CAPÍTULO SIETE: El pretendiente de la tía Olivia

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Tía Olivia nos habló de él a Peggy y a mí en la tarde en que fuimos a ayudarla a
recoger las rosas tardías. Por lo general le gustaba la alegría suave; estaba siempre dispuesta a escuchar los chismes de East Grafton y sujeta a repentinos ataques de risa casi infantil que por un rato disipaban la atmósfera de soltería que la envolvía. En tales instantes no nos costaba creer (como solía ocurrir) que tía Olivia fue niña alguna vez.
Ese día recogía las rosas, distraída, echándolas en su canastilla con el aspecto de una mujer cuyos pensamientos están lejos. Nada dijimos, sabiendo que a su debido tiempo se nos descubrían siempre los secretos de la tía Olivia. Cuando recogimos todas las flores las llevamos al piso superior en fila india, y la tía Olivia cerraba la marcha para recoger cualquier pétalo que pudiera caérsenos. En la habitación sudoeste, donde no había alfombra que pudiese decolorarse, las esparcimos sobre el piso encima de papeles de diario. Luego colocamos nuestras canastillas en el lugar que les correspondía, dentro del armario que les correspondía y en la habitación que les correspondía. Qué nos hubiera ocurrido a nosotras, o nuestras canastillas, de no haber hecho eso, es cosa que desconozco. En casa de la tía Olivia nada podía permanecer un solo instante fuera de su lugar exacto. Cuando bajamos, la tía nos pidió que fuésemos a la sala. Tenía que contarnos algo, dijo, y mientras abría la puerta, un ligero rubor le cubrió la cara. Yo lo noté, con sorpresa, pero no sospeché la verdad, pues nunca nadie unió la idea de admiradores o de casamiento con esta estirada solterona, Olivia Sterling. La sala de tía Olivia se parecía a ella: era dolorosamente pulcra. Cada pieza del moblaje estaba exactamente en su lugar de costumbre. Nada era turbado nunca. Las borlas del almohadón estaban siempre en mismo sitio y la cabecera tejida cubría exactamente el mismo ángulo del respaldo de la mecedora. Jamás se veía una mota de polvo y ni siquiera una mosca invadió jamás ese sagrado recinto. La tía Olivia alzó una persiana para dejar entrar la poca luz que se filtraba entre
los pámpanos, y se sentó en una silla de alto respaldo, que había pertenecido a su bisabuela. Cruzó las manos sobre la falda y nos contempló con una tímida súplica en los ojos. Estaba claro que le era difícil contarnos su secreto, y sin embargo tenía un aire de orgullo y triunfo y algo, también, de una nueva dignidad. De haber sido posible, hubiera dicho que en ese instante tía Olivia era capaz de la autoafirmación. —¿Me han oído alguna vez hablar del señor Malcolm MacPherson? —preguntó
tímidamente. Nosotras no habíamos oído a ella ni a nadie hablar del señor Malcolm
MacPherson, pero nada en el mundo podría habernos dicho más sobre él que el tono de voz de tía Olivia cuando pronunció su nombre. Supimos, como si lo hubiesen
proclamado las trompetas, que el señor Malcolm MacPherson debía ser el
pretendiente de la tía, y eso nos quitó la respiración. Hasta nos olvidamos de ser
curiosas, tan grande fue nuestra sorpresa.
Y allí estaba sentada tía Olivia, orgullosa y tímida, radiante y avergonzada, a un
tiempo.
—Es hermano de la esposa de John Seaman, que vive del otro lado del puerto — explicó con una sonrisa tonta—. Claro que ustedes no lo recuerdan. Se fue a la
Columbia Británica hace veinte años. Pero regresa ahora… y… y… dile a tu padre,
quieres… a… mí… yo no quiero decírselo… el señor Malcolm MacPherson y yo nos
vamos a casar.
—¡A casar! —exclamó Peggy, y yo repetí sus palabras estúpidamente.
La tía se irguió un poco.
—No hay nada de raro en eso, creo —exclamó algo erizada.
—¡Oh, no, no! —me apresuré a asegurarle, mientas daba a Peggy un puntapié a
escondidas, para desviar pensamientos que le provocarían risa—. Lo que pasa es que usted debe entender, tía Olivia, que esto es una gran sorpresa para nosotras.
—Así lo pensé —contestó complacida—. Pero tu padre comprenderá. Espero que
no me crea una tonta. Una vez pensó que el señor Malcolm MacPherson no era
persona adecuada para casarse conmigo. Pero esto fue hace mucho tiempo, cuando él era muy pobre. Ahora tiene una muy buena situación.
—Cuéntenos, tía Olivia —dijo Peggy, que, para mi salvación, ni me miraba. De
haberla visto cuando la tía decía «el señor Malcolm MacPherson» con tal tono, me
hubiese desternillado de risa.
—Cuando yo era niña, los MacPherson vivían del otro lado del camino. El señor
Malcolm MacPherson era entonces mi pretendiente. Pero mi familia, y tu padre en especial (espero que no se enoje ahora) se oponían a sus atenciones y eran muy fríos con él. Creo que fue por eso que entonces no me habló de casamiento, y luego de un tiempo partió, como ya les dije, y no tuve noticias suyas directas durante años. Desde.luego, su hermana me daba algunas de tiempo en tiempo. Pero en junio pasado recibí carta suya. Decía que regresaba para quedarse en la vieja isla y me pedía que me casara con él. Le contesté que sí. Quizás hubiese debido consultar a tu padre, pero
temía que pensara que debía dar calabazas al señor Malcolm MacPherson.
—No creo que papá se oponga —dijo Peggy, tranquilizadora.
—Espero que no, porque de todas maneras es mi deber cumplir con la promesa.
Él estará la semana próxima en Grafton, como huésped de su hermana, la señora de John Seaman, que vive al otro lado del puente.
La tía Olivia lo había dicho con tanta exactitud como si lo estuviese leyendo en la sección de noticias sociales del Daily Enterprise.
—¿Y cuándo tendrá lugar la boda? —pregunté.
—¡Oh! —dijo la tía Olivia, acongojada—. No sé la fecha exacta. Nada puede
acordarse definitivamente hasta que llegue el señor Malcolm MacPherson. Pero no será antes de septiembre. Habrá tanto que hacer… Se lo dirás a tu padre, ¿no es cierto?
Le prometimos que sí y la tía se puso de pie con un suspiro de alivio. Peggy y yo
salimos corriendo hacia casa y nos detuvimos para reír cuando estuvimos fuera de su alcance. Los romances de la gente madura podrán ser para ellos tan tiernos y dulces como los de los jóvenes, pero suelen tener mucho de cómico para los espectadores.
Sólo la juventud puede ser sentimental sin provocar la risa. Queríamos a la tía Olivia
y nos alegraba su felicidad tardía, pero también nos divertía. El recuerdo de su «señor Malcolm MacPherson» era demasiado para nosotras cada vez que pensábamos en ello.
Papá estuvo incrédulo al comienzo, pero cuando lo convencimos, estalló en
carcajadas. La tía Olivia no necesitaba ya temer oposición alguna por parte de su
cruel familia.
—MacPherson era un tipo bastante bueno, pero horriblemente pobre —dijo papá
—. He oído que le ha ido muy bien por el oeste, y si él y Olivia se conocen lo
suficiente, en lo que a mí respecta pueden casarse cuando quieran. Díganle a Olivia
que no se desmaye si alguna vez él le llena la casa de lodo. De esta forma todo fue convenido y, antes de que nos percatáramos, la tía Olivia estaba medio sumergida en sus preparativos de boda, para los cuales éramos indispensables Peggy y yo. Nos consultaba respecto a todo y casi vivíamos en su casa en los días que precedieron a la llegada del señor Malcolm MacPherson.
La tía se sentía a todas luces feliz e importante. Siempre había querido casarse; no era una mujer de carácter fuerte y su larga soltería fue una espina para ella. Creo que la consideraba como una desgracia. Y sin embargo era esencialmente solterona; contemplándola y tomando en cuenta sus manías y su estiramiento, era bastante imposible imaginársela esposa del señor Malcolm MacPherson, o de cualquier otro.
Pronto descubrimos que para ella el señor Malcolm MacPherson representaba una
proposición meramente abstracta: el hombre que debía concederle la dignidad de matrona tanto tiempo rehusada. Su romance comenzaba y terminaba allí, aunque estaba bastante inconsciente de ello y creía amarlo profundamente.
—¿Cuál será el resultado, Mary, cuando él llegue de verdad y ella se vea obligada
de tratar con un «señor Malcolm MacPherson» de carne y hueso, en lugar de con la nebulosa «parte contratante» del contrato matrimonial? —preguntó Peggy, mientras dobladillaba servilletas para la tía Olivia, sentada sobre los bien fregados escalones de arenisca, al tiempo que ponía todos los trocitos de hilo sobrantes dentro de la canastilla que la tía colocara allí para tal propósito.
—Puede ser que se trasforme de una solterona egoísta en una mujer para quien el casamiento no parezca cosa tan incongruente.
Peggy y yo fuimos a verla el día en que esperaba al señor Malcolm MacPherson.
Teníamos pensado estar alejadas, creyendo que los enamorados querrían encontrarse sin testigos, pero la tía Olivia insistió en que estuviéramos presentes. Estaba visiblemente nerviosa; lo abstracto estaba por concretarse. Su casita estaba impecable del techo al piso. La propia tía había rasqueteado esa mañana el piso del sótano y barrido los escalones de la bohardilla, con tanto cuidado como si esperase que el propio señor Malcolm MacPherson se lanzara a revisarlo todo y de ello dependiese su opinión.
Peggy y yo la ayudamos a vestirse. Insistió en ponerse su mejor vestido de seda negra, que la hacía parecer de una belleza poco natural. La suave muselina le quedaba mucho mejor, pero no conseguimos convencerla de que se la pusiese. No he visto cosa más relamida ni acartonada que la tía Olivia cuando hubo terminado de vestirse. Peggy y yo la contemplamos cuando bajaba las escaleras, con la falda tiesa alzada
para que no arrastrara por el piso.
—«El señor Malcolm MacPherson» tendrá tal pavor en cuanto la vea, que se
quedará contemplándola inmóvil —susurró Peggy—. Desearía que llegase de una vez; esto me está destrozando los nervios.
La tía Olivia entró en la sala, se acomodó en la vieja silla tallada, y cruzó las
manos. Peggy y yo nos sentamos en la escalera, a esperar la llegada, intranquilas. El gato de tía Olivia, una criatura bigotuda y gorda, que parecía de terciopelo, compartió nuestra espera.
Desde la ventana del vestíbulo podíamos ver el sendero del jardín y la puerta, y
dedujimos que tendríamos noticia inmediata del arribo del señor Malcolm
MacPherson. No fue extraño, por lo tanto, que diésemos, un salto cuando un golpe
atronador sonó en la puerta y rebotó por toda la casa. ¿Había caído de los cielos el
señor Malcolm MacPherson?
Tiempo después supimos que había venido a través del campo y que dio vuelta a la casa desde atrás; pero en aquellos momentos, su súbita aparición nos pareció misteriosa. Bajé las escaleras y abrí. En el escalón estaba un hombre de unos seis pies y dos pulgadas de estatura, de cuerpo y fortaleza proporcionados. Poseía espléndidos hombros, una abundante cabellera negra ensortijada; ojos grandes y brillantes, color azul y una tremenda barba negra que caía sobre su pecho en rizadas ondas. En resumen, el señor Malcolm MacPherson era lo que se podía llamar, sin temor a equivocarse, un «magnífico ejemplar de masculinidad».
En una de sus manos traía un ramo de flores.
—Buenas tardes —dijo con una resonante voz, que pareció posesionarse de la
soñolienta tarde estival—. ¿Está en casa la señorita Olivia Sterling? ¿Quisieran
ustedes decirle que la espera Malcolm MacPherson?
Lo hice pasar a la sala. Peggy y yo nos pusimos a espiar por una rendija de la
puerta. Cualquiera lo hubiera hecho en nuestro lugar, y no nos arrepentimos, ya que lo que vimos valió la carga de conciencia.
La tía se puso de pie y avanzó tendiendo tiesamente la mano.
—Señor MacPherson, ¡qué contenta estoy de verlo! —dijo muy cumplida.
—Eres tú, Nillie —dijo el señor Malcolm MacPherson, dando dos zancadas.
Dejó caer las flores al suelo, llevó una mesita por delante y lanzó la otomana
dando vueltas contra la pared. Luego, tomó en sus brazos a la tía Olivia y… ¡chuik… chuik… chuik…! Peggy se sentó sobre los escalones con el pañuelo metido dentro de la boca.
¡Estaban besando a la tía Olivia!
Al instante, el caballero la separó, sin soltarla de entre sus manazas, y la
contempló. Vi los ojos de la tía que miraban por sobre su brazo la mesa patas arriba y las flores esparcidas sobre el piso. Sus rizos estaban revueltos y su toquilla de encaje estaba del otro lado del cuello. Parecía desolada.
—No has cambiado nada, Nillie —dijo admirado el señor Malcolm MacPherson
—, y me siento muy bien al volver a verte. ¿Estás contenta de verme, Nillie?
—Desde luego que sí —dijo la tía Olivia.
Se liberó y fue a arreglar la mesa. Luego se volvió a las flores pero el señor
Malcolm MacPherson ya las había juntado dejando un montón de hojas y tallos sobre
la alfombra.
—Las recogí para ti en el prado del río, Nillie —dijo—. ¿Tienes algo dónde
ponerlas? Aquí está, esto servirá.
Tomó un frágil vaso pintado que se apoyaba en el mantel de la chimenea, dispuso allí las flores y lo colocó sobre la mesa. La cara de la tía Olivia acabó con mis fuerzas. Dándome vuelta, tomé a Peggy de un hombro y la arrastré fuera de la casa.
—Si sigue así sacará el alma del cuerpo de tía Olivia —exhalé—. Pero es espléndido, ¡y la quiere tanto! ¿Y alguna vez escuchaste besos como ésos, Peggy?
No nos costó mucho intimar con el señor Malcolm MacPherson. Casi embrujó la
casa de la tía y ésta insistió en que estuviésemos allí la mayoría del tiempo. Me parecía que sentía temor de hallarse sola con él. Aunque la hacía horrorizarse a cada instante estaba orgullosa de él y le gustaba que le gastaran bromas al respecto… La ponía dichosa saber que lo admirábamos.
—Claro que es muy distinto en su aspecto de lo que es en realidad —dijo—. ¡Es
tan horrorosamente grande! A mí no me gustan las barbas, pero no tengo valor para pedirle que se la afeite. Temo que se ofenda. Ha comprado la vieja casa de los Lynde en Avonlea y quiere casarse dentro de un mes.
A Peggy y a mí nos gustaba mucho el señor Malcolm MacPherson. Y a papá
también. Nos agradaba ver que consideraba a tía Olivia lo más perfecto del mundo. Era terriblemente feliz, pero la tía, a despecho de toda su importancia y orgullo superficiales, no lo era. A pesar de lo cómico de las cosas, Peggy y yo olimos la tragedia que ellas encerraban.
El señor Malcolm MacPherson no podría acostumbrarse jamás a los modos de
una solterona, y hasta la tía pareció comprenderlo. Nunca se limpió las botas al entrar, aunque ella puso un raspador junto a cada puerta con tal fin. Pocas veces andaba por la casa sin tirar al suelo alguno de los tesoros de la tía. Fumaba cigarros y esparcía las cenizas sobre el piso. Le traía flores todos los días y las colocaba en el receptáculo que estuviera más a mano. Se sentaba sobre sus almohadones y hacía bollos con las carpetas. Ponía los pies sobre las silla… y todo sin la menor noción de estar haciendo algo inconveniente. Nunca se percató de la visible nerviosidad de su
amada. Peggy y yo nos reímos más de lo conveniente en esas circunstancias. Fue
cómico ver a la tía Olivia revolotear ansiosamente de un lado a otro, alzando tallos y siguiendo a su prometido para enderezar todo. Una vez hasta se trajo un cepillo y una palita para recoger las cenizas, ante los propios ojos de él.
—No es necesario que te molestes en esas cosas, Nillie —protestó Malcolm—.
¡No me importa un comino!
¡Qué bueno y alegre era! Qué canciones cantaba; qué cuentos relataba; qué
atmósfera de sinceridad trajo a aquella casita, donde reinara tantos años una
estancada tristeza. Adoraba a tía Olivia, y esa adoración se corporizaba en una lluvia de regalos. En cada visita traía algún presente, una joya por lo general. Brazaletes, anillos, cadenillas, aros, broches, caían sobre nuestra puntillosa tía, quien los aceptaba despreciativa, sin ponérselos jamás. Esto hería un poco al novio, pero ella le aseguraba que alguna vez se los pondría.
—No estoy acostumbrada a las joyas, señor Malcolm MacPherson —solía
decirle.
Lo único que llevaba era el anillo de compromiso, una combinación algo chillona de oro grabado y ópalos. Alguna vez él la vio darlo vueltas en el dedo con cara atribulada.
—Si no estuviera tan enamorado, tendría lástima del señor Malcolm MacPherson
—decía Peggy—. Pero ya que la cree la mejor del mundo, no merece compasión.
—Yo lo siento por la tía —contesté—. Sí, Peggy. El señor Malcolm MacPherson
es un hombre espléndido, pero la tía Olivia ha nacido solterona y es un atentado a su
naturaleza querer otra cosa. ¿No ves cuánto la hiere? Sus modales le atormentan el alma; no puede salir de su pequeña senda y al arrancarla de ella se moriría.
—Tonterías —dijo Peggy. Luego, con una carcajada, añadió—: Mary, ¿viste
alguna vez algo tan cómico como la tía Olivia sentada sobre las rodillas del «señor Malcolm MacPherson»?
Era cómico. A la tía no le parecía muy correcto hacerlo ante nosotras, pero él la
obligaba. Solía decir, con su gran risa alegre: «no te preocupes por las muchachas», y la ponía sobre sus rodillas. Nunca olvidaré la expresión de la pobre tía.
Pero a medida que pasaban los días y él insistía en que se fijase la fecha de la
boda, la tía Olivia parecía más turbada, se aquietó muchísimo y no reía sino a la
fuerza. Además, mostraba signos de fastidio cuando alguno de nosotros,
especialmente papá le hacía bromas sobre su pretendiente. Yo la compadecía, porque creía comprender qué sentimientos la embargaban. Pero ni siquiera yo estaba preparada para las cosas que ocurrieron. Creí siempre que sus deseos por casarse, en abstracto, superarían las desventajas de la encarnación de ese hecho. Pero uno nunca puede valorar el carácter de una solterona de verdad.
Una mañana, Malcolm MacPherson dijo a todos que vendría esa noche a pedir a
la tía Olivia que fijara la fecha. Peggy y yo reímos, diciéndole que era hora que
hiciese valer su autoridad, y él se fue, cruzando el río al son de una canción escocesa cuya melodía silbaba. Pero tía Olivia parecía una mártir. Ese día tuvo un ataque de «limpieza» y puso todo en impecable orden.
—Parecía que fueran hacer un funeral en la casa —gruñó Peggy.
Ese anochecer ella y yo estábamos en la habitación sudoccidental, arreglando una
manta, cuando oímos al señor Malcolm MacPherson llamar a gritos en el piso bajo.
Bajé corriendo, pero la tía Olivia salió de sus habitaciones y se adelantó.
—Señor MacPherson —la oí decir con su tono más estirado—, ¿quisiera usted
pasar a la sala? Debo decirle algo.
Entraron y yo retorné a nuestra habitación.
—Peggy, parece que hay complicaciones —dije—. Estoy segura por la cara de la
tía; era gris. Y ha bajado sola… y ha cerrado la puerta.
—Voy a escuchar qué le dice —dijo Peggy, resuelta—. Es su propia culpa; nos ha
echado a perder al insistir que estuviésemos presentes durante sus entrevistas. Ese pobre hombre ha tenido que cortejarla bajo nuestros propios ojos. Ven, Mary.
La habitación estaba directamente sobre la sala y había un pozo de chimenea que
las unía. Peggy retiró la sombrerera que lo cubría y nos pusimos a escuchar a nuestras anchas con toda desvergüenza y deliberación.
Se podía oír claramente o que él decía en ese momento.
—He venido a que fijemos la fecha, Nillie, como te dije. Vamos, mujercita, di el
día.
¡Chuik!
—¡No, señor MacPherson! —dijo tía Olivia. Hablaba con la voz de una mujer que debe hacer algo muy desagradable y que está ansiosa por terminarlo cuanto antes
—. Hay algo que debo decirle: no puedo casarme con usted.
Hubo una pausa. Hubiera dado cualquier cosa por verlos. Cuando él habló, en su voz había sorpresa.
—Nillie, ¿qué quieres significar con eso?
—No puedo casarme con usted señor MacPherson —repitió tía Olivia.
—¿Por qué no? —La sorpresa era reemplazada por el desmayo.
—No creo que pueda usted entender, señor MacPherson —dijo la tía con tono
decidido—. No comprende cuánto significa para una mujer abandonar todo, su hogar y amigos, todo su pasado por así decirlo, e irse lejos con un extraño.
—Supongo que será algo duro. Pero, Nillie, Avonlea no está muy lejos; no son
más que una docena de millas.
—¡Doce millas! Es igual que si estuviese del otro lado del mundo —continuó
obstinada—. Allí no conozco a nadie, excepto a Raquel Lynde.
—Entonces, ¿por qué no lo dijiste antes de que comprara el lugar? Puedo
venderlo y comprar algo en East Grafton si eso te agrada, aunque no existe allí un
lugar tan lindo como aquél. ¡Pero yo arreglaré las cosas!
—No, señor MacPherson —dijo la tía Olivia con firmeza—. Esto no termina con
las dificultades. Sabía que usted no comprendería. Mis costumbres no son las suyas y no puedo cambiarlas. Usted… trae barro… dentro… y… no se preocupa cuando deja las cosas desarregladas.
La pobre tía Olivia no podía ser otra cosa que sí misma; si la quemaran atada a
una estaca, estoy segura de que haría grotesco el momento.
—¡Al diablo! —dijo el señor MacPherson, no como blasfemia, sino de puro
sorprendido. Y añadió—: Nillie, tú debes de estar bromeando. Soy bastante
descuidado (el oeste no es el lugar más a propósito para aprender a ser cortesano),
pero tú puedes enseñarme. ¡No me vas a rechazar porque traigo barro en los zapatos!
—No me puedo casar con usted, señor MacPherson —dijo otra vez la tía Olivia.
—¿No estás bromeando? —exclamó él, empezando a comprender, aunque le
resultaba difícil entender aquel acertijo—. Nillie, ¡me estás rompiendo el corazón!
Haré cuanto quieras, iré donde quieras, seré lo que tú quieras; pero no me trates así.
—No me puedo casar con usted, señor MacPherson —repitió tía Olivia por cuarta
vez.
—¡Nillie! —exclamó el señor Malcolm MacPherson.
En sus palabras había tal dolor que Peggy y yo nos sentimos de pronto contritas.
¿Qué estábamos haciendo? No teníamos derecho a escuchar una entrevista tan
dolorosa. El dolor y la protesta a su vez habían desvanecido todo lo cómico de ella, dejando en su lugar la tragedia. Salimos de la habitación en puntas de pie,
avergonzadas de nosotras mismas.
Cuando el señor Malcolm MacPherson hubo partido, después de una hora de
inútiles ruegos, tía Olivia llegó hasta nosotras, pálida, estirada y decidida, y nos dijo que no habría boda. No pudimos fingir sorpresa, pero Peggy se aventuró a protestar débilmente.
—¡Oh, tía Olivia! ¿Cree usted que ha procedido bien?
—Era lo único que podía hacer. No podía casarme con él y se lo dije. Por favor,
díselo a tu padre, y les ruego que no me digan nada más sobre el asunto.
Luego, la tía Olivia bajó las escaleras, tomó una escoba y barrió el barro que
había dejado el señor Malcolm MacPherson sobre los escalones.
Peggy y yo fuimos a casa y le contamos todo a papá. Estábamos aplastadas, pero
ya nada se podía hacer o decir. Papá se rió de todo, pero yo no pude. Lo sentía por el señor Malcolm MacPherson y, a pesar de mi enojo, por la tía también. Era visible que sufría mucho por sus esperanzas y planes desvanecidos, pero había adquirido una extraña y desconcertante reserva, que nada ni nadie podía romper.
—No es más que un caso de soltería crónica —decía papá impaciente.
Las cosas fueron mal por una semana. No supimos más del señor MacPherson y
Lo echamos mucho de menos. La tía Olivia era inescrutable y se lanzaba
entusiastamente a tareas superfluas.
Una noche, papá llegó con noticias.
—Malcolm MacPherson parte hacia el oeste mañana, en el tren de las 07:30 —
dijo—. Ha alquilado su casa en Avonlea y se va. Dicen que está furioso por lo que le
hizo Olivia.
Después de tomar té, Peggy y yo fuimos a ver a tía Olivia, que nos había pedido
consejo sobre el cobertor. Cosía con toda su alma y su cara era más fría y estirada que nunca. Me pregunté si tendría noticias sobre la partida de MacPherson. La delicadeza me prohibía preguntarlo, pero Peggy no compartía tales escrúpulos.
—Tía Olivia, su pretendiente se marcha —anunció alegremente—. Ya no la
molestará más. Se va al oeste en el tren expreso.
La tía se puso de pie, dejando caer su costura. Nunca vi una trasformación como la suya. Fue tan completa y repentina que parecía sobrenatural. La solterona se desvaneció, dejando aparecer una mujer, plena de emoción y de dolor.
—¿Qué debo hacer? —gritó con voz terrible—. Mary, Peggy, ¿qué debo hacer?
Fue casi un chillido. Peggy empalideció.
—¿Le importa mucho? —preguntó estúpidamente.
—¿Que si me importa? Si Malcolm MacPherson se va, me moriré. He debido de estar loca. Casi me he muerto de soledad desde que lo eché. ¡Pero pensé que volvería! Debo verlo, tengo tiempo de alcanzar el tren si voy a campo traviesa.
Echó a correr hacia la puerta. La detuve, ante la visión de una tía Olivia que
corría agitada, por los campos, con la cabeza descubierta.
—Un momento, tía. Peggy corre hasta casa y haz que papá enganche a Dick al
cochecillo tan pronto como pueda. Llevaremos a la tía hasta la estación. Llegaremos en un periquete.
Peggy voló y la tía se lanzó escaleras arriba. Yo me detuve a recoger su costura, y cuando subí ya tenía el sombrero y la capa puestos. Sobre la cama se hallaban las cajas de regalos que le había traído el señor Malcolm MacPherson, y tía Olivia estaba esparciendo sus contenidos sobre su persona. Anillo, tres broches, una plaqueta, tres cadenas y un reloj, todo se lo puso como pudo. Era un hermoso espectáculo ver a la tía Olivia adornada de esa manera.
—No las llevé antes, pero ahora me las pongo para que vea qué triste estoy —dijo
con los labios temblones.
Cuando nos acomodamos las tres en el cochecillo, la tía se apoderó del látigo
antes de que pudiéramos evitarlo, y dio al pobre Dick un latigazo como no recibiera
en su vida. El caballo se lanzó por el camino empedrado en tal forma que nos hizo gritar, alarmadas. Tía Olivia era por lo general la más tímida de las mujeres, pero
ahora parecía desconocer el miedo. Azotó y azuzó al pobre Dick todo el camino, sin
prestar atención a nuestras afirmaciones de que había bastante tiempo. La gente que nos encontró esa noche debió pensar que estábamos medio locas. Yo tenía las riendas, Peggy se aferraba al costado del carricoche, y la tía Olivia iba inclinada hacia adelante, con los cabellos al viento y la cara enrojecida, con el látigo en la mano. Así cruzamos el pueblo e hicimos las dos millas del camino hasta la estación. Cuando llegamos allí, el tren maniobraba entre las sombras; tía Olivia saltó del coche y corrió para la plataforma, con el sombrero al viento y sus broches y cadenas brillando a la luz. Tiré las riendas a un muchacho que allí estaba y la seguí. Bajo la lámpara de la estación vimos al señor Malcolm MacPherson valija en mano. Por fortuna no había nadie muy cerca, aunque hubiese sido igual que lo rodeara una multitud. Tía Olivia se echó en sus brazos.
—Malcolm —gritó—, no te vayas, no te vayas; me casaré contigo, iré a cualquier
parte, y no te preocupes si traes barro en los zapatos. La sincera explosión de la tía Olivia había aliviado un poco la tensión de la situación. El señor MacPherson la tomó de la cintura y la llevó hacia las sombras. —Bueno, bueno —dijo consolador—. Desde luego que no me voy. No llores,
Nillie.
—¿Y volverás ahora conmigo? —imploró tía Olivia, colgándose de su cuello
como si temiera que se lo sacasen si lo dejaba un instante.
—Claro que sí, claro que sí. Un amigo llevó a Peggy a su casa, y la tía, y el señor MacPherson y yo regresamos en el cochecillo. El señor MacPherson tenía a tía Olivia sobre las rodillas; ella hubiese seguido allí aunque hubiera una docena de asientos libres. Se colgaba a su cuello de la manera más escandalosa y todo su antiguo estiramiento había desaparecido. Lo besó una docena de veces y le dijo que lo amaba, esta vez ni siquiera tuve ganas de sonreírme. Caso extraño, no me pareció cómico entonces, ni ahora tampoco, aunque sin duda lo parezca a los demás. En sus sentimientos había demasiada intensidad para dejar lugar al ridículo. Tan unidos íbamos, que ni siquiera me sentí superflua. Los dejé a salvo en el jardín de tía Olivia y regresé, completamente olvidada de la pareja. Pero a la luz de la luna, vi algo que atestiguó elocuentemente el cambio de la tía Olivia. Había llovido esa tarde y el jardín estaba barroso. Sin embargo, entró por la puerta delantera y llevó consigo al señor Malcolm MacPherson, ¡sin echar siquiera una mirada al raspador!

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