Nancy Rogerson se sentó sobre el umbral de la puerta de Louisa Shaw lanzando
un largo suspiro de placer con atisbos de tristeza. Todo parecía ser lo mismo; el jardín cuadrado era tan cuadrado como siempre y tan desordenado, con la misma encantadora mezcla de frutas y flores, matorrales de grosellas y lilas, un manzano retorcido que aparecía aquí y allá y un espeso matorral de cerezas al pie. Detrás se veía una línea de afilados abetos, que se destacaban contra el rosado poniente, sin parecer un día más viejos que veinte años antes, cuando Nancy era una jovencita que caminaba y soñaba a su sombra. El viejo sauce estaba tan grande y llorón como entonces y también, pensó Nancy estremeciéndose, tan lleno de orugas. Nancy había aprendido muchas cosas en sus veinte años de exilio de Avonlea, pero no pudo aprender a dominar su temor a las orugas. —Pocos cambios hay, Louisa —dijo, apoyando el mentón entre sus manos
regordetas y blancas, mientras aspiraba el deleitoso olor de la menta aplastada por los pies de Louisa—. Me alegro; temía regresar por miedo a que hubieras mejorado el jardín, matándolo, o peor aún, trasformándolo en un campo ordenado. Está tan magníficamente desarreglado como siempre y la cerca aún se balancea. No puede ser la misma, pero lo parece. No, todo ha cambiado muy poco. Gracias, Louisa. Louisa no tenía la menor idea de por qué Nancy le daba las gracias, pero nunca la había entendido mucho, a pesar de todo lo que la quisiera en los días de la niñez, que ahora le parecían más lejanos que a Nancy.
Louisa estaba separada de ellos por la plenitud de su casamiento y su maternidad, mientras que su amiga los contemplaba por la estrecha rendija que forman los años vacíos.
—Tú no has cambiado mucho, Nancy —dijo contemplando admirada la elegante
figura en uniforme de enfermera que su amiga se había puesto para mostrarle cómo era. Tenía la tez rosada y blanca y los ondulados cabellos castaños dorados—. Te has conservado maravillosamente bien.
—¿Si? —dijo Nancy, complacida—. Los métodos modernos de masaje y el cold
crean han alejado las arrugas y, por fortuna, poseo la tez de los Rogerson. No pensarías que tengo treinta y ocho años, ¿no? ¡Treinta y ocho! Hace veinte años consideraba a cualquiera de esa edad como a un Matusalén con faldas. Y ahora me siento tan horrible y ridículamente joven, Louisa. Cada mañana, cuando me levanto, me digo solemnemente tres veces: «Nancy Rogerson, eres una solterona», para no olvidarlo durante el día.
—Sospecho que no te preocupa mucho serlo —dijo Louisa encogiéndose de
hombros.
Ella no hubiera sido una solterona por nada del mundo: y, sin embargo, envidiaba a Nancy su libertad, su amplia vida en el mundo, su frente sin arrugas y su
descuidada ligereza de espíritu.
—Sí que me importa —respondió Nancy con franqueza—. Odio ser una
solterona.
—¿Y por qué no te casas? —preguntó Louisa, reconociendo inconscientemente la eterna posibilidad de su prima de contraer matrimonio.
Nancy sacudió la cabeza.
—No, eso tampoco me vendría bien. No quiero estar casada. ¿Recuerdas la
historia que contaba hace tiempo Anne Shirley sobre la alumna que quería ser viuda porque «si estabas casada, tu marido mandaba y si no estabas casada, la gente te llamaba solterona»? Bueno, ésa es precisamente mi opinión. Me gustaría estar viuda. Entonces tendría la libertad de las solteras, con los privilegios de las casadas; podría hacer la torta y comérmela. ¡Oh, quién fuera viuda!
—¡Nancy! —dijo Louisa con tono espantado.
Aquélla rió, y su risa corrió por el jardín con el suave tono de un arroyuelo.
—Louisa, todavía puedo espantarte. Así solías decirme hace mucho, como si
hubiera trasgredido los diez mandamientos.
—Dices cosas tan raras —protestó Louisa—, y la mitad de las veces no sé qué
quieres significar con ellas.
—Tampoco yo lo sé. Quizá la dicha de regresar a estos viejos lugares me ha
trastornado un poco. He encontrado aquí mi niñez perdida. En este jardín no puedo
tener treinta y ocho años, me resulta completamente imposible. Tengo dieciocho, y dos pulgadas menos de cintura. Mira, el Sol se pone. Todavía usa su viejo truco de echar sus últimos destellos sobre la granja de los Wright. ¿A propósito, Louisa, vive allí todavía Peter Wright?
—Sí. —Louisa echó una mirada interesada a su aparentemente plácida amiga.
—Casado, supongo, y con media docena de chiquillos —dijo ésta indiferente,
mientras alzaba algunos ramos de menta y los prendía a su pecho. Quizás el esfuerzo de inclinarse le hizo subir los colores a la cara. Pero allí había más colores que los de los Rogerson, y Luisa, a pesar de lo lento de sus procesos mentales en algunos aspectos, creyó comprender el significado de aquel rubor, así como el de los que siguieron. Se inflamaron en ella sus instintos de casamentera.
—Por cierto que no —respondió prontamente—. Peter Wright no se casó. Ha sido fiel a tu recuerdo, Nancy.
—¡Uf! Me haces sentir muerta y enterrada en el cementerio de Avonlea, con una
lápida con un sauce llorón grabado —dijo Nancy estremeciéndonse—. Cuando se
dice que un hombre ha sido fiel al recuerdo de una mujer, por lo general eso quiere significar que no pudo conseguir otra que cargase con él.
—Ése no es el caso de Peter —protestó Louisa—. Es un buen partido y muchas
hubieran cargado con él, y todavía lo harían. Sólo tiene cuarenta y tres años. Pero no ha demostrado el menor interés por ninguna desde que lo dejaste, Nancy.
—Yo no fui. Él me dejó —dijo Nancy, plañidera, contemplando a lo lejos, a
través de los campos y el valle de los abetos, los blancos edificios de la granja de los Wright que brillaban al sol mientras el resto del valle de Avonlea se envolvía en las sombras. En sus ojos había risa, y Louisa no podía ver si había algo bajo aquella mirada.
—¡Vamos! —dijo Louisa—. ¿Por qué riñeron Peter y tú? —añadió curiosa.
—Muchas veces me lo pregunté.
—¿Y desde entonces no lo has vuelto a ver?
—No. ¿Ha cambiado mucho?
—Bueno, algo sí. Tiene los cabellos grises y aspecto cansado. Pero no es cosa de
extrañarse, por la vida que lleva. No ha tenido ama de llaves en dos años, desde que murió su tía. Vive solo y hasta se cocina. Nunca estuve en su casa, pero dicen que hay un desorden terrible.
—Sí, no creo que Peter tenga alma de buen dueño de casa —dijo Nancy
ligeramente, tomando otro ramo de menta—. Piensa, Louisa, que de no haber sido
por aquella vieja disputa, ahora podría yo ser la señora de Peter Wright, madre de la
antedicha media docena, y estar quebrándome los cascos por la comida, los calcetines y las vacas de Peter.
—Supongo que estarás mejor así.
—No lo sé. —Nancy volvió a contemplar la blanca casa sobre la colina—. He
llevado una vida magnífica, pero eso no parece satisfacerme. Para ser sincera (y la
sinceridad es cosa rara entre mujeres cuando se habla de hombres) creo que preferiría estar cocinando para Peter y limpiando su casa. Ahora no me importarían sus errores de gramática. He aprendido por ahí un par de cosas valiosas y una de ellas es que no
importa cómo habla un hombre, con tal de que no te insulte. A propósito ¿Peter sigue
enfadado con la gramática?
—Yo… yo no sé. Nunca supe que lo estuviera.
—¿Dice todavía «lo qué» y «cosa»?
—Nunca lo noté —confesó Louisa.
—¡Envidiable Louisa! ¡Ojalá hubiera nacido yo con esa bendita facultad de no notar nunca las cosas! Sienta más eso a una mujer que la belleza o la inteligencia. Yo
sí notaba los errores de Peter. Cuando decía «lo qué», me llevaban los diablos. Traté, con todo tacto, de reformarlo en ese campo. A Peter no le gustaba ser reformado; los Wright tienen muy buena opinión sobre ellos mismos. Reñimos por una cuestión de sintaxis. Peter me dijo que tendría que tomarlo como era, con su sintaxis y todo, o irme sin él. Y me fui sin él; y desde entonces he estado cavilando si lo sentí de verdad o era simplemente un pesar sentimental que estaba tratando de meter en mi corazón. Me atrevo a decir que es esto último. Ahora bien, Louisa, estoy viendo el comienzo de la maquinación en el fondo de tus ojos. Ahógalo, querida. De nada vale tu
intención de unirnos ahora; no, ni siquiera una tímida invitación a tomar té una tarde,
como estás pensando en este momento.
—Bueno, tengo que ir a ordeñar —tartamudeó Louisa, casi contenta de escaparse.
El poder de leer los pensamientos que tenía Nancy la ponía incómoda. Temía
quedarse junto a su prima un rato más, no fuera que Nancy sacara a luz todos sus
secretos.
Nancy se quedó sentada mucho tiempo después que Louisa hubo partido; se
quedo allí hasta que cayó la noche dulcemente sobre el jardín y las estrellas
parpadearon sobre los abetos. Ése había sido el hogar de su niñez. Allí había vivido y cuidado la casa de su padre. Cuando éste murió, Curtis Shaw, recién casado con su prima Louisa, compró la granja y se mudó. Nancy quedó con ellos, esperando tener pronto casa propia. Ella y Peter Wright estaban comprometidos.
Entonces ocurrió la misteriosa disputa, sobre cuya causa quedaron ignorantes
amigos y familiares de ambas partes. Pero de sus resultados tuvieron completa
noticia. Nancy hizo sus maletas y partió a setecientas millas de Avonlea. Fue a un
hospital en Montreal y estudió para enfermera. En los veinte años que siguieron nunca regresó. Su súbito regreso ese verano era un brote de su añoranza por aquel jardín. No había pensado en Peter. A decir verdad, poco había pensado en él durante los últimos quince años. Creía haberlo olvidado. Pero ahora, sentada en el viejo umbral donde estaba a menudo durante los días de su noviazgo, con Peter reclinado a
sus pies, algo le tocó el corazón. Miró a través del valle la luz encendida en la cocina de los Wright y se presentó a Peter sentado allí, solo y sin quien lo cuidara,
ocupándose él mismo de sus cosas.
—Bueno, debería haberse casado —dijo—. No voy a preocuparme porque sea un
viejo solterón, cuando todos estos años lo he creído casado. Por lo menos, podría
tomar a alguien que lo cuide en casa. Puede pagarlo; el lugar parece próspero. Yo tengo una buena cuenta en el Banco y he visto casi todo lo que vale la pena de verse en el mundo; pero tengo varios cabellos grises bien escondidos y la terrible convicción de que la gramática no es, después de todo, una de las cosas esenciales en la vida. Bueno, no voy a estarme quejando más. Voy a leer la más excitante de las novelas que he traído.
Durante la semana siguiente, Nancy se divirtió a sus anchas. Leyó y se hamacó en el jardín, se internó por los campos, los bosques y las solitarias mesetas.
—Eso me gusta más que ver gente —dijo cuando Louisa le sugirió que visitara a
éstos o aquéllos, especialmente a los vecinos de Avonlea—. Todas mis antiguas
compinches se han ido, o están casadas y cambiadas, y las nuevas no me conocen y
me hacen sentir terriblemente avejentada. Es peor sentirme avejentada que vieja,
¿sabes? En los bosques me siento externamente joven como la naturaleza. Y es tan lindo no tener que lidiar con los termómetros, la temperatura y los caprichos de los demás. Déjame que me ocupe de mis caprichos, Louisa, y dame unos azotes cuando llegue tarde a cenar. Ni siquiera volveré a ir a la iglesia. Fue tan horrible ayer. Esa iglesia es terriblemente nueva.
—Se la considera la iglesia más linda de estos alrededores —protestó Louisa, un
poco herida.
—Las iglesias no necesitan ser lindas; deben tener por lo menos cincuenta años y poseer una belleza añeja. Las iglesias nuevas son abominables.
—¿Viste a Peter Wright allí? —preguntó Louisa, que estaba deseando
preguntarlo.
Nancy asintió.
—Por cierto que sí. Se sentó frente a mí, en el banco de la esquina. No me pareció
que haya cambiado para mal. El cabello gris le sienta. Pero me sentí terriblemente
desilusionada en lo que a mí respecta. Esperaba haber sentido por lo menos un
romántico estremecimiento, pero todo lo que sentí fue un reconfortante interés, como si se hubiese tratado de un viejo amigo. Hice cuando pude, Louisa, pero no conseguí estremecerme.
—¿Se acercó a hablarte? —preguntó Louisa, quien no tenía la menor idea de qué quería significar Nancy con sus estremecimientos.
—Ay, no. Y no fue por mi culpa. Me quedé afuera, junto a la puerta, con mi
expresión más amistosa, pero Peter simplemente pasó sin mirar en ninguna dirección. Mi vanidad se conformaría un poco, si creyera que ello se debió a su orgullo. Pero hablando con franqueza, querida Weezy, aquello me dio la impresión de que él ni siquiera lo pensó. Estaba más interesado en su charla con Oliver Sloane sobre la cosecha de heno; a propósito, Sloane está peor que nunca.
—Si te sientes como dijiste la otra noche, ¿por qué no fuiste a hablarle?
—Porque ahora no me siento así. Aquello fue sólo algo pasajero. Y tú no sabes
nada sobre eso. No conoces qué es desear desesperadamente en un instante algo que no tomarías por nada del mundo una hora después.
—Pero eso es una tontería.
—Una tontería completa. Pero ¡es tan lindo ser tonto después de haber sido
obligada a ser terriblemente sensata durante veinte años! Bueno, esta tarde iré a recoger fresas, Louisa. No me esperes para el té; probablemente no regresaré hasta que oscurezca. Me quedan cuatro días y quiero aprovecharlos al máximo.
Nancy fue lejos en su vagabundeo de esa tarde. Cuando hubo llenado su cesto,
todavía camino sin rumbo fijo. De pronto se encontró en un sendero del bosque, que iba a parar a un campo donde un hombre segaba heno. Era Peter Wright. Nancy anduvo más de prisa cuando lo descubrió, sin haberlo mirado, y las espesuras pronto la cubrieron. Sus recuerdos le indicaron que estaba en los campos de Peter Morrison, y calculó que si seguía derecho, iría a parar donde estuviera la vieja casa de los Morrison. Sus cálculos fueron bastante acertados, pero con una ligera variante. Llegó
a unas cincuenta yardas al sur de la casa abandonada de los Morrison y se encontró en los fondos de la granja de los Wright.
Al pasar junto a la casa, donde había anhelado ser la señora una vez, fue vencida por la curiosidad. El lugar no estaba a la vista de ninguna otra casa cercana. Con toda deliberación se acercó, con intención de echar una mirada por la ventana de la cocina.
Pero, viendo que la puerta estaba abierta, se acercó allí y se detuvo en el umbral,
mirando agudamente a su alrededor.
La cocina estaba horriblemente desordenada. Aparentemente, hacía un par de semanas que no se barría el piso. Sobre la desnuda mesa estaban los restos del almuerzo de Peter, una comida que no era para tentar a nadie.
—¡Qué lugar más miserable para que viva un ser humano! —murmuró Nancy—.
Miren las cenizas en esa cocina. No son de extrañar las canas de Peter. ¡Esta tarde
tiene que trabajar duro en la cosecha, para venir a encontrar esto!
De pronto surgió una idea en su cerebro. Al principio pareció horrorizarse, pero
luego se echó a reír y miró su reloj.
—Lo haré, por divertirme algo y por un poco de lástima. Son las catorce y treinta,
y Peter no regresará por lo menos hasta las dieciséis. Tengo más de una hora para
terminar y salir a escape. Nadie lo sabrá jamás, ya que no pueden verme.
Nancy entró, se sacó el sombrero y empuñó la escoba. Lo primero que hizo fue dar a la cocina un buen barrido. Luego, encendió fuego y puso una marmita con agua a calentar y atacó a los platos. Por el número de éstos, dedujo que Peter no los lavaba desde hacía una semana.
—Supongo que usa los limpios hasta que se acaban y luego hace gran lavado —
pensó riendo—. ¿Dónde guardará los repasadores; si es que tiene?
Evidentemente, Peter no los tenía. Por lo menos, Nancy no pudo hallar ninguno.
Entró valientemente en la polvorienta sala y exploró los cajones del antiguo aparador,
confiscando una toalla que encontró allí. Mientras trabajaba, canturreaba, sus pasos eran leves y los ojos le brillaban de excitación. Nancy se divertía en grande; no quedaba duda sobre ello. El granito de malicia que había en la empresa la alegraba mucho.
Una vez lavados los platos, sacó un mantel limpio, aunque amarillo por la falta de uso, y procedió a tender la mesa para el té de Peter. En la despensa encontró pan y manteca; un viaje al sótano la proveyó de crema y volcó impertérrita sobre el plato de Peter el resto de un pote de dulce. Hizo el té y lo dejó al rescoldo. Y, como toque final, bajó al jardín y preparó un gran cuenco con rosas, que puso sobre la mesa.
—Ahora debo marcharme —dijo en voz alta—. Valdrá la pena ver la cara de
Peter. Me he divertido haciendo esto; pero ¿por qué? Nancy Rogerson; no te hagas
preguntas raras. Ponte el sombrero y vete a casa, y, de paso, prepara una coartada
para la falta de tus fresas.
Nancy se detuvo y miró pensativa a su alrededor. Había trasformado el lugar en
algo lindo, alegre y hogareño. Sintió otra vez un raro tirón en su corazón.
Imaginemos que ése era su lugar y esperaba el regreso de Peter para el té.
Imaginemos… Nancy se volvió, con el horrible presentimiento de lo que iba a ver.
¡Peter Wright estaba en la puerta!
La cara de Nancy enrojeció. Por primera vez en su vida, no podía justificarse.
Peter la miró, miró luego la mesa y las flores.
—Gracias —dijo gentilmente.
Nancy se recobró. Con risa avergonzada, alargó la mano.
—No me hagas arrestar por violación de domicilio, Peter. Vine y eché una mirada
a tu cocina; por impertinente curiosidad y por divertirme pensé en entrar y preparar el té. Pensé que te sorprenderías, y te aseguro que pensaba irme antes de que volvieras.
—No me hubiera sorprendido —dijo Peter estrechándole la mano—. Te vi cruzar
el campo, até los caballos y te seguí por el bosque. He estado sentado en la cerca,
contemplando tus idas y venidas.
—¿Por qué no te acercaste a hablarme ayer en la iglesia, Peter?
—Temí decir algo poco gramatical —contestó Peter secamente.
El rubor cruzó nuevamente la cara de Nancy y retiró su mano.
—Eres cruel, Peter.
Éste se echó a reír con una nota de juventud en su risa.
—Así es —dijo—, pero tenía que deshacerme de alguna manera de veinte años de malicia y rencor. Ahora ha pasado y seré tan gentil como tú sabes. Pero ya que te has tomado todo este trabajo para prepararme esta comida, Nancy, debes quedarte y ayudarme a comerla. Esas fresas parecen muy lindas. No he comido ninguna este verano; estoy muy ocupado para conseguirlas.
Nancy se quedó. Se sentó a la cabecera de la mesa de Peter y le sirvió el té. Habló
con él animadamente de los vecinos de Avonlea y de los cambios de los de su época. Peter la seguía, con la apariencia de un hombre cuyo corazón y cuya cabeza marchan de acuerdo. Nancy se sentía desdichada y al mismo tiempo ridículamente feliz. Estar sentada allí le parecía la cosa más grotesca del mundo, y, sin embargo, lo más natural.
Un instante tenía ganas de llorar y enseguida la risa surgía tan espontánea como la de una muchacha. El sentimiento y el humor siempre reñían dentro del alma de Nancy. Cuando Peter hubo terminado sus fresas, cruzó los brazos sobre la mesa y miró admirado a Nancy.
—Luces muy bien en la cabecera de la mesa —dijo con acento crítico—. ¿Cómo
es que no estuviste presidiendo una propia desde hace mucho? Yo pensé que por el mundo encontrarías muchos hombres que te gustaran; hombres que hablen bien.
—Peter, no empieces —dijo Nancy, con una mueca—. Fui una reverenda tonta.
—No; tú estabas en lo cierto. Yo fui el tonto. Si hubiese tenido dos dedos de
frente, habría entendido que me considerabas lo bastante para querer mejorarme y habría tratado de corregir mis errores, en lugar de enojarme. Supongo que ahora es demasiado tarde.
—¿Demasiado tarde para qué? —dijo Nancy, con el corazón lleno de esperanzas
ante algo que había en el tono y en el aspecto de Peter.
—Para… corregir los errores.
—¿Los gramaticales?
—No exactamente. Supongo que eso es cosa difícil en un viejo como yo. Pienso
qué dirías si te pidiera que me perdonaras y cargaras conmigo después de todo.
—Te apresaría antes de que tuvieses tiempo de cambiar de idea —dijo Nancy
valientemente. Trató de mirar a Peter a la cara, pero sus ojos azules, donde se mezclaban las lágrimas y la alegría, no pudieron resistir la mirada de los ojos pardos de Peter. Éste se puso de pie volcando la silla, y dio vuelta a la mesa, dirigiéndose hacia ella.
—¡Nancy, mi Nancy!
FIN.
![](https://img.wattpad.com/cover/255230014-288-k793649.jpg)
ESTÁS LEYENDO
CRONICAS DE AVONLEA
Roman pour AdolescentsTodos los que han leído el inolvidable Anne, la de Tejados Verdes, que perdura en el tiempo como un verdadero clásico de la literatura juvenil, se fascinarán con la publicación de esta serie de cuentos que L. M. Montgomery escribió una vez que la hi...