Prólogo.

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Respiró profundo, por primera vez en mucho tiempo. Creyó que era imposible volver a sentir aquella reconfortante sensación del aire puro ingresando en sus pulmones, discurriendo por entre las venas, inundando por fin todo su sistema circulatorio. Se abría ante él un gigantesco bosque de árboles de igual talla, no había diferencias. Pareciera ser una reunión de familias de troncos, y ¿qué hacía el allí? La mente le funcionaba lenta, entre confusa y muy poco aguda.
Volvió a respirar. Casi podía percibir que sus pies avanzaban sin su consentimiento hacia un lugar indistinto, donde lo llevara el destino; como sucedió todo este tiempo.
Se elevó una fuerte brisa que sacudió las copas de los árboles presentes en aquella insondable comunión. La piel del hombre se tensó y vibró un poco al darse cuenta de que no llevaba ninguna remera que cubriera su abdomen y los zapatos los había perdido hacía vaya a saber cuánto tiempo. Notó las bermudas marrones un poco sucias y desgastadas. Algunas manchas eran más oscuras. Otras manchas se grabaron también en un lugar tan profundo, del cual no iban a salir jamás.
Caminó finalmente hasta que desembocó en una orilla al mismo tiempo que caía la noche. Sintió cada vez más fría la sensación de su propia desnudez y el amenazante rasguño del viento. La planta de los pies entraron en contacto con una arena suave pero también grotesca. Media blanquecina, pero al mismo tiempo parecía tener matices amarillentos. A los costados no había nadie, y agradeció aquella soledad. Se dedicó entonces a contemplar el mar que se acercaba lento con el empuje de las olas hasta arrasar con la primera línea de batalla de la orilla. El agua era hermosa, casi cristalina. El atardecer naranja, turbulento y mortal, bajaba por entre el comienzo del horizonte y se escondía lentamente. El agua se teñía de un pliegue rojizo, casi criminal. Tembló un poco. Él, no el agua. El mar no podía temblar.
Decidió al fin someterse al helado vaivén de las pequeñas olas que se amontonaban rasgando la arenilla. Aún, en su mente, se sometían a la guerra centenas de incertidumbres. ¿Cómo escapar? ¿Hacia dónde ir? ¿Qué sigue? ¿Cómo seguiría él?
El agua mojó sus pies. A pesar del frío no pareció importarle. Continuó ingresando poco a poco.
Notaba lágrimas queriendo abrirse paso entre sus sentimientos. De repente lo percibió todo; y concluyó en que no encontraría final, por lo menos no hoy. La angustia continuó creciendo, desde su pecho hasta su rostro.
El agua atacó sus caderas con una leve violencia. Ahora sí se estremeció, sin resistirse. Cayó rendido conformándose como uno entre él, sus lagrimas y el mar. Y la sangre. Todo su cuerpo permanecía bajo la superficie, a medida de que el llanto se volvía más descontrolado, sin freno, y el agua ingresaba imprudente en sus cavidades, se atoraba en la garganta y volvía a salir hecho burbujas.
Junto con el fondo del mar se iba también la capa escarlata que cubría su cuerpo semidesnudo, desprendiéndose sin importancia de cada parte de él, como si ya no quisiera estar allí. Volvió a llorar al verla, sintiendo como todo se alejaba y se licuaba, a fin de cuentas, en una misma cosa.

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