Ratas

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Despiertas un nuevo día, asomando desde tu cochambroso escondite al paisaje de una bonita casa con jardín. Verjas y paredes blancas, cristales que retransmiten alegría y un potente olor a limón de ambientador. Parece tan cerca y a la vez tan lejos... La trampa de queso en la cocina. Un arduo camino desde tu granero. Inflas pecho y le sonríes a la vida. Porque sabes que llegarás, como todos los días.

Estás cansada de que pretendan darte lecciones las ratas de ciudad. Allí donde solo tienes que esperar a ver la comida caer. Si fueras como ellas, piensas, no pensarías así. No serías una luchadora nata, no tendrías la fuerza y la astucia que tanto alaban y en su fuero interno envidian, las soberbias y orgullosas de nada. Les asientes y te consuelas sabiendo que si desapareciera la ciudad, si se hundiera su sistema, tú sobrevivirías. Mientras ellas intentan alimentarse de pérdidas y consejos.

Aquí sorteas a diario el clima, el veneno envuelto en azúcar que huele inofensivo y otras trampas más pequeñas esparcidas en tu camino. Tienes que vigilar cada paso que das, evitar al gato de los González y al hijo sádico de los Pérez. Encuentras tierra en las entradas y salidas, derrumbamientos constantes e intencionados en tus túneles con el único fin de extinguirte.

Despiertas un nuevo día y todo lo que construiste ya no existe. Tienes que volver a empezar.

¿Cuántas veces van ya?

Mientras excavas piensas otra vez en la ciudad y esta vez agradeces tu granero. Recuerdas una de tus visitas, de aquellas cautelosas que haces para saber si lo que te dicen es verdad y si es cierto que solo hay que esperar a que caiga la comida. Porque si algo has aprendido es que llueve agua. No comida. Y que solo puede engañarse a la que nunca ha visto llover.

Descubriste un ritual subterráneo y asqueroso, allí en la ciudad. La supervivencia basada en adular a la rata más gorda de todas y desvivirse por alimentarla. Soñando que cuando ella muera ocuparás su lugar en el trono de supremacía tiránica o en su defecto, mientras viva, podrás ser valorado por su orondo culo e instalarte junto a ella en una posición privilegiada.

En una cloaca demasiado pequeña había un sinfín de ratas, más de las que podías contar. Una marea grisácea agitándose hasta donde alcanzaba la vista y empujándose las unas a las otras para avanzar y acercarse al trono. A la rata gorda. En sus manitas llevaban trozos de comida, de pan y de queso, y en sus espaldas cargaban bolsas repletas de alimento. Viste garras y dientes por llegar a esa posición y entregar sus ofrendas. Oliste la sangre de tus hermanas y pisaste, ensuciándote las patas, los cuerpos que alfombraban la reunión y sobre los que se elevaban algunas para tener una posición más ventajosa.

Nadie supo contestar a tus preguntas. ¿Por qué? decías todo el rato. ¿Por qué en lugar de entregárselo a ella no os lo coméis vosotras? ¿Por qué no lo compartís?

Te contestaron que cuanto más cerca estás del trono, más gordo será el trozo. Que querían llegar al frente porque así no deberían buscar el queso por ellas mismas. Cosa que estaban haciendo ya, que morían haciendo. Con macabra alegría esperanzadora decían que una vez se sentaran junto a la rata gorda podrían alimentarse de aquello que ella dejara caer. De sus migajas. Y que cuanto más cerca estás del trono, más gordo será el trozo.

Lo repetían sin parar.

El queso, que lo traigan otros. Hasta que nos salga por las orejas. Aunque no lo merezcamos. Aunque se pudra en nuestro almacén. Aunque mueran en la trampa diariamente, por centenares o por miles.

Te miraron con incomprensión cuando les decías que ellas eran esos centenares o esos miles. Miraron a otro lado. Se siguieron empujando.

En ese momento tú te fuiste.

Decidiste que aunque no caía comida, estabas mejor en el túnel.

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