Capítulo 4: La palabra L

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No la he vuelto a ver.

Aquel día llegué con una sensación agridulce a la facultad. Por aquel arranque de valentía y lucha a contracorriente que me asaltó acabé llegando tarde a clase. Localicé a Raúl y me senté detrás de él porque era el único asiento libre que quedaba cerca de mi amigo.

Mientras avanzaba por el pasillo de clase me miraba y movía la cabeza asintiendo para preguntarme qué tal había ido la cosa. Yo negué con la cabeza y me senté a su espalda.

Cuando se acabó la clase se giró rápidamente y me preguntó.

-¿Qué ha pasado?

Aquel giro de cintura, esas ansias por conocer y la mirada de corderillo degollado que puso Raúl me recordó a cuando nos conocimos. Yo llevaba puesta mi cara de "soy una tipa dura y me importáis una mierda todos" mientras que por dentro estaba cagada de miedo. Ya había gente que se había conocido en los pasillos o incluso antes de clase, a través de Internet. Yo no porque soy una cagada y me da pavor todo lo nuevo. Raúl se giró, se presentó conteniendo lo máximo que pudo su pluma y yo fui muy correcta y educada. "Sosa", me dijo Raúl que fue lo primero que pensó de mi.

-No he podido darle el papel. Han entrado unos jugadores de baloncesto y se han interpuesto entre ella y yo y luego he tratado de alcanzarla por los pasillos pero no he podido. Cuando la he visto, ya estaba metida en el vagón.

Raúl me cogió la mano y me dijo que lo intentara de nuevo al día siguiente. Pero no hubo un siguiente. Aquella fue mi última oportunidad y no la pude aprovechar.

Día tras día, yo subía a nuestro vagón con la esperanza de volver a verla, pero ella dejó de aparecer tras esa última vez. Con el tiempo, dejé de sacudir la cola cuando llegaba a su parada, dejé de ponerme nerviosa al llegar la hora y también dejé de levantar la mirada para verla entrar por la puerta porque sabía que no iba a aparecer.

Cada vez que pienso en el tiempo que estuvimos jugando al perro y al gato me quiero dar de cabezazos contra la pared.

Siento que me han roto el corazón y ni siquiera he disfrutado de lo bueno de tener una relación romántica con alguien. Todo estaba en mi cabeza. 

Lo que parecían miradas invitando a entrar en su mundo, probablemente eran bizqueos por no llevar puestas las lentillas.

Lo que a todas luces era una sonrisa, seguramente era un tic nervioso o que estaría pensando en otra cosa.

Lo que era una historia de amor pactada en silencio, sólo eran imaginaciones mías.

Maldigo mi rico mundo interior...

Pero lo peor de todo es en qué posición me deja eso. Si me he enamorado de una chica, ¿significa que soy lesbiana? ¡Me cuesta hasta escribirlo! Como si fuera una palabra prohibida.

Quizá no me haya enamorado y sólo haya sido un lapsus momentáneo, una etapa o una mezcla de curiosidad y deseo por enamorarme de una vez.

-Raúl, ¿tú cómo lo supiste?

-¿Saber qué? -me pregunta instantes antes de darle un mordisco enorme al bocadillo de lomo con queso, bacon y pimientos que tanto nos gusta de la cafetería de la facultad. 

-Que eras gay.

Raúl mastica y saborea el bocadillo deleitándose de manera casi exagerada en los sabores de su boca. Una gota de grasa se le escurre por la comisura de los labios y saca rápidamente la lengua para lamerla y llevarla de nuevo a su interior.

-Creo... -comienza a decir. -Creo que estos bocadillos están tan buenos porque no han limpiado la plancha desde hace veinte años y, claro, los sabores se mezclan y al final...

-Raúl -le corto, -que me contestes.

Saca una servilleta de papel del servilletero de Coca-Cola. Sé lo que piensa. Odia esas servilletas de papel de cebolla que no limpian ni absorben ni nada. Coge tres o cuatro más y se limpia como puede.

-Siempre lo he sabido. Y siempre lo han sabido.

Me entristezco porque no es la respuesta que esperaba. Yo no lo he sabido siempre. Puede que no fuera como las demás chicas de mi clase, pero estaba convencida de que eso no me hacía diferente a ellas. Vale, jugaba al fútbol con los chicos en el recreo mientras las chicas jugaban a la goma, a la comba o simplemente hablaban de cosas que no me interesaban. Pero eso no significaba que quisiera ser un chico. Era una chica, me crecían los pechos como a una chica y tenía la regla como cualquier otra. Antes incluso que muchas compañeras. Estaba a gusto conmigo misma. Era la gente la que me hacía sentir incómoda, rara o fuera de lugar y a veces iba por el mundo con la sensación de ser un gran error de la naturaleza.

-Escucha, Nico -me dice Raúl, -vamos a hacer una cosa. Este sábado vamos a Chueca, a un bar de lesbianas.
Abro los ojos y mis cejas suben hasta la estratosfera como si fueran dos paracaídas de Felix Baumgartner.
-¡Ni de coña! -digo.
Raúl da otro mordisco al bocadillo sin dejar de asentir con autosuficiencia.
-Sí vamos a ir, lo estás deseando. Sólo necesitas un empujón. Y aquí estoy yo -cuando dice eso, se levanta de la silla y golpea con la pelvis en canto de la mesa. Un chico dos mesas más allá le mira y Raúl le desafía lanzándole un beso. El chico se ríe y vuelve a la conversación con sus amigos.
-Raúl, no soy como tú. Si fuera un animal, sería un caracol para poder meterme en el caparazón a la mínima que me tocaran un poco.
Mi amigo se ríe y a los segundos frena en seco la carcajada y se pone serio.
-El sábado. Tú. Yo. Un bar de lesbianas. Nos divertiremos.

Nunca he probado a decirle que no a Raúl y esta no va a ser la primera vez que lo haga.

Nico, por favorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora