Capítulo 8 | Implacable

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—Vaya, qué hermosa vista

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—Vaya, qué hermosa vista.

Ese fue el primer comentario que soltó la chiquilla apenas se adentró en el apartamento, después de que abrí completamente la puerta para permitirle el ingreso, con todo mi pesar. Mi nivel de emoción estaba por alcanzar el núcleo terrestre y mi cara lo dejaba entrever. Ella ignoró ese detalle, como hacía con todos y todo.

Asombrada, dio unos cuantos pasos hasta estar de pie frente al cristal que permitía ver toda la ciudad abajo. Corrió un poco las cortinas y se asomó, colocando sus dos manos a ambos lados de su cara, a la altura de sus ojos. Lucía alegre de estar ahí conmigo. Corrección, solo «de estar ahí». Gracias a mí tenía un techo en donde pasar la noche; le importaba un pepino mi presencia o no en el lugar.

Bueno, no podía reprochárselo. Tampoco había sido tan amable con ella en el ascensor, pero yo tenía justificación y esa era la farsa de la que entonces ya era parte.

En ese momento, mi reacción distaba mucho de la suya.

Dasha consiguió lo que quería, y yo no tuve más remedio que ceder. Me tomó desprevenido hasta el punto de verme en la obligación de aceptar que se quedara.

Dado que seguíamos a oscuras, la luz de los otros edificios resaltaba todavía más, regalando una vista asombrosa a través del gran ventanal. Claro que habría disfrutado mejor el panorama si hubiera estado solo como al inicio de ese día, pero esa niña realmente sabía cómo manipular a los demás.

Qué humillante.

Ya había aprendido algunas cosas con respecto a ella; además de loca, psicópata, grosera y malhablada, también era una experta manipuladora. Sabía muy bien qué tono y mirada usar para conducir a otros a hacer su voluntad. Yo lo viví en carne propia hacía tan solo un par de minutos atrás, por eso podía decirlo con seguridad.

¿Era eso o será que me consideró alguien demasiado fácil de convencer? De repente la imaginé gritándome «manipulable» a todo pulmón con el tono burlesco que siempre solía emplear cuando se dirigía a mí.

Independientemente de la respuesta, daba lo mismo. No era mi culpa que hubiéramos terminado ahí, juntos en el mismo apartamento.

Ni siquiera había pasado una hora desde que llegamos y yo ya estaba deseando que amaneciera, porque entonces, según la misma chiquilla, se habría marchado. Tras amenazarme con obtener una patada en la cara si intentaba aprovecharme de ella, me aseguró que solo iba a pasar la noche en el hotel y luego no me molestaría más, es decir, se iría. Esa fue una de las razones por las que terminé accediendo a dejarla quedarse bajo el mismo techo que yo.

De mala gana, cerré la puerta tras de mí, encendí las luces y me dirigí hacia el espacio de la cocina para dejar el helado en el refrigerador y evitar que se derritiera en el interior de la mochila, ensuciando de esa manera mis pertenencias. Lavé la cuchara que había usado y la coloqué en su respectivo lugar. Finalmente, me sequé las manos y me giré de nuevo hacia la sala, encontrando a la chiquilla abrazándose a sí misma, seguro a causa del frío.

Ella (no) es una señoritaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora