Segunda parte En los brazos de otro

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La noche había caído más rápido de lo esperado, sumergiendo a la joven dama en un manojo de nervios a más no poder y aunque intentaba disimularlo con sonrisas y risas, solo lograba mostrar que tan nerviosa estaba realmente a las sirvientas, que compartían miradas detrás de ella.

El reloj marcaba las siete y cuarto, faltaba poco para que las pasaran a buscar y fueran llevadas a la gran casa de los Tullis. Así que sentada en su tocador, Catrina terminaba de arreglarse el labial rojo. Echándose hacia atrás una vez que terminó los últimos detalles, de esa manera poder admirar mejor el resultado final. Aún sostenía el pincel en su pálida mano, buscando alguna imperfección.

El rostro ovalado y delgado que había heredado de su madre, las pestañas largas y oscuras enmarcaron a la perfección sus ojos, destacando la miel de sus iris. Les había pedido a las muchachas que su tía había enviado que le hicieran de su cabello uno de sus habituales recogidos pero mucho más elegante de lo normal, dejando pequeños mechones que caían delicadamente a los costados de su rostro. Su cuello había quedado vacío, esperando el momento en el que Catrina pusiera alguna joya, aunque aún no se decidía por cuál.

De repente, vio a través del espejo como algo brillaba en el otro extremo de la habitación. Fue repentino, fue un instante, que bastó para que ella girase parcialmente el cuerpo y mirara el lugar con intriga.

El brillo provenía de una de las mesitas en donde había dejado el obsequio de su hermano y la cajita del collar que la señora le había regalado.

Arqueó una de sus perfectas cejas e hizo memoria. Había dejado la cajita cerrada pero ahora permanecía abierta, como había estado anteriormente en la tienda, llamándola, nuevamente.

—Mariana —llamó a una de las chicas—, ¿Me puedes traer esa cajita, por favor?

La chica dejó la ropa que había estado doblando y fue rápidamente a cumplir la sutil orden que le habían dado. Se limpió las manos en la falda gris antes de tomar la cajita y llevársela a paso apresurado.

—¿Necesita ayuda para ponérsela, señorita? —dijo dejándolo en el tocador. Colocó sus manos entrelazadas detrás de su espalda y esperó.

Mientras tanto, Catrina tomó el dije y lo observó de cerca, pasando la yema de su pulgar por la hermosa piedra.

La tomaron con firmeza de la cintura y su pecho chocó contra otro mucho más fuerte y duro. Con un jadeo alzó la vista, su máscara blanca casi resbalando de su lugar. El hombre sonrió, galante, antes de poner ambas manos sobre la pequeña cintura y dar un pequeño apretón.

—Deberías tener más cuidado, hermosa —la voz ronca había erizado los vellos de la nuca de Catrina y ella sintió cómo se hundía en la profundidad de su mirada—. No es de buena educación andar colándose en los sueños de desconocidos.

—Yo no me estoy metiendo en ningún lado —respondió con las manos en el pecho del hombre. Sus mejillas se ruborizan y un deje de indignación se mostró perfectamente en su rostro.

¿Pero quién se creía ese hombre para hablarle de esa manera?

Andrés sonrió con sorna y su rostro enmascarado se acercó al suyo.

—¿Segura? Porque lleva años colándose en los míos.

—No se de que hablas, soy una dama y jamás perturbaría los sueños de un hombre tan descarado como usted —trató de alejarse pero él se acercó más. Inmovilizando a Catrina contra su cuerpo, usando sus brazos como una prisión.

—Cuando al fin te tenga en mis brazos de la misma forma en la que te tengo ahora, discutiremos sobre tus travesuras en mi mente, hermosa —susurro, acercando su rostro al de ella, provocando que sus mejillas se encendieran y esquivar su mirada.

El último baileDonde viven las historias. Descúbrelo ahora