CAPÍTULO DOS: La anciana señora Lloyd

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               EL CAPÍTULO DE MAYO
Las malas lenguas de Spencervale decían que la vieja Lloyd era rica, tacaña,
orgullosa, y siguiendo las reglas de la chismografía, cargaban las tintas.
La vieja Lloyd no era rica ni tacaña; en realidad era lastimosamente pobre, tanto
que «Crooked» Jack Spencer, que le arreglaba el jardín y cortaba la leña, resultaba opulento a su lado, pues él, por lo menos, comía tres veces al día, y la vieja Lloyd apenas si a veces podía hacerlo una. Pero sí era muy orgullosa, tanto que prefería morir antes de permitir que los habitantes de Spencervale, entre quienes había reinado en su juventud, sospecharan cuán pobre estaba y qué apreturas pasaba. Era mejor que pensaran que era miserable y excéntrica; una vieja reina que permanecía recluida, que no iba a ninguna parte ni siquiera a la iglesia y que pagaba la contribución más baja de toda la congregación para sostener al pastor.
—¡Y eso que nada en la abundancia! —decían todos, indignados—. Con toda
seguridad que la tacañería no la ha heredado de sus padres. Ellos sí que eran generosos y sociables. No hubo caballero más fino que el anciano doctor Lloyd; siempre hacía el bien a todo el mundo, y tenía un modo de encarar las cosas que parecía que el favor se lo estaban haciendo a él. ¡Bah, bah!, déjenla sola con su dinero. Si no quiere nuestra compañía no tiene por qué sufrirla. Hay que reconocer que no es ni la mitad de feliz de cuánto podría ser, con todo su dinero y su orgullo.
Desgraciadamente era cierto. La vieja Lloyd no era del todo feliz. No es fácil
serlo cuando espiritualmente se está sola y vacía, y materialmente lo único que nos ampara de la miseria es el poco dinero que producen unas gallinas. La vieja vivía lejos en «la vieja casa de los Lloyds», como siempre se la llamó.
Era una casa de singular belleza, de aleros bajos, grandes chimeneas y ventanas cuadradas, toda rodeada de abetos. Vivía allí completamente sola y a veces pasaba semanas sin ver a un ser humano, excepto a «Crooked» Jack. Qué hacía la vieja Lloyd y en qué empleaba el tiempo, era un acertijo que los de Spencervale no podían resolver. Los niños creían que se entretenía contando el oro que tenía escondido en un gran baúl negro debajo de su cama. Le tenían verdadero terror. Los de Spencer Road hasta decían que era una bruja y escapaban cuando veían a la distancia su erguida figura paseando por los bosques en busca de astillas para encender el hogar. Mary Moore era la única plenamente convencida de que no era una bruja.
—Las brujas siempre son feas —aseguraba—, y la vieja Lloyd, no lo es. Es
realmente hermosa con ese suave cabello blanco, sus enormes ojos negros y su linda carita. Esos de Spencer Road no saben lo que dicen. Mamá dice que son una gentuza ignorante.
—Está bien —insistía Jimmy Kimball resueltamente—, pero nunca va a la iglesia
y cuando recoge las leñitas refunfuña y habla sola.
La vieja Lloyd hablaba a solas porque tenía mucha necesidad de compañía y de
conversación. Cuando uno no ha hablado más que consigo mismo durante veinte
años, la casa termina volviéndose monótona, y a veces sucedía que la vieja hubiera sacrificado todo menos el orgullo con tal de un poco de compañía. En esos momentos se sentía triste y resentida contra el destino por habérselo quitado todo. No tenía a nadie a quien amar y ésta es la situación más penosa en que puede verse un ser humano.
En la primavera se hacía aún más doloroso. En una época, cuando la vieja Lloyd no era tal, sino la hermosa, voluntariosa y alegre Margaret Lloyd, había amado las primaveras. Ahora las odiaba porque le hacían daño, y precisamente las de mayo más que ninguna otra. Sentíase incapaz de sobrellevar tanto dolor. Todo la hería: el
reverdecer de los abetos, las nieblas encantadas de la pequeña hondonada de las hayas bajo la casa, el olor a tierra fresca que desprendía su jardín cuando «Crooked» Jack lo trabajaba. Estuvo despierta toda una noche de luna llena, llorando por el dolor de su corazón. Hasta olvidó que su cuerpo estaba tan hambriento como su alma; y debía estarlo realmente pues había pasado la semana con sólo unas galletitas y agua para poder reunir el dinero con que pagarle a «Crooked» Jack el arreglo del jardín.
Cuando la pálida luz del amanecer iluminó su cuarto, la vieja Lloyd escondió su
rostro entre la almohada y se negó a contemplarla.
—Odio el nuevo día —dijo con rebeldía—. Será igual a todos los otros, triste y
aburrido. No quiero levantarme y vivirlo. ¡Pensar en aquella época venturosa en que tendía alegre mis manos al nuevo día, como a un viejo amigo que me traía buenas nuevas! Entonces amaba las mañanas, nubladas o llenas de sol; eran tan deliciosas como un libro aún no leído, y ahora las odio… las odio… ¡las odio!
Pero a pesar de todo, la vieja Lloyd se levantó pues sabía que «Crooked» Jack iría temprano a terminar el arreglo del jardín. Peinó cuidadosamente su hermosa mata de cabello cano y se puso un vestido de seda roja con lunares dorados. Siempre usaba ropa de seda por motivos de economía. Era mucho más barato usar un traje de seda que había sido de su madre, que comprarse uno nuevo en la tienda. Tenía muchísimos, todos heredados de su madre y los llevaba mañana, tarde y noche. Los de Spencervale consideraban esto como una prueba evidente de su orgullo. En cuanto
a la moda, decían que los llevaba así pues su tacañería no le permitía hacerlos
arreglar. No suponían que la vieja Lloyd nunca se ponía uno sin penar al verlo tan
anticuado, y que hasta los ojos de «Crooked» Jack lastimaban lo más hondo de su vanidad de mujer cuando los veía fijos en sus antiguos volados y sobrepolleras.
En virtud de ellos fue que la vieja Lloyd no saludó al nuevo día. Cuando salió a
dar un paseo después de la comida, o mejor dicho después de su galletita del
mediodía, la belleza del instante la dejó extasiada. ¡Era tan fresca, tan dulce, tan
virginal! El bosque de abetos que rodeaba la casa estaba vibrante de seres
primaverales que cruzaban entre luces y sombras. Parte de esta maravilla encontró el camino al corazón de la vieja Lloyd mientras caminaba, y cuando llegó al puentecillo sobre el arroyo bajo las hayas, casi se sentía otra vez gentil y enternecida. Había allí un enorme árbol que la vieja Lloyd amaba particularmente, por razones que ella conocía muy bien. Una haya muy alta y corpulenta con el tronco como una columna de mármol gris y un tupido ramaje que se extendía sobre el quieto remanso que el arroyo hacía a sus pies. En los días que brillaba la desvanecida gloria de la vieja Lloyd, aquel árbol era un tierno retoño.
La anciana oyó de pronto voces y risas infantiles; partían de lo alto de la cuesta
que lindaba con la casa de William Spencer. El frente de las tierras de William
Spencer daba al camino principal, en dirección completamente opuesta, pero las niñas cortaban por ese atajo para ir a la escuela.
La vieja Lloyd se ocultó apresuradamente detrás de un montecillo de abetos. No
quería a las niñas de Spencer porque éstas siempre se asustaban al verla. Por entre las espesas ramas las vio acercarse alegremente cuesta abajo, las dos mayores de frente y las mellizas colgadas de las manos de una alta y delgada jovencita, la nueva maestra de música, con toda seguridad. El huevero le había contado que en lo de Spencer
aguardaban la llegada de la maestra, que vivía allí, pero no le dijo cómo se llamaba.
Las miró curiosamente mientras se acercaban, y entonces, repentinamente, el
corazón de la vieja Lloyd le dio un vuelco terrible y comenzó a latirle fuertemente
mientras su respiración se apresuraba y todo su cuerpo temblaba. ¿Quién… quién
podía ser esa jovencita? Bajo el sombrero de la nueva maestra escapaban espesas
matas de cabello castaño del mismo tono y ondulación que las que la vieja Lloyd
recordaba en otra persona muchos años atrás, y bajo unas cejas y pestañas negras
brillaban los ojos color azul violáceo, unos ojos que la anciana conocía tan bien como los suyos propios. El bello rostro exquisitamente rosado de la joven maestra le recordaba otro que su pasado guardaba celosamente. Eran idénticos en todo, salvo en un aspecto. El del recuerdo era débil en medio de todo su encanto, y el de la muchacha poseía una fuerza y una determinación llena de dulzura y femineidad.
Cuando pasó al lugar que servía de escondite a la vieja Lloyd, la joven rió ante la ocurrencia de una de las niñas, y la anciana, que conocía muy bien ese modo de reír, recordó haberlo oído antes bajo ese mismo árbol.
Espió al grupo hasta que desapareció sobre la boscosa colina más allá del puente, y luego regresó a su casa caminando como en medio de un sueño. «Crooked» Jack estaba trabajando empeñosamente en el jardín. Habitualmente, la dueña de casa no le
dirigía la palabra, pues le fastidiaba su conocida debilidad por la chismografía, pero ese día fue hacia él directamente, con su alta figura vestida de seda roja y los blancos cabellos brillantes bajo el sol.
«Crooked» Jack la había visto salir, y pensó que la vieja Lloyd estaba perdiendo
terreno. Se la veía pálida y enfermiza, pero cuando se le acercó llegó a la conclusión
de que estaba equivocado. Las mejillas de la anciana estaban rosadas y sus ojos
chispeantes. En algún lugar de su paseo había dejado por lo menos diez años.
«Crooked» se apoyó en su azada y decidió que no abundaban muchas mujeres con
aspecto tan distinguido como el de la vieja Lloyd. ¡Lástima que fuera una vieja tan avara!
—Señor Spencer —preguntó la anciana cortésmente, pues siempre se mostraba
muy cortés con sus inferiores cuando se dignaba dirigirles la palabra—, ¿puede usted decirme cómo se llama la nueva maestra de música que vive en casa de Spencer?
—Sylvia Gray —contestó «Crooked» Jack.
Volvió a saltarle el corazón a la vieja Lloyd, aunque esta vez esperaba la
respuesta. Sabía que esa joven con el mismo cabello y con los mismos ojos que
Leslie Gray no podía ser otra que su hija.
«Crooked» Jack volvió las manos al trabajo, pero su lengua se movía más ligero que su azada y la vieja Lloyd escuchó vorazmente. Por primera vez bendijo la garrulidad y chismografía de su jardinero. Bebía cada una de sus palabras.
«Crooked» había estado trabajando en casa de William Spencer la tarde en que
llegó la nueva maestra y era de los que descubrían en un solo día todo lo digno de
saberse sobre una persona. En cuanto se enteraba de las cosas era feliz contándolas.
Es difícil discriminar quién gozó más aquella media hora, si él hablando o la vieja Lloyd escuchando.
Lo que dijo «Crooked» Jack puede resumirse así; los padres de la señorita Gray habían muerto cuando era ella una criaturita. La señorita Gray fue criada por una tía y era muy ambiciosa.
—Quiso tener edicación musical —terminó diciendo—, y por Belcebú que lo
consigió, que no he óido nada igual a su voz. Nos cantó la noche que vino y yo pinsé que era un ángel. Me atrivesó como un rayo de luz. Las Spencer se volvieron locas con ella. Tine ya veinte alunos aquí, y en Grafton y en Avonlea.
Cuando le hubo sacado al jardinero todo lo que sabía, la vieja Lloyd entró, fue a
sentarse junto a la ventana de su salita y se entregó a sus pensamientos. Temblaba de excitación de pies a cabeza.
¡La hija de Leslie! La anciana había tenido también su romance. Hacía muchos
años —cuarenta— fue prometida de Leslie Gray, joven estudiante que había
enseñado en la escuela de Spencervale por el término de un verano, el verano de oro en la vida de Margaret Lloyd. Leslie era un joven tímido y soñador con ambiciones literarias, que algún día le traerían riqueza y fama, según estaban firmemente convencidos él y Margaret.
Al terminar el verano discutieron amargamente por una tontería y Leslie se
marchó enojado, no obstante lo cual le escribió. Pero Margaret Lloyd, aún dominada por su orgullo y resentimiento, le contestó duramente. No llegaron más cartas; Leslie Gray nunca volvió, y un día Margaret se encontró con que había apartado al amor de su vida para siempre. Supo que nunca volvería a pertenecerle, y dando la espalda a la juventud, emprendió el triste y solitario camino a la vejez en medio de un valle de sombras.
Años después se enteró del casamiento de Leslie. Luego tuvo noticias de su
muerte, que le alcanzó antes de ver cumplidos sus sueños. Nunca más supo nada, nada hasta el instante en que vio pasar a la hija de él desde su escondite tras los abetos.
—¡Su hija! Y pudo haber sido mi hija —murmuró la vieja Lloyd—. ¡Oh, si
pudiera conocerla y quererla… y quizás hasta ganar su cariño! Pero no puedo. No
puedo mostrarle a la hija de Leslie Gray lo pobre que soy, cuán bajo he caído. No
podría soportarlo. Y pensar que vive tan cerca de mí, cuesta arriba sobre la colina.
Por lo menos podré verla pasar todos los días. Pero ¡si sólo pudiera hacer algo por
ella, darle un poquito de alegría! ¡Sería magnífico! Esa noche, cuando la vieja Lloyd entró al cuarto de huéspedes, vio una luz que brillaba entre los árboles sobre la colina. Sabía que venía del cuarto de huéspedes de las Spencer. Era la luz de Sylvia. Se quedó detenida en la oscuridad hasta que desapareció mirándola con el corazón desbordante de dulzura. Imaginó a Sylvia moviéndose por la habitación, cepillándose y peinando su largo y brillante cabello; sacándose las chucherías y adornos juveniles, preparándose para dormir. Cuando se
apagó la luz, la vieja Lloyd imaginó una diáfana figura que se arrodillaba para decir sus oraciones junto a la ventana, e hizo lo mismo y rezó sus propias oraciones en un acto de confraternidad. Repitió las mismas simples palabras de siempre, pero parecían inspiradas por un nuevo espíritu; y terminó con una nueva petición: «Haz que se me ocurra algo con que ayudarla, Padre…, alguna poquita, poquita cosa que pueda hacer por ella».
La anciana siempre había dormido en el mismo cuarto, el que miraba al Norte,
frente a los abetos, y lo amaba, pero al día siguiente se mudó al cuarto de huéspedes
sin ninguna pena. Ése sería su dormitorio en adelante; debía estar donde pudiera ver
la luz de Sylvia. Puso su lecho en el lugar desde donde podía alcanzar a ver la estrella terrestre cuya luz repentinamente se había abierto camino entre las sombras de su corazón. Se sentía feliz. Hacía muchos años que no lo estaba, pero ahora un nuevo y extraño interés, que parecía un sueño, había despertado en su vida. Además, se le había ocurrido algo que podía hacer por Sylvia, una «poquita, poquita cosa» que le llevaría alegría.
Los habitantes de Spencervale siempre se quejaban de que en el pueblo no había
mayas. Cuando las jovencitas querían procurárselas tenían que irse a buscarlas a Avonlea, a seis millas de distancia. La vieja Lloyd era la única que conocía la verdad.
En uno de sus largos y solitarios vagabundeos había descubierto un pequeño claro detrás de los bosques, una colina arenosa sobre un techo arbolado perteneciente a un caballero que vivía en la ciudad. En primavera se mostraba cubierto de rosadas y blancas flores.
Allí se dirigió esa tarde la vieja Lloyd, a través de boscosas sendas y bajo espesas ramas de abetos, con la feliz apariencia de quien cumple un buen propósito. Una vez más la primavera volvía a parecerle amable y hermosa, pues el amor había entrado otra vez en su corazón y en su alma. Hambrienta, se saciaba con el divino manjar.
La vieja Lloyd encontró la colina arenosa cubierta de mayas. Llenó su canasta
deleitándose al pensar en la alegría que tendría Sylvia. Al regresar a su casa escribió en un trozo de papel: «Para Sylvia». Aunque era probable que nadie en Spencervale pudiera reconocer su letra, la desfiguró, para mayor seguridad, escribiendo con rasgos redondos y grandes como los de los chicos. Llevó sus mayas al valle, las colocó en el hueco de las raíces de un viejo abeto y pinchó la breve nota en una ramita.
Luego la anciana se escondió detrás de un grupo de árboles. Intencionalmente se
había vestido con el traje de seda verde. No tuvo que esperar mucho. Pronto vio a
Sylvia Gray que bajaba la cuesta con Mattie Spencer y que al llegar al puente reparó en las mayas. Se le escapó un grito de placer, aunque al descubrir su nombre escrito hizo un gesto de desconfianza. La vieja Lloyd, que espiaba entre los árboles, no podía resistir la risa al ver el giro que tomaba su pequeño plan.
—¡Para mí! —exclamó Sylvia alzando las flores—. ¿Serán realmente para mí,
Mattie? ¿Quién pudo haberlas dejado aquí?
Mattie se rió tontamente.
—Debe de haber sido Chris Stewart —dijo—. Sé que anoche fue a Avonlea. Y
mamá dice que se fijó mucho en ti: lo sabe por la manera como te miraba la otra
noche cuando cantabas. Sería muy propio de él hacer una cosa así de rara. Es tan
tímido con las muchachas…
Sylvia frunció el ceño. No le gustaban las palabras de Mattie, pero las mayas sí, y
no le desagradaba Chris Stewart, que le había parecido un agradable y modesto
muchacho de campo. Alzó las flores y escondió el rostro entre ellas.
—De cualquier modo, le quedo muy agradecida a él o a quien me las haya
mandado. No hay nada que adore más que las mayas. ¡Oh, qué dulces son!
Cuando se fueron, la vieja Lloyd salió del escondite emocionada por su triunfo.
No la afectaba que Sylvia creyera que Chris Stewart le había dejado las flores. En realidad era lo mejor que podía pasar, ya que ni siquiera podría imaginarse quién era el verdadero remitente. Lo principal era que Sylvia había gozado con el obsequio.
Esto satisfizo completamente a la anciana, que regresó a su solitario hogar con el corazón alegre.
Pronto fue comidilla de todo Spencervale el que Chris Stewart había dejado
mayas en el hueco de un abeto para una joven maestra de música. El mismo Chris lo negó, pero nadie quiso creerle. En primer lugar en Spencervale no había mayas; en segundo, ese mismo día Chris había ido a Carmody a llevar leche a la fábrica de manteca, y las mayas crecían en Carmody; y en tercer lugar, los Stewart siempre habían sido muy románticos. ¿No eran bastante evidentes las circunstancias?
En cuanto a Sylvia, no le molestaba en lo más mínimo la juvenil admiración que
le profesaba Chris y su manera tan delicada de expresarla. Le pareció, además, muy considerado de su parte que no la volviera a molestar con otras insinuaciones; mientras tanto, ella disfrutaba sus mayas.
La vieja Lloyd escuchó toda la historia de labios del huevero, con la risa que le
bailaba en los ojos. El hombre se fue, diciendo que nunca había visto a la anciana tan vivaz como en esa primavera y que parecía realmente interesada en las andanzas de la juventud.
La vieja Lloyd mantuvo su secreto y rejuveneció con él. Volvió a la colina de las mayas, mientras éstas duraron, y continuó escondiéndose tras los abetos para ver pasar a Sylvia Gray. Cada día la quería más y sufría por no poder entrar en contacto con ella. Toda su ternura reprimida se volcó sobre esa criatura, que ignoraba hasta su existencia. Estaba orgullosa de la gracia y hermosura de Sylvia, de su dulzura al hablar y de su risa. Empezó a querer a los niños de Spencer porque éstos adoraban a su maestra; envidiaba a la señora Spencer por los cuidados que prodigaba a Sylvia; y
hasta el huevero se convirtió en una persona muy grata, pues traía noticias de ella, de su popularidad, de sus éxitos profesionales, del amor y la admiración que ganaba dondequiera que iba.
La vieja Lloyd nunca soñó con presentarse a Sylvia. En su situación, no podía ni
permitirse soñarlo. Hubiera sido muy lindo conocer a la joven, recibirla en su vieja
casa, conversar con ella, entrar en su vida. Pero no podía ser. El orgullo de la anciana
era aún más fuerte que el cariño. Era algo que no podía sacrificar y que nunca, así lo
creía, sacrificaría.

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