Capítulo 3: El parto

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Una vez la chica del metro se sentó junto a mi. Casi se me salió el corazón del pecho. Incluso ahora mientras lo recuerdo estoy empezando a tener palpitaciones. 

Yo había encontrado un asiento libre en nuestra zona del vagón y me lancé a él. Había salido a correr el día de antes después de mucho tiempo sin hacerlo y no podía con mi vida ni con mis muslos. Estaba tan cansada que me daba igual si la chica del metro subía o no.

Pero subió y, llámalo casualidad, llámalo destino, la señora que estaba sentada a mi izquierda se levantó y salió del vagón, por lo que la chica aprovechó y se sentó a mi lado.

Tardé un poco en darme cuenta de eso. Como digo, estaba agotada y todavía era martes. Como hoy. Levanté la vista y me vi reflejada en la ventana de enfrente. Al estar en un túnel, la ventana se ennegreció y hacía de espejo. Entonces la vi sentada a mi lado, aunque mirando hacia otro lado.

Me quedé paralizada, como si tuviera a un dóberman salivando y mostrando sus dientes afilados justo en mi oreja.

Llevaba los auriculares, como siempre, tenía una mano apoyada en la barandilla junto a su asiento y la otra en su muslo derecho que estaba a un dedo del mío.

Sin pensarlo dos veces, hice desaparecer esa distancia y pegué mi muslo al suyo. El calor me inundó. Era agradable y horrible a la vez. Se me aceleró el corazón y empecé a respirar de manera entrecortada, pero no separé el muslo y ella tampoco lo retiró.

Veía por la ventana que ella seguía mirando hacia el otro lado, pero su mano derecha ganaba terreno milímetro a milímetro en su muslo, hasta que su dedo meñique rozó mi pierna.

Quise gritar, quise abrazarla, besarla. No dejaba de sonreír.

Entonces, como ahora, alguien interrumpió el momento. Una embarazada había puesto su bombo justo delante de mis narices y carraspeó un par de veces. Pillé la indirecta y le cedí el asiento. La muchedumbre y mi estado de estupor hizo el resto y me dejé arrastrar hacia el fondo del vagón, lejos de aquel meñique.

Maldije a todo el vagón, embarazada y bebé incluidos, de la misma manera que ahora maldigo al equipo de baloncesto que tengo delante y que no paran de reír y hablar muy alto (en todos los sentidos) y que apenas me dejan ver la puerta de entrada por la que tiene que hacer aparición mi chica.

Mi chica. Siento hormigas en el estómago cada vez que lo pienso.

Llegamos a su parada y entra puntual al vagón.

La veo entre el poco espacio que hay entre los cuerpos de los jugadores y veo que también le sorprende y le fastidia de alguna manera su presencia, pero no alcanza a verme.

Pienso que en algún momento se irán y tendré vía libre para mirarla. Pero no. Permanecen en el vagón durante todo el trayecto y se bajan en la misma parada que nosotras y que la mayoría de la gente.

Avanzamos en manada, casi arrastrándonos y empujándonos unos a otros. Los jugadores de basket están en todo momento entre la chica del metro y yo, haciéndome pantalla. No puedo hacerme un hueco de manera elegante. Tendría que empezar a dar codazos o escurrirme de manera poco natural entre la gente. Veo que se escapa, que es arrastrada por la masa por el intercambiador hasta que el camino se bifurca y ella toma una salida y yo la otra.

Me niego. No he reunido todo el valor que tengo y que no es mucho para que al final me vuelva a casa con las manos vacías.

Me doy media vuelta y lucho a contracorriente para seguir los pasos de la chica. Tengo que darle el papel como sea. ¡Como sea!

Parece un parto. Sudo. Empujo, la gente me mira mal, me pisa. Yo también piso y pido perdón cada dos pasos.

Conforme avanzo, noto que la masa se hace menos densa, que hay más hueco y respiro aliviada.

Corro hacia la otra salida, busco con la mirada a la chica y la encuentro subiéndose al vagón.

-¡Espera! -le gritó.

Ha sido una tontería gritarle, lo sé, me ha salido de muy adentro, de donde salen las cosas sin sentido. Pero la chica se gira y me ve. Le saludo con la mano y con la sonrisa más bonita que tengo, pero nada más. Estoy paralizada.

La empujan hacia el interior del vagón y ella me mira con gesto triste.

Le miro extrañada y ella niega con la cabeza.

El tren emprende la marcha y desaparece de la estación.

Sólo espero el momento de volver a verla mañana.

Nico, por favorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora