus ojos que opacó tu mirada de ensueño y por primera vez sentí que mis ojos pardos eclipsaron los tuyos. Lo que nunca me esperé fue que esa oportunidad llegaría más pronto de lo que había imaginado. Lo supe cuando dijiste con la voz entrecortada: - Si acepto tendré que irme a fines de noviembre y por un periodo de un año como mínimo. – Hubo un silencio abrupto y sobrecogedor que se prolongó por una eternidad de segundos. Mi mente proyectó flashes de polaroids, flashbacks de nuestros momentos de gloria, acuarelas de nuestras tardes en el parque, la banda sonora de las canciones que habíamos cantado en tu auto, los vinilos que habíamos escuchado en tu apartamento, las noches estrelladas en las que bailábamos torpemente con las manos entrelazadas como si no existiera un mañana, aquella vez que deseaste que me mudara a vivir contigo y que yo tajantemente había rechazado. Me sentí tan idiota tras recordar ese último episodio. Me mordí el labio inferior tratando de hilar las palabras que quería decir pero mi elocuencia en mercurio retrógrado me había traicionado. Sentí una presión oprimiendo mi pecho que cortó mi respiración. Había un coro de voces insidiosas susurrando en mi cabeza. Me llevé la mano a la frente tratando de mantener la compostura, mis manos temblaban, mis ojos se volvieron pesados. ¡Por el amor de dios! Estaba hecho un desastre y tú lo notaste. Todo había pasado tan rápido que apenas podía digerirlo, apenas podía reflexionar al respecto. Y mientras más intentaba hallar una solución, más me extraviaba en la odisea. Era la consecuencia de lo que nunca vi venir, el día en el que tendríamos que elegir, el día en el que tendríamos que poner todo en una balanza y exponer nuestras prioridades con absoluta honestidad. Me cubrí el rostro con ambas manos y tú no dijiste nada. Me observabas sin saber que decir. Permanecimos en silencio tratando de hallar las palabras adecuadas pero en un momento como ese hasta lo adecuado parecía absurdo, hasta las palabras se perdían en la interpretación, reduciéndose al más inconquistable de los silencios. Derramé una lágrima y tú la secaste con el puño de tu camisa de franela, la camisa que te había regalado y que tanto te gustaba vestir. Estaba quebrado, sosteniendo mis pedazos y demasiado trisado como para quedarme allí y desplomarme frente a ti. Me froté los ojos para secar las lágrimas, tome un respiro profundo, me levanté lentamente, apoyé mi mano en tu mejilla izquierda, dejé un beso etéreo en tu otra mejilla, tomé mi bolso y antes de que me atreviera a dejar tu apartamento sujetaste con firmeza mi muñeca con tu mano. – No te vayas así. No me digas nada si no quieres pero no te vayas así. – Te miré conteniendo la respiración. No respondí porque sabía exactamente lo que ibas a decir: - Es tarde, por favor, quédate. – Ya había escuchado esas palabras antes, pero esta vez no me quedaría, por más que me lo pidieras. Necesitaba estar solo, conmigo mismo. Tú ya habías tenido tus días contigo mismo, aquellos días en los que habías ignorado por completo mis mensajes de texto. Ahora era mi turno. Ahora era tu turno de darme el espacio y el tiempo necesario para hallar respuesta a mis preguntas, para hallar ataraxia en mi caos, para hallar luz en mis obscuridad, para hallar alivio en mi tormento. Mi silencio ininterrumpido te otorgó la respuesta. No era la respuesta que estabas esperando. Soltaste mi muñeca y me dejaste ir.


Salí de tu apartamento cargando el dolor como un crucifijo a mis espaldas. Caminé a paso lento cuando en realidad quería correr, esquivando las parejas que paseaban tomadas de la mano por la avenida, la misma avenida en la que me habías besado un millón de veces, la misma avenida en la que me había sonrojado un billón de veces. Vagué por las calles y todas las calles parecían dirigirme hacia ti. Desorientado, dando vueltas en un laberinto sin salida, temblando de frío porque había dejado mi chaqueta puesta en el respaldo de la silla en tu terraza. Las lágrimas que rodaban por mis mejillas eran saladas. Hiedra venenosa enredándose en mis pies, poniendo trampas para hacerme tropezar. Infame y cruel primavera que nunca fuiste inventada para lastimar, sino para brotar como enredadera por debajo del suelo y en mis aposentos. Dolía ver tu hermoso rostro entre todas las multitudes, dolía escuchar como cada nefasto rincón de la ciudad gritaba tu nombre, haciendo eco entre los cristales de los edificios. Divisé la estación de metro más cercana y apresuré el paso para resguardarme del frio en el subterráneo. Miré la hora en la pantalla y era las diez en punto. Subí al vagón y tomé asiento en un rincón dirigiendo la vista anestesiada y perdida hacia la ventana, con mi cabeza dando vuelta en círculos y mis manos apoyadas en mis muslos, con mis dedos haciendo pliegues en la tela de mi pantalón, cerrando los ojos para silenciar el ruido blanco que chispeaba en mi cabeza, pero fracasando rotundamente en el intento. Esa noche al llegar a casa cerré la puerta de mi habitación con pestillo, tomé aquel bello diario que me habías regalado y me desahogué canalizando la angustia y el desconsuelo a través de las palabras, palabras que pronunciaron un conjuro que consiguió liberar mi mente, despojándola temporalmente de sus infaustos maleficios. Esa siniestra noche de octubre me dormí entre lágrimas derramadas en mi almohadón, una foto de nuestro paseo en globo sobre mi velador y múltiples rayones de tinta negra hechos en las líneas de un borrador.


No hubo llamadas ni mensajes de texto al día siguiente, solo polaroids de nosotros colgando en un marco de la pared. Había sido exiliado en mi propio confinamiento autoimpuesto, contemplando en anacoreta mi propio lítost. Nuestros días de apogeo habían sido condenados a un éxodo acrónico. El dorado que habías pintado en mí se había corroído, dejando en cada una de sus grietas tus sombras de azul. Los manantiales de nuestro oasis secreto habían sido inficionados con el más nocivo de los venenos. Sentí que sangraba por todas las heridas que habían causado las rosas que brotaron en espinas. Habías derribado nuestra torre de Babel. Hiciste jaque mate en nuestro tablero de ajedrez. Nuestro reino se consumió en una llamarada que lo redujo a cenizas. El karma cayó sobre mí como un rayo fulminante y me recordó lo estúpido que fui por no haber aceptado tu invitación, cuando insististe cientos de veces para que me fuese a vivir contigo y yo simplemente te rechacé la misma cantidad de veces. - ¿Acaso era demasiado tarde ya para rebobinar la cinta? - No lo sabría. Lo único que sabía era que el infortunio de aquel último acontecimiento me había arruinado por completo, porque no habíamos sido forjados al azar, porque habíamos sido diseñados para perdurar, porque nunca fui tuyo para romper y porque nunca fuiste mío para perder.


Las horas pasaban y te lloré cascadas, y las cascadas formaron un río, y el río desembocó en un mar y ese mar se convirtió en océano, y el océano desencadenó un cataclismo, el tsunami que sepultó la supremacía de nuestro imperio y lo borró de la faz de la tierra, reduciéndolo a escombros y perpetuándolo a estado de ruina entre las tinieblas, al fondo de un abismo donde ninguna manifestación humana podía ser concebida. De todas las formas de herejía esta había sido la peor. La elegía de una existencia condenada al dolor. - ¿Acaso era este el final de todos los finales? - Era incomprensible como algo tan extraordinario había sucumbido ante lo mundano. Nuestro Edén inmaculado había sido profanado y lo que un día fue oasis, hoy era pantano. La ciénaga que cubrió nuestro panteón. La leyenda que inspiró el Critias de Platón. El imperdonable sacrilegio cometido por el Leviatán que una vez fue aliado y centinela, aquel que custodiaba con adoración las puertas de oricalco de nuestra ciudadela, aquel que de una noche a la mañana traicionó la grandeza de nuestra mitología, la abominación que arrasó con todo rastro de lo que un día pudo significar nuestra única utopía.


Quizás estábamos destinados a estar juntos desde incluso antes de venir a este mundo, pero esa tarde no estuviste para contenerme en aquellos brazos que me protegían del peligro. No estuviste para secar mis lágrimas con el puño de tu camisa a cuadros. No estuviste para decirme porqué todo lo que tocaba se volvía polvo, o porque todo lo que me atrevía a escribir no era más que patéticas líneas antipoéticas. Jamás estarías aquí para leer junto conmigo todas las páginas que había escrito, todos los versos que te había dedicado en aislamiento. No estarías aquí, acurrucado a mi lado para leerte un cuento. No estarías aquí para tararearte una canción de cuna y mirar como se cerraban tus ojos al ser seducidos por el réquiem de Hipnos, y yo simplemente permanecería allí contigo, contemplándote en la belleza del silencio. Pero no, estaba solo, y tú simplemente no estabas.

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