—Pasado mañana, pasado mañana —dijo el viejo Shaw, frotándose gozosamente
sus flacas manos—. Tengo que repetirlo a cada momento, para poder creerlo. Tener a Blossom otra vez conmigo me parece demasiado bueno para ser cierto y todo está listo. Sí, creo que todo está listo, excepto la comida. ¡Y este huerto sí qué será una sorpresa para ella! La llevaré por el sendero de los abetos, y cuando lleguemos al final, me retiraré disimuladamente y la dejaré seguir sola desde bajo los árboles, sin sospechar. Valdrá la pena verle abrir sus enormes ojos castaños y oírle decir: ¡Oh, papacito! ¡Pero… papacito…! Volvió a frotarse las manos sonriendo.
Era un hombre alto y encorvado, con
cabellos blancos como la nieve, pero de cara fresca y rosada. Tenía los ojos de un muchacho, grandes, azules y alegres, y su boca nunca pudo abandonar esa juvenil costumbre de sonreír ante cualquier provocación y, muy a menudo, aun sin ella. En verdad, las gentes de White Sands no hubiesen dado una opinión favorable del
viejo Shaw. Primero y principalmente, hubieran dicho que era «negligente», que hubiera dejado que se agotara su granja mientras perdía el tiempo cuidando flores y gusanos, o vagaba por los bosques, o leía junto al mar. Quizá fuera verdad, pero la vieja granja le daba para vivir y no tenía otras ambiciones. Estaba tan gozoso como un peregrino camino al Occidente. Había aprendido el raro secreto de que debe tomarse la felicidad en cuanto se la encuentra, pues de nada sirve marcar el lugar y regresar en un momento conveniente, porque entonces ya no estaría allí. Y es muy fácil ser feliz si se sabe, como lo sabía a fondo el viejo Shaw, encontrar placer en las cosas pequeñas. Gozaba de la vida; siempre lo había hecho y aun ayudaba a otros a gozarla también. En consecuencia, su vida era un éxito, no importa qué pensaran al respecto los habitantes de White Sands. ¿Qué importaba que no hubiese «mejorado» su granja? Hay gentes para quienes la vida nunca será más que el jardín tras la cocina, y otras para quienes será un palacio real con cúpulas y minaretes de cuentos de hadas. El huerto de que estaba tan orgulloso era poco más que una esperanza; una floreciente plantación de arbolitos que quizá llegaran a algo algún día. La casa del viejo Shaw estaba sobre la cima de una colina desnuda y soleada, con unos pocos abetos y pinos, únicos árboles capaces de resistir la fuerza de los vientos que soplaban algunas veces fuertemente desde el mar. Los frutales nunca crecerían allí, y eso había sido la constante pena de Sara.
—¡Oh, papacito, si pudiésemos tener un huerto! —Solía decir anhelante, cuando
las otras granjas de White Sands lucían blanqueadas por las flores de manzano. Y cuando partió, dejando a su padre sin nada que esperar, excepto su regreso, el anciano decidió que la hija encontraría un huerto a su vuelta.
Sobre la colina sur, amparado por los bosques de abetos y tendido al sol, había un campito tan fértil que toda una vida de mala administración no había podido agotar.
Allí plantó el viejo Shaw su huerto y lo vio crecer, vigilándolo y atendiéndolo hasta
que llegó a conocer y amar a cada árbol como a un hijo. Sus vecinos se reían de él,
diciendo que los frutos de un huerto tan alejado de la casa serían robados. Pero
todavía no había frutos, y a su debido tiempo, los habría de sobra.
—Blossom y yo tendremos cuanto queramos y los muchachos pueden quedarse con el resto, si es que les apetece más que una conciencia tranquila —dijo el poco comerciante viejo Shaw.
Al volver a su querido huerto, encontró un raro ejemplar de abeto y lo trasplantó
para Sara. A ella le gustaban los abetos. Lo plantó en el costado umbrío y abrigado de la casa y se sentó entonces sobre el viejo banco junto a la puerta del jardín, a leer la última carta que recibiera de su hija. Esa carta, que era nada más que una nota, anunciaba que pronto regresaba al hogar. Sabía cada palabra de memoria, pero eso nobechaba a perder el placer de releerla cada media hora.
El viejo Shaw se había casado tarde, eligiendo mujer, según decían los habitantes de White Sands, con su discernimiento habitual, cosa que, en lenguaje común, significaba que lo había hecho sin discernimiento alguno. De otro modo, nunca se hubiera casado con Sara Glover, una chicuela de grandes ojos pardos como los de unabasustada criatura de los bosques y con la delicada contextura de una maya.
—Es la última mujer del mundo para un campesino; no tiene fuerzas.
Los habitantes de White Sands tampoco podían comprender por qué Sara Glover
se había casado con él.
—Bueno, cada día nace un tonto.
Ni el viejo Shaw (ya se le conocía por tal nombre, aunque apenas llegaba a los
cuarenta) ni su joven novia se preocuparon lo más mínimo por las opiniones de White Sands. Tuvieron un año de perfecta felicidad, cosa que vale la pena vivir, aunque el resto de la vida sea un triste peregrinaje, y entonces el viejo Shaw se volvió a encontrar solo otra vez, sin más que la pequeña Blossom. La bautizó Sara, en recuerdo de su madre muerta, pero para su padre fue siempre Blossom; un precioso capullo cuyo brotar había costado la vida de su madre.
Los parientes de Sara Glover, especialmente una tía rica de Montreal, habían querido hacerse cargo de la niña, pero el viejo Shaw casi se enfureció ante la sugerencia. No daría la pequeña a nadie. Se tomó a una mujer para que atendiera la casa, pero era el padre quien cuidaba a la niña. Fue tan tierno, escrupuloso y fiel como una mujer. Sara nunca echó de menos el cuidado materno y se transformó en una criatura llena de luz y de vida, constante deleite para todos cuantos la conocían. Se las arreglaba siempre para alegrar la vida. Estaba dotada de todas las virtudes de
los padres, con una elástica vitalidad que no pertenecía a ninguno de ellos. Cuando
tuvo diez años, despidió a los sirvientes e hizo de ama de casa para su padre durante seis deliciosos años, años en que fueron padre e hija, hermano y hermana, y además «compinches». Sara nunca fue al colegio, pero su padre la educó a su manera. Cuando terminaban la labor, vivían en los bosques y en los campos, en el jardincito que hicieron en la parte cubierta de la casa o por la costa, donde ellos amaban el sol y la tormenta por igual. Nunca una camaradería fue tan perfecta ni tan satisfactoria.
—Son carne y uña —decían los de White Sands, mitad con envidia, mitad con
reprobación.
Cuando Sara tuvo dieciséis años, la señora Adair, la rica tía de quien habláramos antes, descendió sobre White Sands con todo el esplendor de su refinamiento, de su cultura y de su mundanismo, y bombardeó al viejo Shaw con tales argumentos que no le quedó otro remedio que sucumbir. Era una vergüenza que una muchacha como
Sara tuviera que crecer en un lugar como White Sands «sin oportunidades y sin
educación», como dijo la señora Adair encolerizada, sin comprender que la sabiduría y el conocimiento son dos cosas enteramente distintas.
—Por lo menos déjame darle a la hija de mi querida hermana lo que hubiera dado
a la mía, si la hubiera tenido —rogó entre lágrimas—. Déjame llevarla conmigo y
enviarla a un buen colegio durante unos años. Entonces, si así lo desea, puede
regresar.
La señora Adair no creyó ni por un instante que Sara querría regresar a White
Sands junto a su extravagante padre, luego de los tres años de vida que pensaba darle.
El viejo Shaw consintió, influido no por las fáciles lágrimas de la señora Adair,
sino por su convicción de que lo exigía la justicia hacia Sara. Ésta no quería irse en
modo alguno; rogó y lloró, pero su padre, convencido de que el viaje era lo mejor
para ella, fue inexorable. Todo, aun los sentimientos de la muchacha, debía ceder ante eso. Mas habría de regresar a él sin estorbo ni obstáculo cuando sus clases hubiesen terminado. Sólo cuando se dejó esto bien sentado consintió Sara en irse. Sus últimas palabras, gritadas a través de las lágrimas, mientras ella y su tía se perdían por el sendero fueron:
—Volveré, papacito. Dentro de tres años volveré. No llores; espera ese día.
Y lo esperó durante los tres largos y solitarios años que siguieron durante los
cuales no vio a su querida hija. Medio continente estaba entre ellos, y la señora Adair siempre con alguna excusa había vetado las visitas de vacaciones. Pero cada semana traía una carta de Sara. El viejo Shaw las tenía todas atadas con una de sus viejas cintas azules y las guardaba en una caja de palo de rosa que había pertenecido a su madre. Pasaba las tardes de los domingos releyéndolas, con la foto de Sara ante sí. Vivía solo negándose a que no lo molestaran con gentil ayuda, pero mantenía la casa
hermosamente ordenada.
—Es mejor amo de casa que labrador —decían los de White Sands. Nada había
cambiado. Cuando regresara Sara, no la herirían los cambios. Nunca se le ocurrió que quizás ella regresara cambiada.
Y ahora esos tres interminables años habían pasado, y la muchacha regresaba a casa. Nada le escribió ella de los ruegos y reproches, y de las fáciles y fútiles
lágrimas de su tía; sólo le puso que se graduaría en junio y que partiría una semana después. Desde entonces, el viejo Shaw anduvo en un estado de beatitud preparando las cosas para la llegada. Mientras estaba sentado al sol en el banco, con el mar brillante y ondulado al pie de las verdes cuestas, pensó con satisfacción que todo estaba en perfecto orden. Nada quedaba por hacer, excepto contar las horas que faltaban hasta el hermoso y ansiado pasado mañana. Se dio a soñar despierto.
Las rosas rojas habían florecido. A Sara le habían gustado siempre estas rosas
rojas; eran tan vivaces como ella y poseían su intensidad de vida y de alegría de vivir.
Y, además, había ocurrido un milagro en el jardín del viejo Shaw. En un rincón había
un rosal, que nunca florecía a pesar de los cuidados. Sara solía llamarlo «el rosal
achaparrado». ¡Milagro! Este verano había trasformado la atesorada dulzura de años
en plenos capullos blancos, cual huecas copas de marfil, con una fragancia picante y embrujadora. «Aquello era en honor del regreso de Sara», soñaba el viejo Shaw.
Todas las cosas, hasta «el rosal achaparrado», sabían de su regreso, y esperaban gozosas. Se estaba deleitando con la carta de Sara cuando llegó la señora de Peter Blewett. Le dijo que había subido a ver cómo le iba y a saber si necesitaba alguna ayuda antes del arribo de Sara.
El viejo Shaw sacudió la cabeza.
—No, señora; gracias, señora. Todo está listo. No podría dejar que otro prepare
las cosas para Blossom. Pensar que estará aquí pasado mañana. Estoy lleno de alegría, en cuerpo, mente y alma, al saber que tendré a mi pequeña Blossom otra vez en casa.
La señora Blewett sonrió agriamente. Cuando tal dama sonreía, anunciaba
tribulaciones, y las gentes avisadas habían aprendido a recordar que tenían negocios urgentes en otra parte antes de que esa sonrisa se tradujera en palabras. Pero el viejo Shaw nunca había aprendido a ser inteligente en lo que concernía a la señora Blewett, aunque fuera su vecina más cercana durante años e importunara su vida con consejos y «visitas vecinales».
La señora Blewett era un ser con quien la vida había sido dura. El efecto de ello
era hacerle considerar la felicidad ajena como un insulto personal. Le dolió la alegría del viejo Shaw ante el regreso de su hija y «consideró su deber» deshacer el hechizo cuanto antes.
—¿Cree usted que Sara estará ahora contenta con White Sands? —preguntó.
El viejo Shaw pareció ligeramente azorado.
—Desde luego que estará contenta —dijo lentamente—. ¿No es ésta su casa? Y,
¿no estoy yo aquí?
La señora Blewett volvió a sonreír, con doble desprecio ante tal simplicidad.
—Bueno, es cosa agradable que esté usted tan seguro de ello. Si fuera mi hija
quien regresara a White Sands después de tres años de vida elegante entre ricos y un
buen colegio, yo no tendría un minuto de paz. Sabría perfectamente que despreciaría todo aquí y que se sentiría descontenta y desdichada.
—Puede que lo hiciera su hija —dijo el viejo Shaw con más sarcasmo del que se
creía capaz— pero Blossom, no.
La señora Blewett sacudió sus flacos hombros.
—Puede que no. Tengo la esperanza de que así sea, por bien de ambos. Pero yo
en su lugar estaría preocupada. Sara ha estado viviendo entre gente fina y pasándolo muy bien y es razonable que encuentre a White Sands horriblemente solitario y aburrido. Fíjese en Lauretta Bradley. El invierno pasado estuvo un mes en Boston y desde entonces no ha podido resistir a White Sands.
—Lauretta Bradley y Sara Shaw son dos seres diferentes —dijo el padre de Sara
tratando de sonreír.
—Y la casa de usted, también —continuó implacable la señora Blewett—. Es un
lugar tan raro, pequeño y viejo. ¿Qué pensará de él después de vivir en casa de su tía? He oído decir que la señora Adair vive en un palacio. Le prevengo que Sara
probablemente lo desprecie a usted, y debe estar preparado para ello. Desde luego, supongo que ella creerá que debe regresar, ya que lo prometió tan solemnemente. Pero estoy segura de que no lo quiere, y no la culpo por ello.
Hasta la señora Blewett tenía que respirar alguna vez y ésa fue la oportunidad del
viejo Shaw. La había escuchado, ofuscado y encogido, como recibiendo una lluvia de
golpes, pero ahora cambió de repente. Le brillaron los ojos como nunca.
—Si ya ha dicho su discurso, Martha Blewett, ahora puede marcharse —dijo
apasionadamente—. No voy a escuchar una sola palabra más. ¡Retírese de mi vista y del alcance de mis oídos!
La señora Blewett se fue sin decir palabra, enmudecida por tal insólito estallido
por parte del suave viejo Shaw.
En cuanto partió, el viejo cayó en su asiento, disipada la ira. Su alegría estaba
muerta; su corazón, pleno de dolor y amargura. Martha Blewett era una mujer
retorcida y maligna, pero temía que hubiera demasiado de verdad en sus palabras. ¿Cómo nunca había reparado en ello? Desde luego que White Sands le parecería a Blossom feo y solitario; desde luego que la casita gris donde naciera parecería pobre comparada con los esplendores de la casa de su tía. El viejo Shaw cruzó el jardín y contempló el lugar con ojos nuevos. ¡Qué pobre y simple era todo! ¡Qué ruinosa la vieja casa! Subió hasta la habitación de Sara. Estaba pulcra y limpia, tal como ella la dejara tres años antes. Pero era pequeña y oscura; el cielo raso estaba descolorido; los muebles eran viejos y desvencijados. Aquello le parecía pequeño y miserable. Ni el huerto en la colina le traía consuelo. A Blossom no le importarían los huertos. Estaría
avergonzada de su viejo y estúpido padre y de la estéril granja. Odiaría a White
Sands, se irritaría ante su chata existencia y despreciaría todo lo que conspirara contra su vida, sin horizontes.
Esa noche, el viejo Shaw se sintió tan infeliz, que la señora Blewett hubiese
estado bien satisfecha de haberlo sabido. Se contempló como creía que sus vecinos le consideraban: un pobre viejo tonto y sin espíritu, que sólo tenía una cosa de valor en el mundo, su hija, y que no supo lograr una posición para tenerla consigo.
—¡Oh, Blossom, Blossom! —dijo con acento tal que pareció estar hablando de
alguien ya muerto.
Al poco rato había pasado su amargura. Se negó a seguir creyendo que Blossom
se avergonzaría de él; sabía que no sería así. Tres años no podrían alterar su lealtad; no, ni siquiera lo hubiera podido un tiempo diez veces mayor. Pero podría haber cambiado, en esos tres años brillantes y atareados. Quizá su compañía ya no la satisficiera. ¡Qué simple e infantil había sido su espera! Sería dulce y gentil; Blossom nunca podría ser de otra forma. No mostraría abiertamente el desagrado o el descontento, nunca sería como Loretta Bradley; pero el sentimiento seguiría allí y él lo adivinaría y le destrozaría el corazón. La señora Blewett tenía razón. Cuando dejó partir a Blossom, no debió hacer a medias su sacrificio.
No debió haberla comprometido a regresar. Esa noche caminó por su jardincillo hasta muy tarde, bajo las estrellas, oyendo el mar que susurraba y lo llamaba desde la falda de la cuesta. Por fin se fue a acostar, pero no durmió, sino que quedó tendido hasta la mañana con los ojos húmedos de lágrimas y el corazón desesperado. Hizo su trabajo abstraído. Frecuentemente soñaba despierto, y se detenía donde quiera que estuviera, mirando sin ver. Sólo una vez mostró animación. Fue cuando vio que la
señora Blewett subía por el sendero. Entró en la casa como flecha y echó llave a la
puerta, oyéndola golpear en silencio. Cuando la mujer se fue, abrió la puerta y
encontró sobre el banco una fuente de buñuelos frescos, cubiertos con una servilleta. La señora Blewett quería indicar de esa forma que no le guardaba rencor por su poco cortés despedida del día anterior; lo más probable era que también su conciencia la martirizase un poco. Pero sus buñuelos no podrían curar la mente que había envenenado. El viejo Shaw los cogió, los llevó hasta el chiquero y se los dio a los puercos. Era el primer acto rencoroso que cometía en su vida y sintió la más inmoral de las satisfacciones al hacerlo.
A media tarde regresó al jardín, no pudiendo resistir la nueva soledad de la casa. El viejo banco estaba templado por el sol. Se sentó con un largo suspiro, dejando caer tristemente la cabeza sobre el pecho. Había decidido qué debía hacer. Diría a Blossom que podía regresar junto a su tía, sin preocuparse más por él; podía
arreglárselas muy bien solo y no la culpaba por nada.
Todavía estaba sentado cavilando, cuando una muchacha subió por el sendero. Era alta y esbelta y caminaba de una manera tal, que daba sensación de levedad. Era morena, con el pelo color negro profundo. Sus grandes ojos pardos lo miraban todo y pequeños sonidos escapaban entre sus labios entrecerrados, como expresión de una inarticulada alegría. Desde la puerta del jardín vio sobre el banco la agobiada figura y al instante voló por entre los rosales.
—¡Papacito! —gritó—. ¡Papacito!
El viejo Shaw se puso de pie con precipitada sorpresa. Al momento, un par de brazos rodeaban su cuello y unos labios estaban sobre los suyos; unos ojos juveniles llenos de amor lo miraban y una voz nunca olvidada, que temblaba entre lágrimas y risas, decía:
—¡Oh papacito! ¿Eres tú de verdad? ¡No puedo decirte lo bueno que es volver a
verte!
El viejo Shaw la abrazó, en un silencio de sorpresa y alegría demasiado grande
para creerlo. Pero ¡si ésta era Blossom, la misma Blossom que se marchara tres años antes! Un poco más alta, un poco más mujer, pero era su querida Blossom y no otra.Al comprenderlo, descubrió un nuevo paraíso.
—¡Mi pequeña Blossom —murmuró—, mi pequeña Blossom!
Sara restregó su mejilla contra la manga de la gastada chaqueta.
—Querido papá este momento compensa todos los sacrificios, ¿no es cierto?
—Pero… pero… ¿de dónde has salido? —preguntó mientras se recobraba de la
sorpresa—. No te esperaba hasta mañana. Tuviste que venir andando desde la
estación, ¿no? Y tu viejo papacito que no estaba allí para recibirte.
Sara se echó a reír, apartándose y bailando a su alrededor como cuando era niña.
—Ayer descubrí que podía hacer una combinación más rápida con el Canadian
Pacific y arribar anoche a mi casa. Tenía tal fiebre por llegar que aproveché la
oportunidad. Desde luego que vine andando desde la estación, pero sólo son dos millas y cada paso fue una bendición. Mis baúles están allí. Iremos mañana por ellos. Ahora, quiero ver todos los rincones queridos.
—Debes comer algo antes —la acució—. No hay mucho en la casa. Iba a hornear
mañana. Pero creo que podré conseguirte algo.
Estaba comenzando a arrepentirse de haber echado a los puercos los buñuelos de la señora Blewett cuando Sara borró tales pensamientos con un movimiento con la mano.
—No quiero comer ahora. Ya tomaremos algo juntos, como acostumbrábamos
cuando teníamos hambre. ¿Te acuerdas cómo se escandalizaban los vecinos por
nuestras comidas a horas irregulares? Tengo hambre, pero en el alma; hambre de
echar una mirada a todas las habitaciones y lugares queridos de la casa. Ven, aún
quedan cuatro horas de luz y quiero meter en ellas todo cuanto he echado de menos
en estos tres años. Empecemos por el jardín. ¡Oh papá! ¿De qué sortilegio te has
valido para hacer florecer al rosal achaparrado?
—No fue sortilegio; simplemente dio flores porque tú regresabas.
Tuvieron una gloriosa tarde, como dos niños. Exploraron primero el jardín y
luego la casa. Sara bailó en cada habitación y luego subió a la suya, de la mano de su padre.
—¡Oh, qué hermoso es volver a mi habitación, papacito! Estoy segura de que
aquí me esperan mis viejos sueños y esperanzas. Corrió hasta la ventana, la abrió y se asomó.
—Papá, no hay en el mundo una vista tan hermosa como la cueva del mar entre
los promontorios. He contemplado un magnifico paisaje; cierro los ojos y conjuro la imagen. Escucha al viento susurrar entre los árboles. ¡Cuánto he añorado esa música! La llevó hacia el huerto y siguió perfectamente su plan de sorpresa. Ella lo premió haciendo exactamente cuanto él soñara, golpeando sus manos y gritando: —¡Oh papacito! ¡Pero, papacito! Terminaron su paseo en la costa y al atardecer regresaron a sentarse en el viejo
banco del jardín. Ante ellos se extendía un mar de esplendor, que brillaba como una joya que se perdía hacia occidente. Los largos promontorios a cada lado eran color púrpura oscuro y el sol dejaba tras sí un vasto y limpio arco de blanco puro y rosa indefinido. Tras el huerto, en un cielo frío y verde, brillaba un planeta de cristal y la noche derramaba sus sombras desde su cáliz. Los abetos se regocijaban al viento y hasta los maltrechos pinos cantaban al mar. Sus corazones fueron invadidos por viejos recuerdos.
—Baby Blossom —balbuceó el viejo Shaw—, ¿estás bien segura de hallarte
contenta aquí? Allí —dijo señalando vagamente el horizonte que encerraba un mundo lejano— están el placer, las diversiones y todo lo demás. ¿No lo echarás de menos? ¿No te cansarás de tu viejo padre y de White Sands?
Sara le palmeó cariñosamente la mano.
—Ese mundo es un lindo lugar —dijo pensativa—. He pasado tres años
espléndidos y espero que enriquezcan toda mi vida. Hay allí cosas maravillosas para ver y aprender; gentes buenas y nobles a quienes conocer; hermosos acontecimientos que admirar, pero —dijo echándole los brazos al cuello y apoyando la mejilla en la suya— papacito no estaba allí. Y el viejo Shaw contempló silenciosamente el crepúsculo, y más lejos, a través del crepúsculo, un esplendor más bello y radiante del cual las cosas son pálidos reflejos que no merecen la atención de aquellos que tienen el don de ver la verdadera belleza.
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CRONICAS DE AVONLEA
Teen FictionTodos los que han leído el inolvidable Anne, la de Tejados Verdes, que perdura en el tiempo como un verdadero clásico de la literatura juvenil, se fascinarán con la publicación de esta serie de cuentos que L. M. Montgomery escribió una vez que la hi...