Tercer extra El hijo

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La noche era calma y la habitación estaba oscura, ambos padres miraban al bebé que dormía plácidamente en su cama.

El amor más puro que la pareja podría experimentar se abría paso por sus corazones, uniéndose a los hilos de la bendición. Creando un nuevo lazo entre ellos.

En el balcón, la ventana estaba abierta y el aire fresco nocturno movía las cortinas suavemente, permitiendo que el dios al fin se adentrará en la habitación sin que nadie lo notase hasta que fue demasiado tarde.

Cuando Catrina alzó la vista, se encontró sus ojos dorados y el temor golpeó como un tambor en su interior. Sus acciones habían tenido consecuencias y el trato era hora de ser saldado.

Temblando, sujeto la mano de Andrés, quién se encontraba completamente embelesado con su recién nacido. Sin entender, pasó su vista a, su ahora esposa, y su mundo se congeló.

—El niño —afirmó el dios, viendo fijamente a la dama que contenía los sollozos, siendo rodeada en los brazos de su amante que parecía haberse quedado estático en su lugar, en shock por lo que al fin debía pasar.

—No... —tembló Andrés y su agarre se incrementó en Catrina y con su cuerpo se interpuso entre la cuna y el dios.

Adis solo inclinó la cabeza, enternecido por la acción y sin vacilación su camino al niño siguió.

—Mi marca debe llevar para poder servirme, caballero. Pensé que ya se habían familiarizado con la idea.

El llanto del bebé rompió las palabras de protesta que su padre tenía por decir, haciendo estremecer a Catrina y a sus pechos iniciar a gotear.

Sus gritos agudos de inconformidad eran lo único que se oía desde su cuna, como si fuese capaz de sentir el malestar de su madre y tratase de distraerla, atrayendo su atención a él.

—Por favor —suplico Catrina, metiendo una mano entre las barras de madera para tomar entre sus palmas la mano diminuta de su hijo de cuatro meses.

—Hicimos un trato y es hora que lo marque —repitió con paciencia.

—Apenas es un bebé —clamó Andrés y los ojos de oro del dios se clavaron en él pero el humano no retrocedió ante la intimidación.

—Por esa misma razón no me lo llevo conmigo —trato de explicar, con una mueca—. Un niño debe conocer el cariño de la familia, ese siempre será su primer amor y yo jamás le negaría eso a nadie.

—¿Le dolerá? —preguntó con voz ahogada Catrina, limpiando sus lágrimas viendo al dios avanzar hacia la cuna, haciéndose a un lado.

—No lo sentirá —dijo y se inclinó sobre la madera pintada de azul, encontrándose con unos ojos miel, como todos los de su linaje debían tener.

El dios sonrió y en sus brazos lo tomó. El bebé, el pequeño Adis Bayron Saldrez dejó de llorar cuando en la seguridad de su pecho se encontró.

Mientras en sus brazos estaba, una pequeña marca en su nuca se creaba.

Sin más, Adis dejó al bebé nuevamente en la cuna y con una caricia en su pequeña nariz, el dios se fue dejando a la pareja de amantes intranquila. El mal sabor del miedo amargo llenando sus bocas.

El niño era suyo y volvería por él cuando llegase a la adultez. 

El último baileDonde viven las historias. Descúbrelo ahora