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Hace tan solo unos años, la música había sido lo que lograba llenar hasta el último de los espacios de su alma, pero las cosas habían cambiado mucho desde entonces.

Para empezar, ya no era tan joven como cuando entró al conservatorio de música clásica con la cabeza llena de planes y el corazón lleno de sueños que no fueron a parar a ningún lado. Se había vuelto más taciturno, más reservado y muchos de sus colegas comentaban que nadie quería trabajar con él por lo estricto que podía llegar a ser cuando se trataba de hacer un trabajo perfecto. Esa había sido una de las razones por las que dejó la orquesta en la que había estado desde sus inicios en el mundo de la música y se independizó.

A esas alturas, Giyuu tenía veintisiete años, unas cuantas cuentas por pagar, un departamento para él solo y un trabajo como profesor de música. Además de dar clases en una escuela, los hijos de padres adinerados eran los que se encargaban de hacer su renta mensual; para su fortuna, había varios de esos en Japón.

—Buenas tardes. Soy Tomioka Giyuu, el profesor de piano —le habló directamente al citófono de la reja de la gran casa que tenía en frente. Una voz contestó del otro lado y la puerta se abrió para dejarlo pasar. Giyuu se acomodó el bolso que llevaba al hombro y caminó por el sendero que llevaba hasta la puerta principal donde un hombre anciano vestido con ropas tradicionales lo esperaba. Su nombre era Urokodaki, el encargado de la casa, quien le pidió que lo acompañara en cuanto lo ayudó a quitarse la chaqueta.

La residencia que había pertenecido a los Kamado desde hace más de cien años se había vuelto mucho más solitaria y silenciosa desde que los padres y varios de los hijos de la familia fallecieron en un trágico accidente automovilístico, según le había contado Urokodaki. Desde entonces, su trabajo consistía no solo en encargarse de la administración de los aspectos legales de la familia, sino también de cuidar a los dos únicos herederos hasta que ellos tuvieran edad de hacerlo por si mismos.

—Aunque si me lo preguntas, esos niños casi parecen hijos míos —comentó— ¿puedes creer que una vez se negaron a abrir los regalos de navidad porque yo no estaba ahí con ellos?

Giyuu asintió con la cabeza en silencio, aunque en realidad ni siquiera había hecho el intento de imaginarlo.

Tanjiro y Nezuko, ambos menores de edad, habían estado guardando luto por casi todo un año, pero hace un tiempo habían decidido que ya era momento de seguir con sus vidas, tal como sus padres habrían querido que lo hicieran. Habían vuelto a la escuela y a salir con sus amigos; Tanjiro, por su parte había decidido estudiar música de forma más profesional.

—Su padre fue un gran pianista, aunque nunca pudo dedicarse mucho a ello porque siempre estaba ocupado trabajando —le explicaba Urokodaki mientras lo conducía por los pasillos de techos altos repletos de fotografías familiares— era de esperarse que también él quisiera tocar tarde o temprano.

El profesor suspiró; realmente lamentaba la pérdida de los hermanos, pero conocer la historia de su alumno le parecía de todo menos relevante. Es decir, ¿qué tenía que ver eso con la música? Giyuu solo necesitaba saber dónde estaba el piano y ya. Sus clases siempre eran así.

—Te advierto que es alguien especial — le dijo luego de detenerse frente a una puerta al final del pasillo— Tanjiro es diferente a todos los alumnos que has tenido, así que si hay algún problema, no dudes en llamarme.

—¿Acaso es uno de esos niños que intentan morder a sus profesores? —Urokodaki negó con la cabeza— entonces estoy seguro de que sabré cómo arreglármelas con él —respondió ansioso de terminar aquella conversación de una vez para poder sentarse al piano— ¿entramos ya?

El anciano bajó los hombros, pero Giyuu no llegó a saber lo que pasaba por su mente, pues en cuanto abrió la puerta, sus ojos viajaron directamente al gran piano de cola en el centro de la habitación.

La canción de TanjiroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora