El dorado sol otoñal caía densamente sobre los arces rojos y ámbar que guardaban la puerta de la casa del anciano Abel Blair. Era la única puerta que comunicaba con el exterior y ordinariamente estaba abierta de par en par. Un perrito al que le faltaba una oreja se encontraba casi siempre durmiendo sobre la gastada piedra arenisca roja que servía de umbral a la casa; y sobre una viga aún más gastada casi siempre dormía un gran gato gris. A la entrada, en una estevada silla que hablaba de tiempos lejanos, casi siempre se encontraba sentado el viejo Abel. Y allí estaba esa tarde. Era un hombrecillo pequeño, enfermo de reumatismo, de
cabeza exageradamente grande, coronada por largo y tieso cabello negro, de rostro cruzado por innumerables arrugas y ojos negros y profundos con ocasionales relámpagos dorados. Tenía un aspecto muy extraño el viejo Abel Blair. Y tan extraño como su aspecto era su carácter. En esos sus últimos años, Abel Blair casi siempre había sido sobrio. Y ése era un
día en que lo era.
Le agradaba calentarse al sol tanto como a su perro y a su gato, y mientras tanto miraba a través de la puerta abierta hacia el lejano cielo azul sobre la cima de los arces. Pero ese día no miraba hacia el cielo; sus ojos estaban fijos en las negras y empolvadas cabriadas de su cocina, donde colgaban carnes secas, ristras de cebollas, manojos de hierbas, aparejos de pesca, rifles y pieles. Mas el viejo Abel no veía estas cosas. Su rostro era el de un hombre que contempla visiones; su expresión, una mezcla de placer paradisíaco y de dolor infernal: Abel Blair estaba viendo lo que él podía haber sido y lo que era, cosa que le ocurría cada vez que Felix Moore tocaba el violín para él. Y la felicidad de soñar que era joven otra vez y que tenía toda la vida por delante, era tan grande y consoladora, que compensaba la agonía de contemplar su vejez infamante luego de años en que dilapidara la riqueza de su alma desoyendo los dictados de la sabiduría. Felix Moore estaba de pie frente a él, ante una estufa descuidada donde el fuego
del mediodía se había transformado en pálidas cenizas. Apoyaba su barbilla en el gastado violín del viejo Abel; sus ojos estaban fijos en el techo y él también veía cosas que no era lícito describir con otro lenguaje que el de la música, y sólo con aquél, entregado por el espíritu angustiado y arrebatado del violín.
Felix tenía poco más de doce años y su rostro tenía la frescura de la niñez, sin sombras de tristeza, fracasos y arrepentimientos. Sólo en sus enormes ojos gris oscuro asomaba algo que no tenía nada de infantil, algo que hablaba de la herencia de muchos corazones ahora convertidos en polvo, que en su tiempo habían sufrido y gozado, luchado y fracasado, triunfado y descendido. Los gritos inarticulados de sus anhelos envolvían su alma juvenil y se expresaban con el lenguaje de la música. Felix era un lindo muchacho.
Los habitantes de Carmody, que nunca habían salido del pueblo, así lo creían, y también lo afirmaba Abel Blair, que había corrido mundo en su juventud; y hasta el Reverendo Stephen Leonard, que enseñaba (y trataba de creerlo) que la fineza es engañosa y la hermosura vana, estaba de acuerdo.
Era un muchacho menudo, de hombros caídos, cuello delgado y erguida cabeza
llena de gracia varonil. Su cabello cortado con flequillo, que le caía sobre las orejas,
por capricho de Janet Andrews, ama de llaves del Reverendo, era de un negro
brillante. La piel de su rostro y manos parecía marfil; sus ojos enormes y grises; sus rasgos tenían la perfección de un camafeo. Las madres de Carmody lo consideraban delicado de salud y repetían una y mil veces que el Reverendo no debió haberlo traído consigo, pero el viejo Abel se retorcía los bigotes cuando oía estos comentarios y decía con una sonrisa:
-Felix Moore vivirá. No pueden ustedes matarlo antes de que cumpla su destino.
Tiene una gran tarea, que ejecutar... si el reverendo lo deja. Si no se lo permite, yo no querría estar en su pellejo el día del juicio. No, preferiría quedarme en el mío. Es terrible cruzarse en los planes del Todopoderoso, ya sea en nuestra vida o en la ajena. Algunas veces pienso que es un pecado de esos que no tienen perdón.
Los habitantes de Carmody nunca le preguntaron al viejo Abel qué quería
significar con eso. Desde hacía ya mucho tiempo habían renunciado a entenderlo.
Cuando un hombre vive la cuarta parte de su vida como lo venía haciendo Abel Blair,
no era de extrañar que dijera disparates. Y, ¿cómo podía tenérsele en cuenta cuando
echaba sobre los hombros del Reverendo Leonard, un hombre demasiado bueno para este mundo, un pecado y de los imperdonables?
En realidad, no había nada dañino en un violín y quizás al señor Leonard se le iba
un poco la mano a ese respecto. Pero no era cosa de extrañarse. Existía el episodio de su padre.
Por fin, Felix dejó el violín y entró a la cocina del viejo Abel con un largo
suspiro. El anciano le sonrió tristemente, con la sonrisa de un hombre que ha estado en manos de verdugos.
-Es maravilloso cómo tocas, es maravilloso -dijo con un estremecimiento-. Nunca he oído nada semejante; y pensar que no has estudiado una nota desde los nueve años y que no practicas más que cuando vienes aquí, en mi viejo y arruinado violín. ¡Y eso lo haces tú solo! Supongo que tu abuelo ni querrá oír hablar de que estudies música, ¿no es cierto?
Felix sacudió la cabeza.
-Sé que no lo consentiría, Abel. Quiere que yo sea ministro del culto. Es cosa
buena ser ministro, pero me temo que yo no lo seré.
-Por lo menos no un predicador. Hay diferentes clases de ministros y cada uno
debe hablar a la gente en su propia lengua, si quiere servir realmente a Dios -dijo el viejo Abel meditativamente-. Tu lenguaje es la música: ¡Qué raro que tu abuelo no lo vea, él, un hombre de criterio tan amplio! Es el único ministro que me merece buena opinión. Está entregado a Dios como jamás lo estuvo hombre alguno. Y te quiere, te quiere como a la niña de sus ojos.
-Y yo lo quiero a él -contestó Felix afectuosamente-; lo quiero tanto que
hasta trataré de ser un buen pastor sólo porque él lo desea.
-¿A ti qué te gustaría ser?
-Un gran violinista -contestó el niño con ardor-. Tocar ante multitudes y ver
en sus ojos lo que veo en los suyos cuando toco para usted. A veces sus ojos me llenan de temor, ¡pero es un temor espléndido! Si tuviera el violín de papá, sería más fácil. Recuerdo que una vez me dijo que tenía el alma de un pecador que se encontraba en el purgatorio pagando por sus faltas sobre la tierra. No sé qué quiso decir, pero siempre me pareció que su violín tenía vida. Me enseñó a tocar tan pronto como tuve edad para aprender.
-¿Querías a tu padre? -preguntó el viejo Abel con tono perspicaz.
Nuevamente enrojeció Felix, pero contestó mirando a su interlocutor cara a cara.
-No. No lo quería -agregó con gravedad-, pero creo que usted no debió
preguntármelo.
Al viejo Abel le llegó el turno de ruborizarse. Los vecinos de Carmody no lo
creían capaz de ello, y posiblemente ningún ser viviente habría conseguido hacer subir el color a sus mejillas, con excepción de ese chiquillo de ojos grises y rostro censurable.
-No, supongo que no -dijo-. Pero yo siempre me equivoco. Siempre he sido
igual. Es por eso que no soy más que «el viejo Abel» para la gente de Carmody. Sólo
tú y tu abuelo me llaman «señor Blair». Ni William Blair, el de la tienda, rico y
respetado como es por todos, era la mitad de inteligente que yo cuando nos lanzarnos a la vida; no lo creas si no quieres, pero es verdad. Y lo peor de todo esto, joven Felix, es que la mayor parte del tiempo no me interesa si soy «el señor Blair» o «el viejo Abel». Sólo me importa cuando tú tocas. Me haces sentir como me sentí una vez, hace muchos años, ante la mirada de una chiquilla. Se llamaba Anne Shirley y vivía con los Cuthberts, en Avonlea. Nos pusimos a conversar un día en el negocio de Blair. Esa niña era capaz de hablar con cualquiera de cualquier cosa. Mencionamos cierto tema y yo dije que eso no le importaba a un vejete de sesenta años. Me miró con sus enormes ojos grises cargados de reproche como si hubiera dicho una terrible herejía.
-¿No cree usted, señor Blair, que cuanto más edad tenemos más deben
interesarnos las cosas? -me dijo con tal aire de gravedad como si en vez de once
años tuviera cien-. Las cosas me importan tanto, ahora -continuó juntando las manos- y estoy segura de que cuando tenga sesenta me importaran justamente cinco veces más.
-Es que la forma en que me miró y el tono de su voz, me hizo sentir vergüenza
de mí mismo por haber llegado a ese estado de cosas. Pero no hablemos de mí. Mis miserias no cuentan mucho. ¿Qué hubo del violín de tu padre?
-Abuelo me lo quitó cuando vine. ¡Creo que lo quemó; lo echo tanto de menos!
-Siempre tienes a disposición mi viejo y gastado violín.
-Sí, lo sé; y eso me causa una gran alegría. Pero querría tener un violín siempre para mí. Sólo vengo aquí cuando ya no puedo aguantar más las ansias. Siento que no debería venir y cada vez me hago el propósito de no hacerlo más pues sé que al abuelo no le gustaría si se enterase.
-Nunca te lo ha prohibido, ¿no es cierto?
-No, pero porque no sabe que vengo aquí para eso. Ni se lo imagina; y si lo
sospechara sí que me lo prohibiría. Eso me hace sentir muy desdichado. Y así y todo tengo que venir. Señor Blair, ¿sabe usted por qué mi abuelo no quiere verme tocar el violín? El ama la música y no se opone a que toque el órgano una vez que he terminado con mis obligaciones. ¿Puede entenderlo usted?
-Tengo cierta idea, pero no puedo decirte nada; es un secreto que no me pertenece. Quizás algún día él mismo te lo diga. Pero recuerda siempre, Felix, que sus razones son poderosas. Sabiendo lo que sé no puedo culparlo demasiado, aunque
pienso que comete una equivocación. Vamos, toca algo más antes de irte, algo que nos alegre y levante nuestro espíritu y me deje buen gusto en la boca. Lo último que ejecutaste me trasportó a los cielos, pero el cielo está terriblemente cerca del infierno, y al final me sepultaste en él.
-No entiendo -dijo Felix frunciendo el ceño.
-No y tampoco lo querría. No podrías entenderme a menos que fueras un
anciano que, habiendo tenido todos los medios para convertirse en un hombre, sólo hubiese llegado a ser un condenado tonto. Pero debe de haber en ti algo que lo
comprende todo. De lo contrario no podrías ponerlo en tu música como lo haces ¿Cómo lo haces? ¿Cómo? ¿Cómo puedes hacerlo, joven Felix?
-No sé. Pero yo ejecuto en forma diferente para gente que es diferente. No sé la razón. Cuando estoy solo con usted tengo que tocar de una manera y cuando Janet viene a escucharme siento que debo hacerlo de otra, no tan estremecedora, pero más feliz y solitaria. Y el día que Jessie Blair estaba aquí y me escuchaba sentí como si quisiera reír y cantar, como si el violín quisiera reír y cantar.
El extraño resplandor dorado brillo en los hundidos ojos del viejo Abel.
-Dios -murmuró en un suspiro-. Creo que el muchacho puede penetrar de
algún modo en el alma de los demás y luego saca a luz lo que su alma ve allí.
-¿Qué está usted diciendo? -preguntó Felix acariciando su violín.
-Nada, no interesa. Adelante. Algo vivaz ahora, Felix. Deja de explorar dentro
de mi alma, donde no tienes nada que hacer, y toca algo propio de la tuya. Algo
dulce, feliz, puro.
-Tocaré como me siento en las mañanas soleadas cuando los pájaros cantan y
olvido que mi destino es ser pastor -dijo Felix simplemente.
Una melodía embrujadora, plena de júbilo y de murmullos, mezcla de canto del
arroyo y de los pájaros flotó en el aire tranquilo, a través del sendero donde caían suavemente las doradas y rojas hojas del arce. El reverendo Stephen Leonard la escuchó mientras caminaba y una sonrisa floreció en sus labios. Cuando el reverendo Leonard sonreía, los niños corrían a su encuentro y los mayores sentían como si se disiparan todas sus preocupaciones y sufrimientos.
El señor Leonard amaba la música como amaba todas las cosas bellas dentro del
terreno material o espiritual, aunque no se percataba de cuánto las amaba y sólo por
su belleza; de lo contrario se hubiera sentido sorprendido y lleno de remordimiento.
Él mismo era hermoso. Su figura era erguida y juvenil a pesar de sus setenta años. Su rostro era encantador como el de una mujer, aunque mostraba toda la firmeza y la fuerza de la virilidad, y sus ojos, color azul oscuro, tenían el brillo de la juventud. Ni siquiera sus cabellos plateados conseguían darle aspecto de anciano. Era apreciado por cuantos lo conocían y nunca hubo hombre más digno de merecer ese aprecio.
-Otra vez el viejo Abel se está deleitando con su violín. ¡Qué hermoso es lo que
toca! Es un verdadero virtuoso. Pero ¿cómo puede tocar una cosa así un desecho de hombre como es él, que se ha revolcado en todos los pecados en que puede hundirse un ser humano? Hace tres días estaba borracho, por primera vez en casi un año, tirado en la plaza de Charlottetown entre los perros, y ahora está tocando el violín como sólo podría hacerlo un arcángel del valle del Señor. Esto facilita mi tarea. Si es capaz de tocar de esta manera, es que Abel se encuentra arrepentido.
El señor Leonard se detuvo en la puerta. El perrito negro saltó a su encuentro y el
gato gris refregó la cabeza contra su pierna. El viejo Abel ni se enteró de su llegada. Marcaba el compás con la mano en alto y sonreía a Felix. Sus ojos eran jóvenes otra vez y en ellos brillaban la alegría y la felicidad.
-¡Felix! ¿Qué quiere decir esto?
El violín cayó de las manos del muchacho y golpeó contra el suelo. Dio media vuelta y enfrentó a su abuelo. Mientras los ojos del anciano expresaban pena y dolor,
los suyos se nublaron con la agonía del arrepentimiento.
-Abuelo, perdón -dijo entrecortadamente.
-¡Vaya, vaya! -intervino el viejo Abel-. Toda la culpa es mía, señor Leonard.
No culpe al muchacho; yo lo forcé a que tocara algo para mí. No me sentía capaz de tocar yo mismo, después de lo del viernes, usted sabe, y no lo dejé en paz hasta que él accedió a hacerlo. Toda la culpa es mía.
-No -dijo Felix, echando hacia atrás la cabeza. Su rostro tenía la palidez del
mármol aunque parecía arder de sinceridad y de desdén ante la protectora mentira del viejo Abel-. No, abuelo, no es culpa de Abel. Vine aquí a propósito a tocar el violín porque pensé que usted había ido al puerto. Desde que vivo con usted lo he hecho muy a menudo.
-¿Desde que vives conmigo me has estado engañando de esta manera, Felix?
No había enojo en el tono del señor Leonard; sólo una enorme pena. Los
sensitivos labios del niño, temblaron
-Perdóneme, abuelo -suplicó en un murmullo.
-Usted nunca le prohibió que vinera -interrumpió el viejo Abel coléricamente
-. Sea justo, señor Leonard, sea justo.
-Lo soy. Felix sabe que desobedecía en espíritu, si no en la letra. Lo sabes, Felix, ¿no es cierto?
-Sí, abuelo. He obrado mal; sabía que hacía mal cada vez que venía. Perdóneme,
abuelo.
-Felix, te perdono; pero debes prometerme aquí y ahora mismo que no has de volver a tocar un violín mientras vivas.
El rostro del niño se tiñó de rojo y gritó como si lo hubieran flagelado con un
látigo. El viejo Abel saltó sobre sus pies.
-No le pida semejante cosa, señor Leonard -gritó furiosamente-. Eso es
pecado, es pecado. Hombre, hombre, ¿qué es lo que lo ciega? Eso es lo que pasó con
usted: está ciego. ¿No se da cuenta de lo que posee este niño? Su alma está llena de música. Lo torturará hasta la muerte, o aun peor, si no le permite seguir su camino.
-Hay un demonio en esa música -dijo el señor Leonard calurosamente.
-Puede ser, pero no olvide que también está Cristo en ella -respondió el viejo
Abel con voz tensa.
El señor Leonard pareció sorprendido. Consideraba que el viejo Blair había dicho
una blasfemia. Le volvió la espalda con reproche.
-Felix, promételo.
Su rostro y su tono eran implacables. Hacía uso de su poder sobre ese joven y
amante espíritu sin misericordia alguna. Felix comprendió que no tenía escape, pero sus labios estaban muy blancos cuando dijo:
-Lo prometo, abuelo.
Al señor Leonard se le escapó un suspiro de alivio. Sabía que podía contar con la
promesa. También el viejo Abel lo sabía. Sin una palabra, arrancó el violín de las
manos muertas de Felix y sin dar vuelta siquiera la cabeza entró al pequeño
dormitorio junto a la cocina y cerró la puerta con un golpe lleno de indignación. Pero por la ventana miró alejarse a sus dos visitantes. Al llegar al sendero de los arces, el señor Leonard apoyó su mano en la cabeza de Felix y lo miró. Al instante el niño colgó su mano del hombro del anciano y le sonrió. La mirada que cambiaron estaba llena de amor y de confianza, y, ¡ay!, de compañerismo. En los coléricos ojos del viejo Abel volvió a brillar el reflejo dorado.
-¡Cómo se quieren esos dos! -murmuró envidiosamente-. ¡Y cómo se torturan!
Cuando llegaron a su casa, el señor Leonard se dirigió a su estudio a rezar. Sabía que Felix correría en busca de consuelo hacia el lugar donde se encontraba Janet Andrews, la delgada mujer de rostro dulce y labios rígidos que hacía de ama de llaves. El señor Leonard no dudaba de que ella desaprobaría su conducta tanto como el viejo Abel. No diría nada más, pero a la hora de la comida lo miraría con ojos cargados de reproche. No obstante, el señor Leonard creía que había hecho lo que debía y su conciencia no lo martirizaba. Pero su corazón sí.
Treinta años atrás su hija Margaret casi había destrozado su corazón al casarse
con un hombre a quien él no podía aprobar. Martín Moore era violinista de profesión.
Era muy popular, aunque en verdad no era un maestro en ningún sentido. Había
conocido a la rubia hija del pastor en casa de una compañera de escuela que vivía en
Toronto, y se enamoró de ella a primera vista. Margaret lo amó con toda su inocencia virginal y se casó con él a pesar de la oposición del padre. No era la profesión de Martín Moore lo que el señor Leonard objetaba, sino el hombre mismo. Sabía que la vida pasada del violinista no era muy recomendable para una Margaret Leonard, y lo que pudo ver de su carácter lo convenció de que ese hombre no podía hacer feliz a mujer alguna.
Margaret no le creyó. Se casó con Martín Moore y durante un año vivió en el
paraíso. Quizás eso compensó el sufrimiento de los tres amargos años que siguieron. Esto y la criatura. De todos modos murió como había vivido, lealmente y sin una queja. Murió sola, pues su marido se encontraba lejos, en una gira de conciertos. Su enfermedad fue tan breve que su padre no tuvo tiempo de reunirse con ella antes del fin. Llevó su cuerpo a reposar al cementerio de Carmody junto a la madre. El señor
Leonard quiso hacerse cargo del niño, pero Martín Moore se opuso.
Seis años después también murió Moore y el señor Leonard se halló por fin con lo
que su corazón había ansiado tantos años: la posesión del hijo de Margaret. Aguardó la llegada del niño lleno de confusos temores. Su corazón clamaba por él, pero temía encontrarse con una segunda edición de Martín Moore. El hijo de Margaret podía parecerse a su elegante y vagabundo padre. O, peor aún, podía estar imbuido de su falta de principios, su inestabilidad, sus instintos bohemios. Así se torturaba el señor
Leonard mientras aguardaba a Felix.
El niño no se parecía ni a su madre ni a su padre. El señor Leonard se encontró
frente a un rostro que él había sepultado bajo el césped hacía treinta años: el de su
bienamada, la madre de Margaret, que muriera al nacer ésta. Allí estaban otra vez sus grandes ojos gris oscuro, sus rasgos marfilíneos, el fino trazo de las cejas, y su
espíritu todo asomado en aquellos ojos. Desde ese momento el alma del anciano se unió a la del niño y se amaron más allá del amor humano.
La única herencia que Felix traía de su padre era su amor por la música. Pero el
niño poseía genio, mientras su padre sólo había tenido talento. A la natural maestría
de su padre como ejecutante había unido el misterio y la intensidad de la naturaleza
de su madre, con el agregado de una cualidad superior aún que le legara quizá su abuela, a quien tanto se parecía. Moore había comprendido el camino que se abría
ante su hijo y comenzó a entrenarlo en la técnica del arte desde el momento mismo en que sus frágiles dedos pudieron sostener el arco. Cuando a los nueve años Felix llegó a Carmody, poseía más arte y maestría que nueve de diez violinistas adquirirían en toda su vida, y llevó consigo el violín de su padre. Era el único bien que éste le había legado, pero era un Amati de un valor que nadie sospechaba en Carmody. El señor Leonard se lo había quitado y Felix no lo volvió a ver desde entonces. Muchas noches había llorado su pérdida. El señor Leonard no lo sabía, y si Janet Andrews lo sospechaba, se callaba la boca, arte en que se excedía. Ella, por su parte, no veía «nada malo en un violín» y pensaba que el señor Leonard era absurdamente estricto al respecto, cosa que no admitiría jamás delante del infortunado extraño que se atreviera a decírselo. Había tolerado las visitas de Felix al viejo Abel Blair por alguna
razón propia de su conciencia presbiteriana, sólo conocida por ella misma.
Cuando Janet se enteró de la promesa que el señor Leonard le había arrancado a
Felix, bulló de indignación, y aunque «ella conocía su lugar», en vez de decirle nada
al señor Leonard le hizo sentir el peso de su reproche en su comportamiento, a tal
extremo que el austero y gentil caballero sintió que el hasta entonces apacible clima de su misión se iba tornando desagradable y hostil.
El anhelo más grande de su corazón era que Felix llegara a ser pastor, como
hubiera querido que lo fuera un hijo suyo, de haberlo tenido. El señor Leonard
pensaba con toda razón que no hay tarea más digna que una vida al servicio de sus
semejantes, pero se equivocaba al limitar el campo de acción tan estrechamente, pues un hombre puede contribuir a aliviar las necesidades de la humanidad en distintos, pero igualmente efectivos campos de acción.
Janet tenía la esperanza de que el señor Leonard no exigiera el exacto
cumplimiento de la promesa que le había arrancado a Felix, pero éste, con el cabal
conocimiento que da el perfecto amor, sabía que era vano pensar que su abuelo
pudiera alterar su punto de vista. Cumplió su promesa material y espiritualmente. No
volvió a ir a casa del viejo Abel; ni siquiera tocaba el órgano, aunque esto no estaba
prohibido, pues toda música despertaba en él ansias incontenibles que demandaban expresión con una fuerza que no podía dominar. Se sumergió intensamente en sus estudios, dedicándose a los verbos griegos y latinos con una tenacidad que pronto lo
colocó a la cabeza de todos sus competidores.
Sólo una vez en ese largo invierno estuvo a punto de romper su promesa. Una
tarde, cuando marzo estaba a punto de fundirse con abril y los latidos de la primavera bullían bajo la capa de blanca nieve, Felix volvía solo a su casa, desde la escuela. Al descender a la pequeña hondonada bajo la misión, un vívido aire musical corrió a su encuentro. Era sólo el producto de una armónica que tenía un muchachito francocanadiense, de ojos negros que estaba sentado sobre la valla junto al arroyo; pero había música en el andrajoso pilluelo y ésta brotaba de su sencillo juguete.
Felix.se sintió conmovido de pies a cabeza, y cuando León le tendió el instrumento en un gesto amistoso, se apoderó de él como una criatura famélica de un trozo de pan.
Luego, en mitad de camino hacia sus labios, se detuvo. Era cierto que sólo le
estaba prohibido tocar el violín, pero sintió que si cedía aunque fuera sólo un poquito
al deseo que había en él, barrería con todo lo establecido. Si tocaba la armónica de
León Buote en ese brumoso vallecito primaveral, esa tarde iría a lo de Abel Blair.
Sabía que iría. Para sorpresa de León, Felix tiró la armónica y echó a correr cuesta arriba como si lo persiguieran. Habría algo en su rostro juvenil que asustó a León, y también asustó a Janet Andrews cuando pasó como una tromba a su lado en el vestíbulo de la misión.
-Chico, ¿qué te sucede? -gritó-. ¿Estás enfermo? ¿Te ha asustado algo?
-No, no. Déjame solo, Janet -exclamó Felix volando escaleras arriba rumbo a
su cuarto.
Una hora más tarde, cuando bajó para el té, estaba completamente compuesto,
aunque se lo veía más pálido que de costumbre y con sombras moradas debajo de los ojos grises.
El señor Leonard lo observó ansiosamente. Repentinamente se le ocurrió al viejo pastor que Felix tenía un aspecto muy delicado esa primavera. En realidad había estudiado muy duro durante el invierno y estaba creciendo mucho. Cuando llegaran las vacaciones lo enviarían a algún lado a reponerse.
-Me han dicho que Naomi Clark está muy enferma -dijo Janet-. Ha estado
indispuesta todo el invierno y ahora cayó en cama. La señora Murphy cree que se está muriendo, pero nadie se atreve a decírselo. No quiere reconocer que está enferma ni toma medicina alguna. Y no tiene más que a esa tonta de Maggie Petterson para que se ocupe de ella.
-Pienso que debo ir a verla -dijo el señor Leonard con aire preocupado.
-¿Qué ganaría con molestarse? Usted sabe bien que no quiere verlo. Le cerraría
la puerta en la cara como la otra vez. Es una mujer terriblemente malvada. Pero es
bastante triste pensar en ella, tirada en una cama y sin una persona responsable que la cuide.
-Naomi Clark será una mala mujer y vivirá vergonzosamente, pero a mí me gusta por todo eso -afirmó Felix con el tono grave y meditativo con que a veces anunciaba las cosas más sorprendentes.
El señor Leonard dirigió una mirada llena de reproches a Janet Andrews, como
preguntándole cómo era posible que, bajo su custodia, Felix pudiera tener un
concepto tan dudoso del bien y del mal. Y el ama de llaves le contestó con una
mirada que, bien interpretada, significaba que mientras Felix fuera a la escuela, ella
no podía responsabilizarse si aprendía algo más que aritmética y latín.
-¿Qué sabes tú de Naomi Clark como para que te guste o no? -le preguntó
curiosamente Janet-. ¿Acaso la conoces?
-¡Oh, sí! -contestó Felix dedicándose de lleno al dulce de cereza que tenía
delante-. Una noche del verano pasado yo andaba caminando por Spruce Cove
cuando oí un trueno muy grande que anunciaba tormenta. Llegué a la casa de Naomi en busca de asilo, y como la puerta estaba abierta entré, ya que nadie contestó a mi llamado. Naomi Clark estaba en la ventana, mirando un nubarrón negro que venía del mar. Me miró una sola vez y no dijo ni una palabra. Se volvió y siguió mirando por la ventana. Yo no me animé a sentarme, ya que no me había invitado, así que me paré a su lado junto a la ventana. Era un espectáculo terrible. La nube era tan negra y el agua tan verde, y había una luz tan extraña entre el cielo y el agua... Pero resultaba espléndido a pesar de todo. La mitad del tiempo yo miraba la tormenta y la otra mitad la cara de Naomi. También era terrible de ver, igual que la tormenta, pero me gustaba mirarla. Después de los truenos llegó la lluvia y llovió un largo rato. Naomi se sentó
y me habló. Me preguntó quién era y cuando se lo dije me pidió que tocara el violín.
-Felix echó una cautelosa mirada a su abuelo-. Dijo que había oído decir que
tocaba y bien. Quiso que tocara algo alegre y yo traté con todas mis fuerzas de
hacerlo, pero no pude. Resultó una música borrosa, que salía sola. Parecía como si se estuviera perdiendo algo imposible de recuperar. Antes de terminar Naomi se acercó y me arrancó el violín y... juró. Dijo: «Tú, mocoso, ¿cómo sabes eso?». Luego me arrastró de un brazo (les aseguró que me lastimó), me puso en medio de la lluvia y cerró la puerta.
-¡Mujer ruda y malvada! -dijo Janet, indignada.
-¡Oh, no! Tenía toda la razón del mundo -explicó Felix, conciliador-. Era justo, lo merecía por tocar como lo hice. Ella no sabía que no lo había podido evitar.
Pensó que lo hice a propósito.
-Pero ¿qué fue lo que tocaste, criatura?
-No sé -dijo Felix trémulamente. Fue algo terrible, terrible. Rompía el
corazón. Pero, ya que iba a tocar, tenía que hacerlo así.
-Declaro que no entiendo nada de lo que dices.
-Opino que debemos cambiar de conversación -dijo el señor Leonard.
Un mes después, «esa tonta de Maggie Petterson» apareció en la puerta de la
misión y preguntó por el Pastor.
-Naomi quere ve'lo. Naomi manda a Maggie a decí que venga e'seguida.
-Iré inmediatamente -dijo el señor Leonard con gentileza-. ¿Está muy
enferma?
-S'está mu'iendo -dijo Maggie con una mueca-, y tene mucho mieo de
l'infieno. Ecien hoy supo qu'se moía. Maggie se lo'ijo. Ella no queía creyerle a la
muer del pueto peo creyó a Maggie. ¡Pega gritos teíbles!
Maggie se estremeció ante el solo recuerdo. El señor Leonard, con el corazón
lleno de pena, llamó a Janet y le indicó que sirviera algún refresco a la pobre criatura.
-¡No, no, señó Pastó! Maggie tene que vové enseída con Naomi. Maggie dijo
qu'el Pastó viene enseída a salvala de l'infieno.
Profirió un grito lleno de temor y se perdió corriendo entre los abetos del bosque.
-¡Dios nos asista! -exclamó Janet-. ¡Sabía que la pobre criatura era tonta, pero no me la imaginaba así! ¿Va usted a ir, señor?
-Por supuesto. Ruego a Dios que me ilumine para poder prestar ayuda a esa
pobre alma -dijo el señor Leonard sinceramente. Era un hombre que nunca eludía lo que creía su deber; pero éste se le presentaba generalmente de un modo más agradable que ese requerimiento al lecho de muerte de Naomi Clark.
Esta mujer había sido la maldición de toda una generación en Carmody. En los
primeros tiempos de su ministerio el señor Leonard intentó convertirla y Naomi se burló y rió de él en su propia cara. Luego, por el bien de aquellos que caían en sus redes, había tratado de hacerla transigir por la fuerza de la ley, pero Naomi se rió de la ley misma. Por fin se vio obligado a dejarla sola.
No siempre Naomi había sido una perdida. Pasó la adolescencia en la inocencia, pero era dueña de una gran hermosura y no tenía madre. Su padre se destacaba por su violencia y mal carácter, y cuando Naomi cometió el fatal error de creer en un amor malsano que la hundió en la ignominia, la echó de su casa en medio de vituperios y maldiciones. Naomi se cobijó en una pequeña casa deshabitada en Spruce Core. De
haber vivido su hijo, posiblemente las cosas hubieran sido distintas, pero la criatura murió al nacer, y con su vida se esfumó la última posibilidad de redención para la madre. Desde ese momento, se puso en camino hacia el infierno.
A pesar de ello, desde hacía cinco años, Naomi llevaba una vida bastante
respetable. Al morir Janet Petterson, su hija Maggie, que era idiota, quedó sola en el mundo. No se sabía qué hacer con ella, pues nadie quería tomar sobre sus espaldas la responsabilidad de mantenerla. Naomi Clark fue la única que le ofreció un hogar. La gente dijo que no era ella la más indicada para proporcionárselo, pero nadie intervino
en el asunto, salvo el señor Leonard, y, como dijera Janet, Naomi le cerró la puerta en sus narices. Pero desde el día en que Maggie Petterson fue a vivir con ella, Naomi cesó de ser la Magdalena del puerto.
El sol se había puesto ya cuando el señor Leonard llegó a Spruce Cove y el puerto
estaba velado por un maravilloso esplendor. A lo lejos, el agua se mostraba palpitante y purpúrea y su lamento sobre la arena llegaba a través de la fría brisa primaveral con su carga de desesperanza, anhelos y búsquedas infinitos. El cielo lucía resplandeciente de estrellas. Hacia el este se levantaba la luna y bajo su resplandor el mar parecía de plata; al atravesarlo, una pequeña barca que salía del puerto se convertía en una chalupa cargada de duendecillos que navegaban rumbo al país de las hadas.
El señor Leonard suspiró al alejar sus ojos de la belleza del mar y cielo para
fijarlos en la puerta de la casa de Naomi Clark. Ésta era muy pequeña. Una habitación abajo y un dormitorio arriba; pero el lecho de la enferma había sido colocado junto a la ventana que se encontraba debajo de la escalera, con vista al puerto. Allí yacía Naomi con una lámpara encendida sobre su cabeza y otra a su lado a pesar de que todavía no estaba oscuro. El temor a las sombras había sido siempre una de las
peculiaridades de Naomi.
Temblaba sin descanso en su pobre cucheta, mientras Maggie la velaba sentada a sus pies sobre un cajón. El señor Leonard no la había visto desde hacía cinco años y lo conmovió el cambio operado en ella. Estaba muy gastada; sus facciones aguileñas habían sido ponderadas y envidiadas en su juventud y ahora, a los sesenta años escasos, Naomi parecía tener cien. Su cabello blanco y despeinado estaba desparramado sobre la almohada y las manos apoyadas sobre las cobijas parecían arrugados garfios. Sólo sus ojos se conservaban iguales; lucían tan azules y brillantes como siempre, pero en ese momento traslucían tanto terror y súplica, que el
bondadoso corazón del señor Leonard casi se detuvo ante tanto horror. Era la mirada de una criatura atormentada, perseguida por las furias, dominada por un inmenso temor.
Naomi se sentó y aferró a su brazo.
-¿Puede ayudarme? ¿Puede? -imploró-. ¡Oh, pensé que no llegaría nunca!
Temía morir antes de verlo e irme al infierno. Hasta hoy no supe que me moría.
Ninguno de esos cobardes me lo dijo. ¿Puede usted ayudarme?
-Si yo no puedo, Dios sí -dijo el señor Leonard suavemente. Él mismo se
sentía desamparado e incapaz ante tanto terror y frenesí. Había estado junto a muchos moribundos, tristes, trémulos y desesperados moribundos, pero nunca había visto uno como éste.
-¡Dios! -La voz de Naomi tembló al gritar el nombre-. No puedo pedirle ayuda a Él. Temo al infierno, pero mucho más temo a Dios. Prefiero mil veces ir al infierno antes que presentarme a Dios a darle cuenta de la vida que he llevado. Le aseguro que estoy arrepentida por mis maldades; siempre lo estuve. Aunque nadie lo
crea, ni un momento dejé de sentir que hacía mal. Estaba dominada por demonios del Averno. Usted no entiende, no puede comprender... ¡pero siempre estuve arrepentida!
-Eso es lo único que hace falta. Dios la perdonará si usted se lo pide, Naomi.
-¡No! ¡No puede! Pecados como los míos no tienen perdón. No puede y no lo
hará.
-Puede; sí lo hará. Es un Dios de amor, Naomi.
-No -dijo Naomi con testaruda convicción-. No, no es un Dios de amor, en
absoluto. Es por eso que le tengo tanto miedo. Es un Dios de ira, de justicia, de
castigo. ¡Amor! ¡El amor no existe! Nunca he hallado amor en la Tierra y no creo que
exista en Dios.
-Naomi, Dios la ama como un padre.
-¿Cómo mi padre? -La risa de Naomi, llenó la habitación; era terrible de escuchar.
El viejo pastor se estremeció.
-No, no, como un padre tierno, cariñoso y comprensivo. Como usted hubiera
amado a su chiquillo de haber vivido.
-Quisiera creerlo. No tendría miedo si lo creyera. Hágame entenderlo. Si usted
cree que Dios es amor y perdón, tiene que poder hacérmelo creer a mí.
-Jesús perdonó y amó a Magdalena, Naomi.
-¿Jesús? Oh, no es Él quien me asusta. Él puede entender y perdonar. Es mitad
hombre. Le digo que es a Dios a quien temo.
-Son sólo un Dios verdadero, Naomi -dijo el señor Leonard impotentemente.
Sabía que nunca podría hacérselo entender a Naomi. Ese angustioso lecho de muerte no era el lugar más indicado para una exposición teológica sobre el misterio de la Trinidad.
-Cristo murió por usted, Naomi. Cargó con sus pecados muriendo en la cruz.
-Nosotros llevamos nuestros propios pecados -aseguró Naomi ferozmente-.
He cargado con los míos toda mi vida y los cargaré toda la eternidad. No puedo creer nada más que eso. No puedo creer que Dios ha de perdonarme. He arruinado mentes y cuerpos. He roto corazones y envenenado hogares. Soy peor que un asesino. ¡No, no, no!; para mí no hay esperanza. -Su voz volvió a convertirse en un horrible chillido-. Iré al infierno. No temo tanto al fuego como a la oscuridad. Siempre le he tenido miedo. ¡Está tan poblada de cosas y pensamientos espantosos! ¡Nadie puede ayudarme! Los hombres no son buenos, y yo temo tanto a Dios.
Se retorció las manos, y el señor Leonard empezó a pasearse de un extremo a otro
de la habitación en el estado de ánimo más angustioso que recordaba en su vida.
¿Qué podía hacer? ¿Qué podía decir? Su religión era fuente de paz y consuelo para
esta mujer y para todos, pero él no podía expresarlo con un lenguaje que entendiera
esa pobre alma torturada.
Contempló el rostro retorcido por el dolor, miró a la niña idiota en cuclillas a los pies de la cama, contempló a través de la ventana abierta el remoto cielo tachonado de estrellas, y se sintió preso de una terrible sensación de desamparo. ¡No podía hacer nada, nada! En toda su vida no había sentido mayor amargura en su corazón.
-¿Qué tiene usted de bueno si no puede ayudarme? -gimió la moribunda-. ¡Rece, rece, rece! -gritó repentinamente.
El señor Leonard cayó sobre sus rodillas, junto al lecho. No sabía qué decir.
Ninguna oración conocida servía en esos momentos. Las bellas, antiguas fórmulas
que llevaran ayuda y consuelo a muchas almas serían palabras huecas para Naomi
Clark. En su angustia, Stephen Leonard murmuró la oración más breve y sincera que pronunciara en su vida.
-¡Oh, Dios, Padre nuestro! Ayuda a esta mujer. Háblale en una lengua que pueda
comprender.
En ese momento, un hermoso rostro pálido se recortó en la puerta contra la
oscuridad de la noche. Nadie lo vio, y al instante había vuelto a perderse entre las
sombras.
Repentinamente la cabeza de Naomi cayó sobre la almohada, los labios azules, el rostro horriblemente contraído, los ojos extraviados. Maggie se levantó, empujó a un lado al señor Leonard y procedió a suministrar a la moribunda una medicina, con sorprendente habilidad y destreza. El señor Leonard creyendo que Naomi se estaba muriendo, fue hacia la puerta con el alma enferma y magullada.
Percibió una figura.
-Felix, ¿eres tú? -preguntó alarmado.
-Sí, señor. Janet temía que usted tropezara en el camino de vuelta a su casa, y
me envió con un farol. Estuve esperando atrás del promontorio, pero luego pensé que era mejor venir a preguntarle si pensaba quedarse mucho tiempo, para dejarle el farol y volverme a casa.
-Sí, creo que será lo mejor. Todavía no sé cuánto tiempo más pasará aquí -dijo
el señor Leonard pensando que el lecho de muerte de una pecadora no era
espectáculo para los ojos de un niño.
-¿Está usted hablando con su nieto? -Naomi, pasado el espasmo, habló clara y
fuertemente-. Si es él, hágalo entrar. Quiero verlo.
De mala gana el pastor hizo pasar a Felix. El muchacho se quedó junto al lecho
mirando a Naomi con ojos benévolos. Pero ella no lo miró en seguida. Primero
observó al pastor que estaba detrás del niño.
-Podía haberme muerto -dijo con voz cargada de repentino reproche- y a
estas horas estaría en el infierno. Usted no puede ayudarme. Hemos terminado. No
hay esperanzas para mí y lo sé.
Se volvió a Felix.
-Toma ese violín que está contra la pared y toca algo para mí -dijo imperativamente-. Me estoy muriendo, me voy al infierno y no quiero pensar en ello. Toca algo que distraiga mis pensamientos, no me importa lo que sea. Siempre me gustó la música. Encontré en ella algo que nunca pude hallar en otras cosas.
Felix miró a su abuelo. El anciano hizo un gesto de asentimiento. Se sentía
demasiado avergonzado para hablar. Tomó asiento con su blanca cabeza entre las manos mientras Felix tomaba el viejo violín en el que tantas veces se ejecutaron
alegres canciones para animar alocadas francachelas. El señor Leonard pensó que
había fracasado en su ministerio. No había podido trasmitirle a Naomi el consuelo que depara la religión.
Felix empuñó el arco, mirando las cuerdas perplejamente. No tenía idea de qué
debía tocar. Luego sus ojos quedaron prendados de la ardiente mirada azul de Naomi. La inspiración cayó sobre el niño transformándole el rostro. Comenzó a tocar como si no fuera él quien lo hiciera, sino algún poder misterioso, de quién él era pasivo instrumento.
Dulce, etérea y magnífica fue la música que llenó la habitación. El señor Leonard,
olvidando su destrozado corazón, escuchó preso de confusa sorpresa. Nunca había oído algo parecido. ¿Cómo podía ese muchacho tocar así? Miró a Naomi y se maravilló del cambio operado en su rostro. El temor y el frenesí habían desaparecido, escuchaba conteniendo el aliento sin separar los ojos de Felix. A los pies de la cama la niña idiota tenía lágrimas sobre sus mejillas.
La extraña música hablaba de la felicidad de la inocente, gozosa adolescencia,
mezclada con la risa de las olas y la llegada de alegres brisas.
Luego enunciaba los turbulentos e indóciles sueños de la juventud, dulces y puros en toda su turbulencia e indocilidad. Éstos fueron seguidos por un rapto de amor juvenil, amor por el que todo se sacrificaba y a todo se renunciaba.
La música cambió. Habló de la tortura de lágrimas contenidas, de la angustia de
un corazón engañado y desolado.
El señor Leonard casi se puso las manos sobre los oídos para escapar a su intolerable acerbidad. Pero en el rostro de la moribunda sólo se veía un extraño alivio.
Luego vino la indiferencia y la pérdida de toda esperanza, la amargura de arder de rebelión y miseria, al apartarse temerariamente de la senda del bien. Había en esa música algo indescriptiblemente maligno, tan maligno, que el alma blanca del señor Leonard se estremeció de repugnancia, y Maggie se agachó y lloriqueó como un animal asustado.
Nuevamente cambió la música. Y ahora mostraba agonía y temor, y
arrepentimiento y un grito implorando perdón. Al señor Leonard le resultaba familiar.
Trató de recordar dónde la había oído antes, y de repente supo: ¡la había escuchado antes de llegar Felix en las terribles palabras de Naomi! Miró a su nieto con temor reverente. Allí había un poder desconocido por él, un extraño y espantoso poder.
¿Venía de Dios? ¿O de Satanás?
La música cambió por última vez. Y ya no era música, sino un perdón infinito y
grandioso, un amor que todo lo comprende, era el remedio para el alma enferma, la luz, la esperanza y la paz. Un versículo de la Biblia, aparentemente incongruente, asaltó la mente del señor Leonard: «ésta es la casa de Dios, ésta es la puerta del cielo».
Felix bajó el violín y cayó pesadamente sobre una silla junto al lecho. La
inspiración se esfumó de su rostro y no fue más que un niño cansado. Pero Stephen Leonard había caído sobre sus rodillas y sollozaba como un niño, y Naomi Clark yacía de espaldas con las manos cruzadas sobre el pecho.
-Ahora comprendo -dijo suavemente-. Antes no lo veía, y es tan simple
ahora. Lo siento. Dios es un Dios de amor. Puede perdonarlo todo, aun a mí, aun a
mí. Él lo sabe todo. Ya no lo temo. Me ama y me lo perdona todo como yo habría
perdonado a mi criatura si hubiese vivido, no importa lo mala que hubiera sido o lo
que hiciera. El pastor me lo dijo, pero yo no pude creerlo. Ahora lo sé. Y Él te envió
aquí esta noche, muchacho, para que me lo dijeras de una manera que yo pudiera
entenderlo.
Naomi Clark murió cuando el amanecer despuntaba sobre el mar. El señor
Leonard se levantó del lugar donde velara toda la noche, junto a la enferma y fue
hacia la puerta. Ante él estaba el puerto gris y austero bajo la tenue luz del amanecer. A lo lejos, el sol partía en dos la blanca niebla que cubría el mar y le arrancaba un brillo virginal.
Los abetos sobre el promontorio se movían suavemente y murmuraban al
unísono. El mundo todo era una canción de primavera, resurrección y vida. Detrás de él, el rostro de Naomi Clark tenía una expresión de paz.
El viejo pastor y su nieto regresaron a su casa en medio de un silencio que
ninguno de los dos deseaba quebrar. Janet Andrews les dio una buena reprimenda y un excelente desayuno. Luego los mandó a los dos a la cama. El señor Leonard le sonrió y dijo:
-En seguida, Janet, en seguida. Pero primero tome esta llave y traiga lo que está guardado en el cofre negro que hay en el desván. Cuando Janet hubo salido se volvió a Felix.
-Felix, ¿te gustaría estudiar música y poner en ella tu ideal? Felix lo miró y su pálido rostro se sonrojó transfigurándolo. -¡Abuelo! ¡Abuelo!
-Puedes hacerlo, mi muchacho. Después de lo de esta noche, no me atrevo a
impedírtelo. Que Dios te bendiga y te guíe y te dé fuerzas para trabajar por Él y para trasmitir su mensaje al mundo a tu manera. No es el camino que deseaba para ti, pero reconozco que estaba equivocado. El viejo Abel tenía razón cuando dijo que en tu violín estaba Cristo tanto como el demonio. Ahora entiendo lo que quiso decir.
Se volvió hacia Janet, que entraba al estudio trayendo un violín. El corazón de Felix dio un vuelco; lo había reconocido. El señor Leonard lo tomó de manos de Janet y se lo tendió al niño.
-Éste era el violín de tu padre, Felix. Que nunca tu música esté al servicio del
mal, que nunca sirva a fines mezquinos. Eres responsable ante Dios por el don que te ha conferido, y Él te pedirá cuenta del uso que le hayas dado. Habla con él al mundo en tu propia lengua, con verdad y sinceridad, y se habrá cumplido con creces todo lo que yo espero de ti.
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CRONICAS DE AVONLEA
Teen FictionTodos los que han leído el inolvidable Anne, la de Tejados Verdes, que perdura en el tiempo como un verdadero clásico de la literatura juvenil, se fascinarán con la publicación de esta serie de cuentos que L. M. Montgomery escribió una vez que la hi...