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Joaquín se despertó más tarde de lo usual ese día; la mañana estaba particularmente callada para ser un domingo. Él no iba a la escuela, recibía educación especial en casa, pero a pesar de ello, su madre lo despertaba todos los días puntualmente a las ocho de la mañana para tomar el desayuno, despedir a su padre, y ponerse a sus lecciones.

Frunció el ceño, frotando sus ojos con sus puños para ahuyentar la pereza. Tanteando con los pies buscó sus zapatillas en el suelo amaderado. Se puso de pie con el cuerpo pesado y se arrastró hacia la puerta, buscando a ciegas el picaporte.

Cuando por fin sintió el frío tacto del metal redondo, intentó girarlo sin tener éxito alguno. Al principio, dedujo que se trataba de una falla en el seguro, o que el mecanismo se había averiado, por lo que decidió gritar por su madre.

—¡Mamá! —voceó, escuchando el simple eco de su voz rebotar contra las paredes— ¡Ma!

No hubo respuesta alguna.

Joaquín comenzó a pensar que su madre había salido a comprar algunos víveres, y se había olvidado de avisarle; sin embargo, mientras el incesante click de las manecillas del reloj y el constante recordatorio de la hora proveniente de su alarma especial, indujeron al corazón de Joaquín a caer en la desesperación.

Decidió intentarlo una vez más, llamando el nombre de su madre y hermano con la esperanza de que alguno lo escuchara a lo lejos y corriera a su auxilio. Pero todo intento resultó inútil después de un rato.

Joaquín se decidió.

Ubicó la posición de la puerta, dio un par de pasos hacia atrás y se lazó contra el tablón de madera con todas sus fuerzas. La puerta no se abrió al instante, pero solo bastaron cinco intentos más para que el pestillo cediera ante los insistentes golpes de Joaquín.

Él era un niño débil, muy flacucho para su desaliento; su madre no lo dejaba hacer nada en casa, y las veces que había intentado ejercitarse, siempre había terminado herido. Pero aun considerándolo todo, fue capaz de abrir la puerta después de unos cuantos empujones desesperados. Sonrió victorioso, creyéndose menos inútil de lo que imaginaba.

Caminó por la silenciosa casa, llamando a su madre una vez más, pero como era de esperarse, no obtuvo respuesta. Tomó el barandal de las escaleras y a paso rápido bajó por ellas hasta la estancia, había vivido tanto tiempo en aquella casa como para caminar por ella con confianza. Llamó a su madre una vez más, ésta no contesto.

Joaquín conocía ya todos los trucos y mañas de la casa, desde como entrar a la habitación barricada de su hermano sin que éste se diera cuenta, hasta como escaparse de su madre por las tardes solo para tomar algo de aire fresco en el jardín. Caminó hasta el recibidor, sin que su mano abandonara nunca la pared. Encontró después de unos segundos un pequeño remoto empotrado en el pasillo, en donde con audacia, comenzó a contar los botones hasta que su dedo índice aterrizó en el número siete. Joaquín lo presionó sin titubear, pero nada pasó.

La puerta del garaje seguía abierta, lo que quería decir, que la van de su padre había emprendido marcha hace quien sabe cuánto tiempo.

Joaquín resopló, sin embargo, no se afligió. Si sus padres y su hermano lo habían dejado completamente solo sin avisarle, que mejor para él; ahora tendría la casa para él solo sin una madre a sus espaldas que lo anduviera comandando, ni un hermano molesto que sacara provecho de su condición.

Se dirigió de nuevo a la estancia y se dejó caer despreocupado sobre el sofá más grande. Encendió la televisión y puso el único canal que podía ver y comprender sin tener que mirarlo.

Las noticias del día no eran algo que entusiasmara demasiado a Joaquín, pero lamentablemente era lo único que podía hacer sin morirse de aburrimiento. Ya había leído todos sus libros, y lamentablemente no se había enterado aún de la existencia de alguna película para ciegos, eso sería una pérdida de tiempo, pensó Joaquín. Así que, tendría que conformarse con las noticias.

Voraz|Emiliaco|adaptaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora