VIII

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“Pero yo confío en ti”, le repito. Entonces me di cuenta que lo estaba volviendo a hacer. Me estaba inmiscuyendo en los deseos de alguien hasta el punto de intentar ordenar su corazón. Da igual, no puedo dejar que mi flor se marchite. “Confío en ti”, vuelvo a decir. Y con cada palabra pierdo un poco más de luz. “Confío en ti, mi flor”. Sigo perdiendo luz. Pero no me extingo como lumbre en una ventisca, sino que la luz que se escapa de mi cuerpo se instala en el corazón de la flor, iluminándolo trémulamente. “¡Escúchame, sé que puedes oírme!”, grité con mis últimas fuerzas. Por primera vez había captado su atención, aunque estaba confusa de no saber de dónde venía la voz. “Yo confío en ti, siempre confiaré”. Me responde, pero esta vez no es para atacarme. “¿De… de verdad confías en mi?” Preguntó bajito, como si no se creyera estar hablando con una Estrella Fugaz. “De verdad, flor. Confío en ti”. Y ésas fueron mis últimas palabras. Me extinguí, me fundí, me desvanecí. Pero no fue en vano. La poca luz que me restaba quedó asentada en el corazón de mi flor y con el tiempo derritió la muralla de hielo. La flor ya no necesitaba el rocío para brillar, lo hacía con luz propia, con una luz que emanaba de sus ojos color esperanza, y que se sacudía igual que sus rizos rubios con cada carcajada. Esto último, evidentemente no lo sé, pues sólo soy el lejano y perdido recuerdo de una Estrella Fugaz sin nombre que hizo que Rocío Margarita (así se llama mi niña-flor) volviera a sonreír. Pero perdí mi luz en un acto de fe, y ella recuperó la suya en uno igual, así que todo apunta a que funcionó. Si sigue sonriendo aun hoy en día no lo sé. Pero tú podrías preguntárselo. O simplemente regalarme una sonrisa. Venga hazlo, que nadie te ve.

Gracias.

Quizás, después de todo, aún no haya perdido toda mi luz.

Pedacitos de luzDonde viven las historias. Descúbrelo ahora