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La operación guantes de invierno empezaba para Joseph Desaulnier, teniendo su inicio en la cocina.

Uno de los lugares favoritos de su amado para pasar el tiempo.

Entro con discreción, efectivamente el susodicho se encontraba allí, preparando galletas para todos los inquilinos de la mansión V.

Sería mentira si negara que, se quedó a admirarle durante largos minutos olvidando su plan. ¿Quién podía culparlo?, Amaba a su hombre de ojos grises, mirarlo ir de acá para allá tan concentrado...disfrutando de lo que hacía.

Se veía tan en su zona.

Gracias a las divinidades, gracias por haber dejado que ese chico fuera suyo.

— ¿Joseph? — se sobresalto al instante, mientras un par de ojos grisáceos le miraban con extrañeza — Desaulnier...¿Otra vez navegando por las nubes? — vio como éste se cruzaba de brazos. Mirandole con duda y una ceja alzada.

— puede ser... —se acomodo en su lugar, sintiendo la vergüenza representarse en sus mejillas en un rubor carmesí. No le gustaba irse lejos en la mente, aunque de aquella forma fue que le conoció, a su amado Aesop. Sacudió su cabeza con levedad, recordando sus objetivos en aquella cocina — quería saber que hacías, ¿Necesitas ayuda? — Carl le miró con sorpresa. ¿Y como no? Si muy pocas veces se ofrecía a ayudar directamente.

— dulzura, ¿Tienes fiebre? — se descolocó por completo en su lugar ante aquella pregunta. Le ofendió, un poco bastante.

Habría empezado a quejarse si no fuera por la enguantada mano de el de cabellos grisáceos sobre su frente, midiendo su temperatura.

Se ruborizó, pero también se enfadó.

— ¿Como se supone que midas mi temperatura si estás usando esos guantes? — Carl Aesop sonrió. Podían verlo así, bien bondadoso y dulce preparando galletas y té para todos. Haciendo favores y hasta preocupándose por él.

Pero su amado era vil y malvado, le gustaba hacerlo enojar y aveces hasta llorar. Por su sentido ruin y con la excusa de consolarlo después.

Este rió con levedad antes de apartarse volviendo a su labor de preparar galletas. Sin responder su pregunta y dejando disueltas y revoltosas sus dudas.

Gruño con deliberada molestia mientras golpeteaba el pie con la punta de su zapato y un poco de fuerza.

— ¡No me ignores! — este tarareaba y sonreía mientras seguía con aquellas galletas. Que más allá de verse apetitosas, le hacían enojar más — ¡Aesop! — se acercó a este en su rabieta. Odiaba, detestaba, repudiaba. Cuando no le hacían caso.

Tanto que volvió a olvidar su objetivo.

Trato de llamar su atención una y otra vez, entre reclamos y muestras de queja. Empujando la bandeja de galletas lejos de él, tocando su espalda y halándole de su camisa.

Nada, el muy desgraciado lo siguió ignorando.

— Aesop... — tirito con rabia y furioso. Sosteniéndose del borde de la camisa ajena. Más que molesto y a punto de llorar — ¡Unas galletas son más importantes para ti que yo! — gritó con molestia mientras le soltaba con indignación y se giraba sobre sus talones dispuesto a hacerle pagar por su osadía.

No se le fue permitido.

Unas fuertes manos le tomaron por la cintura levantándole del suelo. Tan pronto como le hacían girarse apegandose al ajeno.

La gota que derramó el vaso. Se podría decir.

— ¡Déjame en paz!,¡Tu-!¡Tonto! — lloriqueo enfurecido tratando de alejarse del ojigris. Pero para su desgracia y desventaja, este era más fuerte que él.

Aunque jamás más astuto.

— ya ya, calmate...no es para tanto — le atrajo más, haciéndole enojar cada vez un poco por encima de lo que podía. ¿Como se podía sentir tanta rabia? — cariño — canturreo mientras se negaba a mirarle con el ceño fruncido. No cedería — Kitty — le miró con rabia, eso sí lo provocó.

Tal vez abuso un poco de que, siempre llevaba zapatos con tacón. ¿Pero que importaba? Estaba jodidamente enfurecido.

Le piso con fuerza, haciendo que le soltase y se quejará de dolor. Pero como el muy ruin y malvado que era se empezó a reír.

Se dispuso a marcharse de la cocina con toda su indignación. Pero al muy tonto de su pareja realmente le gustaba provocar.

Tan pronto como trato de escapar, fue atrapado. Pero he allí el punto.

¿Quién dijo que se la dejaría fácil?

Se giró para encararlo con disgusto. Sin contar con que la baldosa del suelo era resbaladiza y podría estamparse contra la superficie de cerámica. Arrastró a Aesop consigo y este a las galletas. Dejando caer la bandeja.

El eco hizo el favor de hacer el estruendo más alto.

Enrojeció por completo, entre pequeños quejidos y lloriqueos mientras se escondía en el pecho de su pareja, avergonzado y con evidente dolor.

Ese día se había torcido por primera vez en 27 años el tobillo.

Fue tratado y medicado, obligado a quedarse en su habitación con un Carl Aesop muy preocupado y arrepentido que siempre le ayudaba y le traía de comer.

Se lo había ganado por curioso...pero no sé rendiría.

Intento uno, ver si se sacaba los guantes al cocinar, fallido.

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