Me negué a hacerme cargo de esa clase en la Escuela Dominical la primera vez
que me lo pidieron. No era que objetara enseñar allí; por el contrario, me gustaba la idea. Pero me lo solicitó el reverendo Allan, y ha sido siempre para mí una cuestión de principios no hacer nada que me pidiera un hombre, si podía evitarlo. Me destaco por ello. Alivia muchas contrariedades y simplifica magníficamente las cosas. Debo de haber nacido así, porque, a lo que recuerdo siempre fue una de mis más marcadas características la antipatía hacia hombres y perros. Me destaco por ello. Mis experiencias en la vida sólo sirvieron para acentuarla; cuanto más traté a los hombres, más amé a los gatos. De modo que cuando el reverendo Allan me preguntó si quería hacerme cargo del
curso en la Escuela Dominical, le contesté en forma que no le quedasen dudas al respecto. Si hubiese enviado a su mujer al comienzo, en lugar de hacerlo después, habría conseguido antes lo que deseaba. La gente hace por lo general en seguida lo que le pide la señora Allan, porque sabe que así ahorra tiempo. La señora Allan hablo suavemente durante media hora antes de mencionar la Escuela Dominical y me dijo algunos piropos. Esa dama es famosa por su tacto. Llaman tacto a la facultad de llegar a las cosas dando rodeos, en lugar de tomar el camino recto. Yo no tengo tacto; me destaco por ello. Tan pronto como vi que la señora Allan llevaba la conversación hacia la Escuela Dominical, le dije francamente:
—¿Qué clase quiere usted que dirija? La señora Allan se llevó tal sorpresa, que se olvidó de su tacto y contestó
directamente por una vez en la vida.
—Dos son los cursos que necesitan una maestra: el de los varones y el de las
niñas. Yo he estado enseñando a las niñas, pero tengo que dejar de hacerlo por causa de la salud de mi hijo. De modo que usted puede elegir, señorita MacPherson. —Entonces me encargaré de los varones —dije decidida—. Me destaco por mi
decisión. Ya que se han de trasformar en hombres, mejor será educarlos desde ahora. Está bien que en cualquier momento pueden convertirse en un problema, pero si una se hace cargo de ellos desde jóvenes, quizá no lleguen a ser algo tan terrible como si los dejaran solos por el mundo, hasta que se trasformen en la desgracia de cualquier pobre mujer. La señora Allan pareció dudar. Yo sabía que esperaba que me hiciera cargo de las
niñas.
—Son un conjunto de salvajes. —Nunca conocí muchachos que no lo fueran.
—Yo… Yo… creí que quizá le gustasen más las niñas —dijo la señora Allan, dudosa. De no haber sido por una cosa (que por nada del mundo admitiría ante la señora Allan), hubiese creído que las niñas eran mejores. Pero lo cierto era que Anne
Shirley iba a esas clases, y era la única criatura viviente a quien yo temía. No era que me disgustase. Pero tenía la costumbre de hacer tales preguntas áridas e imprevistas, que no las hubiesen contestado los siete sabios de Grecia. La señorita Rogerson dio una vez clase y Anne Shirley la derrotó en toda la línea. Yo no me iba a hacer cargo de una clase con una preguntona tal. Además, pensé que la señora Allan necesitaba que la desairasen un poco. Las esposas de los reverendos, si no se las corrige a menudo, llegan a creer que son capaces de manejar todo y a todos.
—Señora Allan, no debemos considerar lo que yo creo que es mejor —respondí
—, sino lo que es mejor para esos muchachos. Tengo la sensación de que yo seré lo mejor para ello.
—¡Oh, señorita MacPherson, no lo dudo! —respondió amigable la señora Allan.
Aunque fuera la mujer del ministro, dudaba. Pensaba que yo sería un horrible fracaso como maestra de niños.
Pero no lo fui. Casi nunca fracaso cuando decido hacer algo. Me destaco por ello.
—Es maravillosa la reforma que ha llevado usted a cabo en ese curso, señorita
MacPherson, maravillosa —dijo el reverendo Allan algunas semanas después.
No tenía intenciones de que se notara cuán sorprendente le parecía que lo hubiese conseguido una solterona que se destacaba por odiar a los hombres. Pero su cara lo traicionó.
—¿Dónde vive Jimmy Spencer? —pregunté secamente—. Vino un domingo tres
semanas atrás y no ha reaparecido. Tengo intenciones de saber por qué.
El señor Allan tosió.
—Tengo entendido que está trabajando en casa de Alexander Abraham Bennett,
por el camino a White Sands.
—Pues entonces voy a casa de Alexander Abraham Bennett, por el camino a
White Sands, a saber por qué no viene Jimmy Spencer a la Escuela Dominical —dije con firmeza.
El señor Allan guiñó ligeramente el ojo. Siempre he insistido en que si no fuese
religioso, ese hombre tendría sentido del humor.
—Posiblemente, el señor Bennett no apreciará su bondadoso interés. Manifiesta una singular aversión hacia el sexo de usted, según creo. Desde que murió su hermana hace veinte años, no se sabe que ninguna otra mujer haya pisado su casa.
—De modo que se trata de ése —dije, recordando—. Es el «odiamujeres» que
amenaza con clavar con su horquilla a la mujer que traspase sus dominios. Bueno, le aseguro que a mí no me pincha.
El señor Allan dejó escapar una risita; una risita ministerial, pero risita al fin.
Aquello me irritó un poco, porque parecía implicar que pensaba que Alexander
Abraham Bennett sería demasiado para mis fuerzas. Pero no demostré que me
molestara. Es siempre un gran error dejar que un hombre vea que puede vejarnos.
La tarde siguiente enganché el caballo al cochecillo y viajé hacia la casa de
Alexander Abraham Bennett. Como de costumbre, lleve a William Adolphus como
compañía. William Adolphus es el favorito de mis seis gatos. Es negro, con el
hociquito y las zarpas blancas. Se sentó a mi lado y parecía más señor que muchos
hombres en esa misma posición.
El lugar adonde íbamos estaba a unas tres millas por el camino de White Sands.
Tan pronto la vi, reconocí la casa por su descuidado aspecto. Necesitaba una buena mano de pintura; las persianas estaban rotas y la maleza crecía hasta en la misma puerta. Era bien visible que por allí no andaba ninguna mujer. Sin embargo, era una linda casa, y sus graneros, espléndidos. Mi padre solía decir que cuando los graneros de un hombre eran más grandes que su casa, sus ingresos excedían a sus egresos. De
modo que era aceptable que fueran grandes, pero no lo era el que necesitaran pintura y arreglo. Pero, pensé, ¿qué otra cosa se puede esperar de alguien que odia a las mujeres?
—Mas no se puede negar que Alexander Abraham sabe su trabajo de granjero,
aunque sea un «odiamujeres» —comenté a William Adolphus cuando descendí del
coche y até el caballo.
Había llegado a la casa por detrás y ahora estaba frente a una puerta lateral, que
daba a una galería, Pensé que podría ir hasta allí, de manera que tomé a William
Adolphus bajo mi brazo y marché por el sendero. Cuando estuve a mitad de camino, un perro apareció corriendo hacia mí. Era el perro más feo que viera jamás, y ni siquiera ladraba; se acercaba callada y rápidamente, con aspecto de hacer
concienzudamente las cosas.
Nunca me detengo a discutir con un perro que no ladra. Sé cuándo la discreción
es la mejor parte del valor. Sosteniendo firmemente a William Adolphus eché a correr, no hacia la puerta, pues el perro se interponía entre ella y yo, sino hacia un cerezo de grandes ramas que estaba en el fondo de la casa. Lo alcancé justo a tiempo. Coloqué a William Adolphus sobre una rama y trepé al bendito árbol sin detenerme a pensar qué le parecería a Alexander Abraham si estuviera mirando.
El momento de reflexionar llegó cuando estuve encaramada en el árbol, con
William Adolphus a mi lado. El gato estaba bastante tranquilo. No puedo decir lo mismo respecto a mí. Por el contrario, admito que me sentía considerablemente
turbada.
El perro estaba sentado al pie del árbol y se podía ver, por su aspecto descansado,
que ése no era su día de labor. Enseñaba los dientes y gruñía cada vez que lo miraba.
—Eres el digno perro de un «odiamujeres» —le dije. Quise insultarlo, pero la
bestia lo tomó por un cumplido.
Entonces me dediqué a resolver el problema. ¿Cómo salir de este atolladero?
No parecía muy fácil encontrarle solución.
—¿Debo gritar, William Adolphus? —le pregunté a mi inteligente criatura. El gato sacudió la cabeza y yo estuve de acuerdo con él.
»No, no gritaré, William Adolphus —dije—. Probablemente, sólo podrá oírme
Alexander Abraham, y tengo mis dudas respecto a sus tiernas mercedes. Ahora bien, ni pensar en bajar. Entonces, ¿es posible subir, William Adolphus?
Miré hacia arriba. Justo sobre mi cabeza había una ventana abierta, con una rama
razonablemente segura cerca.
—¿Probamos, William Adolphus?
El gato, sin perder tiempo, comenzó a trepar. Seguí su ejemplo. El perro caminaba en círculos alrededor del árbol y echaba miradas terribles. Posiblemente le hubiera traído un alivio hablar, de no haber sido cosa tan contra sus principios.
Entré por la ventana con facilidad, y me encontré en un dormitorio en tal estado
de desorden y suciedad como no había visto en mi vida. Pero no me detuve a ver
detalles. Con William Adolphus bajo el brazo, bajé, rogando no encontrar a nadie en el camino.
Así fue. El vestíbulo estaba vacío y polvoriento. Abrí la primera puerta que
encontré y entré. Junto a la ventana estaba un hombre que miraba afuera con visible mal humor. Hubiera reconocido en él a Alexander Abraham donde quiera que lo viese. Tenía la misma apariencia descuidada de su casa e, igual que ésta, no hubiera sido tan feo una vez arreglado un poco. Su cabello parecía no haber conocido el peine y sus patillas eran salvajes.
Me miró lleno de sorpresa.
—¿Dónde está Jimmy Spencer? —pregunté—. He venido a verle.
—¿Cómo él la ha dejado entrar? —preguntó el hombre, mirándome fijamente.
—Él no me dejó entrar —respondí—. Me corrió por todo el parque y sólo
encaramándome a un árbol pude salvarme de ser hecha pedazos. ¡Debían demandarlo por tener tal perro! ¿Dónde está Jimmy?
En lugar de contestarme, Alexander Abraham comenzó a reírse de la manera
menos agradable.
—Es indiscutible que una mujer entra en la casa de un hombre, si se lo propone.
Viendo que tenía intenciones de vejarme, permanecí fría y sosegada.
—¡Oh, no me interesa mucho entrar en su casa, señor Bennett! —dije con calma
—. No me quedó otra elección. Fue eso u otra cosa peor. No era a usted ni a su casa
lo que deseaba ver, aunque reconozco que es algo que vale la pena para quien desee
conocer cuán sucia puede estar una casa.
»Es a Jimmy a quien busco. Por tercera y última vez. ¿Dónde está Jimmy?
—Jimmy no está aquí —dijo el señor Bennett, ceñudo, aunque no muy seguro—.
Se fue la semana pasada a trabajar con alguien en Newbridge.
—En ese caso —dije alzando a William Adolphus, que había estado explorando la
habitación con aire desdeñoso—, no le molestaré más. Me retiro.
—Sí, creo que será lo más acertado —dijo Alexander Abraham, esta vez no en
forma desagradable, sino reflexiva, como si el asunto fuera algo dudoso—. La haré
salir por la puerta trasera. Entonces el… ejem… perro no la molestará. Por favor,
váyase pronto y sin ruido.
Pensé si Alexander Abraham creería que yo me iría como un trueno. Pero nada
dije, creyendo que era la forma más digna de comportarse, y lo seguí hacia la cocina
tan rápida y calladamente como me había pedido. ¡Qué cocina aquélla!
Alexander Abraham abrió la puerta, que estaba cerrada con llave, al tiempo que
entraba en el campo un coche con dos hombres.
—¡Demasiado tarde! —exclamó en tono trágico.
Comprendí que algo terrible debía haber ocurrido, pero no me importó, ya que,
como inocentemente creía, aquello no me incumbía. Pasé frente a Alexander
Abraham, que parecía tan culpable como si lo hubiesen pescado robando, y me
encaré con el hombre que descendía del coche. Era el viejo doctor Blair, de Carmody, y me miraba como si me hubiera encontrado haciendo una ratería.
—Mi querida Peter —dijo gravemente—, siento tanto verla aquí; verdaderamente
lo siento mucho.
Admito que me exasperó. Además, ningún hombre en la Tierra tiene derecho a
llamarme «mi querida Peter», aunque sea el viejo médico de la familia.
—No hace falta sentirlo tanto, doctor —dije—. Si una mujer de cuarenta y ocho
años, miembro concurrente de la Iglesia Presbiteriana, no puede visitar a uno de los alumnos de la Escuela Dominical sin escándalo a ¿qué edad puede hacerlo?
El doctor no contestó mi pregunta. En lugar de ello, miró a Alexander Abraham
con reproche.
—Así es como mantiene su palabra, señor Bennett —dijo—. Pensé que no dejaría
usted entrar a nadie en la casa.
—Yo no la dejé entrar, ¡por los cielos, hombre, si ella trepó por una ventana del
primer piso, a pesar de la presencia de un policía y un perro! ¿Qué se puede hacer con una mujer así?
—No sé qué significa todo esto —dije dirigiéndome al médico e ignorando a
Alexander Abraham—, pero si mi presencia aquí es tan extremadamente
inconveniente a todos, pronto pueden verse librados de ella. Me voy inmediatamente.
—Lo siento mucho, mi querida Peter —dijo el doctor firmemente—, pero eso es
exactamente lo que yo no puedo dejarla hacer. Esta casa está en cuarentena por
viruela. Tendrá que quedarse aquí debido a la ¡Viruela!
Por primera y última vez en mi vida perdí los estribos claramente frente a un
hombre. Caí furiosa sobre Alexander Abraham.
—¿Por qué no me lo dijo? —grité.
—¡Decírselo! —respondió mirándome—. Cuando la vi por primera vez, era muy
tarde para ello. Pensé que lo mejor sería callarme la boca y dejarla ir en feliz
ignorancia. Esto le enseñará, señora, a no tomar por asalto la casa de un hombre.
—Bueno, bueno, no riñan, buenas gentes —terció el doctor seriamente, aunque vi
una chispa en sus ojos—. Tendrán que pasar algún tiempo juntos bajo el mismo techo y los desacuerdos no mejorarán la situación. Escuche, Peter, las cosas pasaron así: El señor Bennett estuvo ayer en el pueblo (donde, como usted sabe, hay un gran brote de viruela) y cenó en una taberna donde una de las camareras estaba enferma. Anoche, la muchacha mostró síntomas claros de viruela. La comisión de sanidad buscó
inmediatamente a todos cuantos estuvieron ayer en la casa y los ha puesto en cuarentena. Yo vine esta mañana y expliqué las cosas al señor Bennett. Puse a Jeremiah Jeffries de guardia frente a la casa y el señor Bennett me dio su palabra de que no dejaría entrar a nadie por detrás, mientras yo iba a buscar a otro policía y lo disponía todo. He traído a Thomas Wright y he asegurado los servicios de otro hombre para que atienda el trabajo del granero y traiga las provisiones. Jacob Green y
Cleophas Lee harán guardia de noche. No creo que el señor Bennett se haya
contagiado, pero hasta que estemos seguros, usted debe permanecer aquí, Peter.
Había estado pensando mientras escuchaba al doctor. Me hallaba en la peor situación de mi vida y no había razón para empeorar las cosas.
—Muy bien, doctor —dije con calma—. Le adelanto que me vacuné hace un mes,
en cuanto llegaron las noticias de viruela. Cuando pase por Avonlea, por favor, pídale a Sarah Pye que vaya a vivir a mi casa durante mi ausencia y que cuide todo, especialmente los gatos. Dígale que les dé leche fresca dos veces al día y una pulgada de manteca por cabeza una vez por semana. Haga que ponga un par de vestidos oscuros, algunos delantales y mudas de ropa interior en la peor valija y que me la envíe. Mi caballo está atado a la cerca; por favor, llévelo de vuelta a la casa. Me parece que eso es todo.
—No, no es todo —dijo Alexander Abraham con un gruñido—. Manden ese gato
a casa también. No quiero tenerlo aquí; antes quisiera la viruela.
Contemplé lentamente a Alexander Abraham, con ese modo que tengo, de los
pies a la cabeza. Pensé un rato y luego dije en voz baja:
—Puede que tenga a ambos. De todas maneras, tendrá que aguantar a William
Adolphus. Está en cuarentena tanto como usted y como yo. ¿Supone usted que dejaréque el gato ande a sus anchas por Avonlea, sembrando gérmenes de viruela entre la gente inocente? Yo tendré que resistir ese perro suyo y usted deberá tolerar a William Adolphus.
Alexander Abraham gruñó, pero pude ver que la forma en que lo miré lo había
domesticado considerablemente.
El doctor se fue y yo entré en la casa, prefiriendo eso a seguir viendo las muecas de Thomas Wright. Colgué mi abrigo en el vestíbulo y dejé mi sombrero
cuidadosamente sobre la mesa de la sala, después de haber limpiado un trozo del
mueble con mi pañuelo. Ansiaba caer sobre esa casa para limpiarla, pero tuve que esperar a que volviera el doctor con ropa apropiada para ello. No podía ponerme a limpiar una casa con mi traje nuevo y mi corpiño de seda.
Alexander Abraham estaba mirándome, sentado en una silla. De pronto dijo:
—No quisiera pecar de curioso, ¿pero podría usted tener la gentileza de decirme
por qué el doctor la llamó Peter?
—Supongo que es porque ése es mi nombre —contesté, sacudiendo un
almohadón para William Adolphus y, por lo tanto, alzando un polvo de años.
Alexander Abraham tosió gentilmente.
—¿No es… ejem… un nombre algo peculiar para una dama?
—Lo es —contesté calculando cuanto jabón habría en la casa, si es que había
algo.
—No quisiera pecar otra vez de curioso —insistió—, pero ¿tendría inconveniente
en decirme cómo fue que le pusieron ese nombre?
—Como esperaban un varón, mis padres pensaban llamarme Peter, en honor de
un tío rico. Cuando, afortunadamente, resultó que era una niña, mi madre decidió que me llamara Angelina. Me bautizaron con ambos nombres y todos me llamarían
Angelina, pero tan pronto crecí lo bastante para razonar, decidí que se me llamara
Peter. Es bastante malo, pero no tanto como que me digan Angelina.
—Yo diría por el contrario, que es cosa más apropiada —dijo Alexander
Abraham, tratando, según percibí, de ser desagradable.
—Precisamente —asentí con calma—. Mi apellido es MacPherson y vivo en
Avonlea. Y ya que usted no es curioso, ésa será toda la información que necesite
sobre mí.
—¡Oh! —Alexander Abraham tomó el aspecto de alguien para quien se ha hecho la luz de pronto—. He oído hablar de usted. Usted… bueno… finge que le
desagradan los hombres.
¡Fingir! Sólo Dios sabe qué hubiese sido de Alexander Abraham en ese mismo
instante de no haberse abierto la puerta para dar paso a un perro: el perro. Supongo que se habría cansado de estar al pie del cerezo, esperando que bajásemos William Adolphus y yo. Adentro era más horripilante que afuera.
—¡Oh, Mr. Riley, Mr. Riley, mire lo que ha dejado usted entrar! —dijo Alexander
Abraham en tono de reproche.
Pero Mr. Riley —tal era el nombre del bruto— no le prestó atención alguna. Tuvo
la visión de William Adolphus acurrucado sobre el sillón y se dirigió a investigar,
cruzando la habitación. El gato se sentó y empezó a darse por enterado.
—Espante ese perro —dije previniendo a Alexander Abraham.
—Espántelo usted —contestó—. Ya que usted trajo ese gato, protéjalo.
—No estaba hablando por bien de William Adolphus. Él puede protegerse solo.
Mi gato podía y lo hizo. Enarcó el espinazo, aplastó las orejas, maulló y saltó
sobre Mr. Riley. Aterrizó justo sobre la mosqueada espalda del perro y pronto se
aferró, maullando, erizándose y arañando.
Nunca vi perro más sorprendido que Mr. Riley. Con un ladrido de terror, saltó a la
cocina; de allí, al vestíbulo; a través del vestíbulo, hacia la habitación; desde allí, a la cocina, y otra vez al vestíbulo. Con cada circuito, la velocidad iba en aumento, hasta que apareció una línea moteada con un relámpago blanco y negro encima. Nunca vi miedo tal y me eché a reír hasta llorar. Mr. Riley no hacía más que dar vueltas y vueltas, con William Adolphus aferrado a sus espaldas. Alexander Abraham enrojeció de ira.
—Mujer, espante ese gato infernal, antes de que mate a mi perro —gritó por
encima de los ladridos y maullidos.
—No lo matará —le dije tranquilizadora— y, además, corre demasiado para oírme si lo llamo. Señor Bennett, si usted es capaz de parar a su perro le garantizo que haré entrar en razón a William Adolphus. Pero es en vano tratar de argumentar con un relámpago.
Alexander Abraham arremetió frenético contra el relámpago cuando pasó a su
lado, con el resultado de que perdió el equilibrio y cayó sobre el piso con estruendo. Corrí a ayudarlo y ello sólo consiguió enfurecerlo más.
—Mujer —farfulló colérico—, quisiera que usted y su demonio de gato estuviesen en… en…
—En Avonlea —terminé rápidamente, para evitar que blasfemase—. Yo también,
señor Bennett, lo deseo de todo corazón. Pero ya que no es así, tratemos de sacar el mejor partido de ello, como gente sensata. ¡Y en el futuro, me hará usted el bien de recordar que mi nombre es señorita MacPherson y no mujer!
Con esto llegó el fin, cosa que agradecí, pues era tal el ruido que hacían esos dos
animales, que temí que el policía, a pesar de la viruela, entrara corriendo a ver si
Alexander Abraham y yo estábamos por asesinarnos mutuamente. Mr. Riley terminó de pronto su loca carrera y saltó a un oscuro rincón entre la leñera y la estufa. El gato lo dejó escapar justo a tiempo.
Desde entonces, nunca tuve dificultades con Mr. Riley. Jamás pude hallar un perro
más manso. William Adolphus había ganado con todos los honores y mantenía su posición de triunfador.
En vista de que los ánimos se habían calmado, y ya que eran las diecisiete, decidí tomar té. Dije a Alexander Abraham que lo prepararía si se molestaba en decirme dónde estaban las cosas.
—No hace falta —gruñó—. Tengo la costumbre de preparármelo solo desde hace veinte años.
—Lo supongo. Pero no tiene la costumbre de preparar el mío —dije con firmeza
—. No comería nada que usted hornease, aunque tuviese que morirme de hambre. Si quiere ocuparse de algo, consiga algún ungüento y cure la espalda de ese pobre perro.
Alexander Abraham dijo algo que prudentemente no escuché. Viendo que no me proporcionaría información alguna, hice una expedición exploratoria a la despensa.
El lugar era indescriptiblemente horrible y por vez primera sentí en mi pecho una
vaga sensación de piedad por aquel hombre. Cuando un hombre debía vivir en tal lugar, no era de extrañarse que odiara a las mujeres; tenía derecho a odiar a toda la humanidad.
Pero me las arreglé para preparar algo. El pan era de Carmody y pude hacer un
buen té con excelentes tostadas. Además, encontré un tarro de duraznos en conserva que, como eran comprados en el pueblo, no tuve miedo en probar.
Ese té con tostadas ablandó a Alexander Abraham a pesar de sí mismo. Comió
hasta la última miga y gruñó cuando di a William Adolphus toda la crema que sobró.
Mr. Riley no pareció querer nada; había perdido hasta el apetito.
A esta altura, el muchacho del médico había llegado con mi valija. Alexander
Abraham fue lo bastante civilizado para hacerme saber que del otro lado del vestíbulo había una habitación disponible, que yo podía ocupar. Me puse un delantal y fui allí.
En la habitación había un lindo juego de muebles y una cama cómoda. ¡Pero el
polvo!
William Adolphus me siguió adentro y las marcas de sus patas quedaron sobre el
piso.
—Ahora —dije activamente cuando regresé a la cocina—, voy a limpiar todo y
empezaré por aquí. Será mejor que se vaya a la sala, señor Bennett, de modo que no moleste.
Alexander Abraham me contempló.
—No estoy dispuesto a que me revuelvan la casa. Así me agrada. Si no le gusta,
puede irse.
—No, no puedo, ésa es la lástima —dije con buen tono—. Si pudiera hacerlo, no
me quedaría ni un minuto aquí. Ya que no es así, debo limpiar esto. Puedo tolerar
hombres y perros por obligación, pero no debo ni quiero tolerar el desorden y la
suciedad. ¡Váyase a la sala!
Y se fue. Mientras cerraba la puerta, le oí decir con mal tono: «¡Qué mujer inaguantable!».
Limpié la cocina y la despensa. Eran las veintidós cuando terminé y Alexander
Abraham se había ido a dormir sin más palabras. Encerré a Mr. Riley en una
habitación y a William Adolphus en otra, y yo también me fui a acostar. Nunca en mi
vida me había sentido tan horriblemente cansada. Había sido un día duro.
Pero a la mañana siguiente me levanté fresca y preparé un magnífico desayuno
que Alexander Abraham condescendió a comer. Cuando llegó el hombre con las
provisiones, le grité desde la ventana que por la tarde me trajese una caja de jabón.
Luego la emprendí con la sala.
Poner esa casa en orden me llevó lo mejor de una semana, pero lo hice a conciencia. Me destaco por hacer las cosas a conciencia. Al cabo de ese tiempo,
estaba limpia del sótano al techo. Alexander Abraham no hizo comentarios sobre mis operaciones, aunque gruñía alto y a menudo, haciendo cáusticos comentarios al pobre Mr. Riley, quien no tenía espíritu para contestarle después de lo pasado. A pesar de mis principios, hice concesiones a aquel hombre, porque la vacuna le había prendido y su brazo era todo dolor. Una vez que las cosas se arreglaron, me dediqué a cocinar
elegantes comidas, ya que no tenía mucho que hacer. La casa estaba llena de
provisiones; debo hacer justicia a Alexander Abraham al respecto. En conjunto, estaba más cómodo de lo que esperaba. Cuando mi huésped no quería hablar, lo dejaba solo, y cuando quería, yo empezaba a decir cosas tan sarcásticas como las que él acostumbraba, sólo que yo las decía sonriendo. Podía ver que me tenía un temor reverente. Pero una que otra vez olvidaba ese estado de ánimo y hablaba como un ser humano. Tuvimos una o dos conversaciones realmente interesantes. Era un hombre inteligente, aunque de ánimo muy retorcido. Una vez le dije que creía que debió haber sido un niño bueno.
Un día me sorprendió al aparecer con cuello duro y peinado a la hora de la cena.
Ese día tuvimos un menú de primera calidad y le preparé un budín que fue demasiado para un «odiamujeres». Cuando hubo devorado un par de raciones, suspiró y me dijo:
—Por cierto que usted sabe cocinar. Es una lástima que sea tan detestable en otros aspectos.
—Es conveniente serlo. Entonces la gente tiene cuidado de cómo se porta. ¿No se
ha dado usted cuenta de ello?
—Yo no soy detestable —gruño resentido—. Todo lo que hago es pedirles que me
dejen solo.
—Pues ésa es la cosa más detestable. Una persona que quiere que la dejen sola
desafía a la Providencia, que ha decretado que los hombres por su propio bien no
pueden andar solos. Pero alégrese, señor Bennett. La cuarentena terminará el martes y por cierto que usted quedará solo por el resto de su vida natural, por lo menos en lo que se refiere a mí y a William Adolphus. Entonces podrá usted volver a revolcarse en el lodo y a estar tan sucio y cómodo como antaño.
Alexander Abraham gruñó otra vez. Las perspectivas no parecieron alegrarlo todo
cuanto yo esperaba. Entonces hizo algo sorprendente: volcó un poco de crema en un plato y se lo ofreció a William Adolphus. El gato la tomó, sin sacar los ojos de Alexander Abraham, no fuera que cambiase de parecer. Para no dejarme ganar, alcancé un hueso a Mr. Riley.
Ni Alexander Abraham ni yo nos habíamos preocupado mucho por la viruela. No
creíamos que él estuviese contagiado, ya que ni siquiera había visto a la muchacha
enferma. Pero a la mañana siguiente, lo vi llamarme desde el rellano de la escalera.
—Señorita MacPherson —dijo con voz tan suave que me dio que pensar—.
¿Cuáles son los síntomas de la viruela?
—Escalofríos, dolores en los miembros y en la espalda, náuseas y vómitos —
respondí rápidamente, pues los había estado leyendo en un almanaque.
—Pues los tengo todos —dijo con voz hueca.
No sentí tanto miedo como debí esperar. Después de lidiar con un «odiamujeres»,
un perro y el desorden de la casa, y habiéndolos vencido a todos, la viruela me
parecía bastante insignificante. Fui hasta la ventana y pedí a Thomas Wright que
llamase al médico.
El doctor bajó con aspecto grave de la habitación de Alexander Abraham.
—Todavía no me puedo pronunciar sobre la enfermedad —dijo—. No hay certeza
hasta que aparece la erupción. Pero, desde luego, todo parece indicar viruela. Es una lástima. Temo que será difícil obtener una enfermera. Todas las del pueblo que podrían hacerse cargo de una viruela están sobrecargadas de trabajo, pues la epidemia todavía dura allí. Sin embargo, veré que puedo hacer esta noche. Mientras tanto, ya que el señor Bennett no requiere atención por el momento, no debe usted andar cerca
de él, Peter.
Ningún hombre iba a darme órdenes, de modo que cuando se marchó el doctor,
fui a la habitación de Alexander Abraham con algo de comer. Había una crema de
limón que pensé que comería aunque tuviese viruela.
—No debió acercarse —gruñó—. Está arriesgando la vida.
—No voy a ver morirse de hambre a un semejante, aunque sea un hombre.
—Lo peor de todo —se quejó entre dos cucharadas de crema—, es que el doctor
dice que debo tener una enfermera. Me he acostumbrado tanto a tenerla a usted en la casa, que no me incomoda ya, pero es demasiado para mí el solo pensar que vendrá otra mujer. ¿Le dio algo de comer a mi pobre perro?
—Ha cenado mejor que muchos cristianos.
Alexander Abraham no debió haberse preocupado por la venida de otra mujer. El
médico regresó pensativo esa noche.
—No sé qué hacer; no encuentro un alma que pueda venir.
—Yo lo cuidaré —dije con dignidad—. Es mi deber y nunca lo esquivo. Me destaco por ello. Es un hombre y tiene viruela, y además tiene un vil perro, pero no lo
voy a dejar morir por falta de cuidados a pesar de todo eso.
—Es usted un ángel, Peter —dijo el médico, aliviado, como todos los hombres tan pronto encuentran una mujer que se hace cargo de la responsabilidad.
Cuidé a Alexander Abraham durante toda la viruela, y él pareció no preocuparse
mucho. Enfermo era mucho más amable que sano, y además, la enfermedad lo atacó en forma muy suave. Reiné suprema en el piso de abajo, y Mr. Riley y William Adolphus estaban juntos como el león y la oveja. Alimenté al perro con regularidad, y una vez, viéndolo solitario, le di unas palmaditas. Aquello fue mejor de lo que pensara. El perro alzó la cabeza y me miró con tal expresión, que ya no me extrañó que su amo lo quisiera tanto.
Cuando Alexander Abraham pudo sentarse, trató de recuperar el tiempo que había perdido al ser gentil. No puedo imaginar nada más sarcástico que un hombre convaleciente. Yo sólo me reía, ya que había descubierto que eso lo irritaba. Para enojarlo más aún, limpié otra vez toda la casa. Pero lo que lo vejaba más era ver a Mr. Riley seguirme por todos lados, moviendo la cola.
—No fue bastante que viniese usted a mi tranquila casa a revolverlo todo, sino
que hasta tuvo que robarme el cariño de mi perro —se quejaba.
—Ya volverá a quererlo cuando yo regrese a mi casa —lo consolé—. Los perros
no son muy particulares en eso. Lo que quieren son huesos. Los gatos sí que quieren desinteresadamente. William Adolphus nunca ha abjurado de su afecto por mí, aunque usted le haya dado crema en la despensa.
Alexander Abraham pareció un tonto. Nunca pensó que yo lo supiera. No me contagié, de modo que una semana después vino el médico y envió al
policía de vuelta al pueblo. Me desinfectaron, fumigaron a William Adolphus y pudimos irnos.
—Adiós, señor Bennett —dije, ofreciendo un apretón de manos con espíritu de
perdón—, no me queda duda de que está usted contento de verse libre de mí, pero yo lo estoy más de irme. Supongo que la casa estará dentro de un mes más sucia que nunca y que Mr. Riley se habrá librado de las buenas maneras que tiene. La reforma no es nunca muy profunda ni en los hombres ni en los perros.
Con esto salí de la casa, suponiendo que nunca volvería a tener noticias de ella ni
de Alexander Abraham.
Estuve contenta de regresar a casa, pero aquello parecía raro y solo. Los gatos
apenas me reconocieron y William Adolphus vagaba con aire de exiliado. Yo ya no hallaba tanto placer en cocinar, pues me parecía un poco tonto preocuparme tanto por mí misma. La vista de un hueso me hacía pensar en el pobre Mr. Riley. Los vecinos me esquivaban sutilmente, pues temían que tuviera viruela en cualquier momento. Mi clase en la Escuela Dominical estaba en manos de otra persona y yo me sentía fuera de lugar.
Llevaba yo una semana de esta vida, cuando apareció de pronto Alexander
Abraham. Entró un atardecer y yo no lo reconocí, tan arreglado y afeitado estaba.
Pero William Adolphus, sí. Parece increíble, pero el gato, mi gato, se restregó contra su pierna, con un claro ronroneo de satisfacción.
—Tuve que venir, Angelina. No pude resistir más.
—Mi nombre es Peter —dije fríamente, aunque me sentía ridículamente contenta.
—No, no lo es —dijo tozudamente—. Para mí, es y será siempre Angelina.
Nunca la llamaré Peter. Angelina le sienta perfectamente, y Angelina Bennett le
sentará aún más. Debe usted regresar, Angelina. Mr. Riley está triste por usted, y yo no puedo vivir sin alguien que aprecie mis sarcasmos, ahora que me ha acostumbrado usted a ese lujo.
—¿Y los otros cinco gatos? —exigí.
Alexander Abraham suspiró.
—Supongo que tendrán que venir también, aunque no dudo de que echarán de la
casa al pobre Mr. Riley. Puedo vivir sin él, pero no sin ti… ¿Cuándo podrás casarte
conmigo?
—No he dicho que me casaré con usted —dije ácidamente, por conservar las
formas, pues sentía todo lo contrario.
—No, pero lo harás, ¿no es así? —dijo ansioso—. Porque si no lo hicieras mejor
habría sido que me hubieras dejado morir de viruela. Acepta, querida Angelina.
¡Pensar que un hombre pudo atreverse a llamarme «querida Angelina»! ¡Y pensar
que no me importó!
—Donde yo vaya, irá William Adolphus —dije—, pero regalaré los otros cinco gatos por… por Mr. Riley.
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CRONICAS DE AVONLEA
Teen FictionTodos los que han leído el inolvidable Anne, la de Tejados Verdes, que perdura en el tiempo como un verdadero clásico de la literatura juvenil, se fascinarán con la publicación de esta serie de cuentos que L. M. Montgomery escribió una vez que la hi...