𝟎𝟐.

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Capítulo Dos, Cenizas.
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—¡Por favor, Morrigan! ¡Ayuda! —gritó la señora desesperada, con el fuego rozándole la nuca.

Sus ojos reflejaban terror y angustia. Ambos pataleban, desesperados, repitiendo mi nombre sin cesar mientras las llamas les consumían. Me quedé estática, mirándoles desde la escalera sin poder creer lo que estaba ocurriendo. Mientras todo lo que nos rodeaba se convertía en cenizas y se pulverizaba, una parte de mí pensó en salvarles, pero el odio y el rencor acumulado, que se había adueñado de mi corazón durante los pasados años, me lo impidió e hizo que dejase que se calcinaran vivos.

Sus gritos aumentaron conforme las flamas crecían y se adueñaban de sus cuerpos. Después de unos miseros segundos, que duraron una eternidad, la vida acabó por abandonar sus cuerpos y la luz se fue de sus ojos. Se habían ido, para siempre, dejando el peso de sus muertes encima de mis hombros.

Reaccioné justo a tiempo para salir corriendo de la casa antes de que las llamas me engullesen y el humo me asfixiase, conduciéndome al mismo destino que el de mis amos. Me llevé lo que había quedado de valor, pues sabía que por aquel destrozo, del que yo no había sido partícipe, se me condenaría. Si quería sobrevivir, necesitaba huir sin mirar atrás.

Sus carteras, el joyero, los ahorros que escondían debajo de la maceta de petunias... Reuní todo lo que estaba más o menos intacto, y salí corriendo por la parte de atrás de la casa. Pronto la gente alertaría a la iglesia, pero yo ya no estaría allí.

Recorrí todo el vecindario lo más rápido que pude, sin siquiera sentirme culpable por lo que había pasado. ¿Por qué debería hacerlo? Por fin habían recibido el castigo que tanto merecían. Por fin había quedado libre.

—Este será tu cuarto. Te quiero siempre alerta para complacer mis necesidades, ¿entendido? —dijo la mujer, dándome una mirada de superioridad.

Simplemente asentí, tragando saliva. Mi garganta se había quedado seca desde el momento en el que entré en la casa.

—He dicho que si me has entendido. ¡Contéstame cuando te hablo!

—Sí.

—¿¡Sí qué!?

—Sí, señora —respondí finalmente, mientras trataba de no encogerme ante su ira, aunque lo cierto era que me hizo sentir pequeña e inútil.

—Te quiero en pie mañana a las cinco de la mañana. Empezarás limpiando cada rincón de la casa —masculló, mirando sus uñas con indiferencia—. Vienen unos amigos de la familia y es muy importante que esté todo reluciente, así que más te vale no hacerlo mal el primer día.

—Sí, señora.

—Y ni se te ocurra aparecer cuando lleguen. No quiero que vean a semejante rata de cloaca danzando por la casa.

Me dió la espalda y desapareció escaleras arriba, dejándome completamente sola en aquel diminuto cuarto. Aquella sería mi nueva vida, y debía acostumbrarme para sufrir lo menos posible.

Detuve mi huida cuando llegué a la frontera sur de la ciudad, pues supuse que allí ya estaba a salvo. Al fin y al cabo, estaba relativamente lejos del lugar del accidente. Nadie vendría a buscarme aquí.

Yo provenía de la zona este de la ciudad, una zona reservada para familias no tan influyentes y adineradas. La diferencia entre la zona de la que había huido y en la que me encontraba en ese momento era abismal.

Hijos de Caín: La Caída del EdénDonde viven las historias. Descúbrelo ahora