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—Bien, ¿qué quieres cenar? Tenemos una variada selección de arvejas enlatadas. Y también sopa de maíz.

Emilio sonrió, recordando que Joaquín se encontraba particularmente encariñado con la sopa de maíz. De toda la comida enlatada, esa era su favorita.

—Sopa de maíz —respondió, su tono de voz severo contradecía la ligera sombra de una sonrisa en el rostro.

—Sopa de maíz será —Edison rebuscó entre una vieja nevera rota al fondo de la habitación, y entre las latas, sacó la gloriosa sopa de maíz.

—¿Podría tener dos? Por favor.

Edison intercambió miradas con el resto del grupo, incluyendo el amigo que los recibió hace un rato en la planta baja de la estación. Aún tenía la bandana oscura cubriéndole la mitad de la cara, pero igualmente podía ver la mirada sospechosa que le enviaba a Edison.

—Estoy jodidamente hambriento —se excusó pobremente.

Edison se encogió de hombros y le arrojó una segunda lata, que Emilio atrapo en el aire.

Estaban todos amontonados en un salón en la planta superior, lleno de literas en donde supuso, los bomberos solían dormir. Había personas dispersas por toda la habitación, espatarradas en las camas, ganduleando en el suelo mientras compartían la cena. Todos callados, con un aura lúgubre, a diferencia de su campamento.

Guardó una de las sopas en el bolsillo de su chaqueta mientras abría la otra con uno de sus cuchillos.

—Tendremos que pedirte que dejes tus armas ahí —dijo el enmascarado con una expresión seria, señalando una mesa en el fondo. Emilio no entendía por qué no podía simplemente deshacerse de la bandana—. Es por seguridad.

Emilio puso los ojos en blanco y sacó los cuchillos que tenía escondidos estratégicamente por el cuerpo. Un par en sus botas, uno en el cinto y una navaja pequeña en el bolsillo de su chaqueta que prefirió conservar como su secreto.

Edison se sentó en su lado, con una lata de arvejas en mano y masticando ruidosamente. Sin la capucha, pudo apreciar una melena salvaje color rojo, rojo brillante y encendido que competía con cualquier fuego vivaz.

—Lo quiero fuera para mañana en la mañana. Deja de traer corderos heridos que necesitan ser acogidos a nuestro grupo, vas a terminar matándonos a todos —rezongó un hombre al fondo de la habitación.

Era alto y musculado de cierta forma, con cara redonda y para nada intimidante, a diferencia de su voz profunda. Tenía el cabello cenizo, pero no canoso, y portaba ojos azules y brillantes, al igual que Edison y su acompañante.

—Ya, lo lamento tío. Soy un alma generosa.

—Un alma estúpida, diría yo —gruñó su tío.

—¿Qué hay con toda esa gente? —Emilio preguntó con el tacto del que carecía, señalando a su alrededor— Tienen el tipo de cara de una persona que no ha tenido sexo en diez años.

Edison lo codeó, incitándolo a callarse.

—Todos han pasado por cosas duras —susurró Edison de vuelta—. El de ahí trabajaba en un hospital, era el recepcionista, ha visto cosas terribles. El de allá —señaló a un muchacho de al menos catorce años con la mirada perdida en la llama de una vela— perdió a toda su familia, su madre fue la última en pie y la vio ser devorada frente a sus ojos, antes de que llegáramos nosotros.

—Mi amigo, el que parece asaltante de bancos —apuntó hacia el muchacho con la bandana en el rostro—, perdió a su novia, a su madre, a su hermanito y a su tía al inicio de la ola inicial, los vio morir frente a sus ojos y se culpa por cada una de las muertes, es todo un drama familiar. Su padre es un hombre firme y recto, parece que la muerte de su niño y de su mujer no lo afectan, pero lo he escuchado llorar en silencio por las noches. Su mujer era bellísima y su niño era la cosa más adorable del mundo, lo juro, y era muy unido a su hermana, así que no lo culpo.

Voraz|Emiliaco|adaptaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora