prólogo.

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Narrador omnisciente

En Kansas, a mediados de primavera, el clima era húmedo y un poco tedioso.

En el restaurante de Don Claudio los clientes optaban por pedir bebidas, helados y todo lo que pudiera saciar el calor tan sofocante que hacia esa tarde.

En su oficina se encontraba el ya mencionado dicho dueño; un hombre corpulento al que ya se le hacían notar el paso de los años.

Delante de él se encontraba su más grande adoración y razón de vivir. Esa niña—ya no tan niña por como luce—que tantos Dolores de cabeza le provocaba pero que se los recompensaba con risas. Su diosa de larga melena negra, piel tan blanca como la leche y ojos tan negros  cual pozo, portadores de largas pestañas; escalofriantemente idéntica a ella.

Para algunos la adoración que Claudio portaba por su hija, a primeras vistas llegaba a verse mal, obsceno e incluso impuro. Pero la realidad es que él no la veía de otra manera más que para cuidarla, protegerla y velar por ella.

Pues su hija era lo único que le quedaba.

Al morir el gran amor de su vida y madre de su hija, Claudio quedó devastado. El dolor e impotencia que sintió en ese momento fue totalmente irascible, pero entonces recordó que le quedaba una personita por la cual se podía desvivir día a día.

La niña fue creciendo y con el paso de los años Claudio iba viendo el retrato exacto de su mujer fallecida. Sabía que tenía que cuidarla. Sabía que no podía cometer ningún fallo. No dar un paso en falso era la clave.

Lástima que las personas con las que Claudio estaba tratando ya tenían todos los movimientos y pasos jugados, no había forma de salirse de ahí una vez que entras.

No se puede evitar lo inevitable.

Claudio se sintió sucio, perdido, deshonesto y todos los adjetivos que le puedan seguir a las palabras ya mencionadas.

No podía creer lo que había hecho, se quería pegar un tiro en el pecho por lo desahuciado que se sentía y mientras en su pecho sentía mil y un remordimientos, no dejó de sonreírle a su niña; que aun sentada frente a él, al otro lado del escritorio, le leía el poemario que tanto les gustaba a ambos.

Y ahí, observándola, escuchándola...  contemplándola como era usual, sintió ganas de arrodillarse frente a ella y pedirle su perdón aunque el muy bien sabía que no era merecedor de él.

Porque ahí, en ese momento, cayendo en la realidad se dio cuenta que cometió la acción más vergonzosa, deplorable y repugnante que cualquier padre podría haber cometido. La había vendido.

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