Los rayos del sol de un día al comienzo de la primavera, pálidos y dulces, caían sobre los pabellones de ladrillos rojos del Colegio de Queenslea y en los campos que los rodeaban, lanzando a través de los desnudos arces y olmos que comenzaban a renacer, evasivas imágenes de oro y marrón sobre los senderos.
No obstante, aquel sol pálido promovía la vida en los narcisos que con atisbos verdosos procuraban espiar desde el suelo las ventanas de los dormitorios estudiantiles. Una brisa joven de abril, fresca y suave, como si viniese de los campos del recuerdo en lugar de haber atravesado las deslustradas calles, jugueteaba por la copa de los árboles y azotaba los flecos sueltos de encaje de la hiedra que cubría el frente del edificio principal. Era una brisa que cantaba, pero cantaba para cada oyente el tema que vibraba en su corazón. Para los estudiantes que terminaban de ser diplomados y laureados por el «viejo Charlie», el grave presidente de Queenslea, en presencia de la admirada muchedumbre de padres y hermanas, novias y amigos, cantaba a la alegre esperanza, al éxito brillante y a las grandes hazañas. Cantaba a los sueños de la juventud que tal vez no se realizaran nunca por completo, pero que merecía la pena soñar. Dio ayuda a los hombres que no han alentado jamás semejantes sueños, a aquel que al abandonar las aulas no sea rico propietario de castillos en el aire. Tal vez ese hombre haya perdido el derecho a la felicidad. La muchedumbre se estrecho al pasar por la portada del gran vestíbulo y se
esparció por las inmediaciones del Colegio Superior, para después perderse por las calles, más allá. Eric Marshall y David Baker echaron a andar juntos. El primero se había graduado en Artes ese día, siendo el premiado de su clase; el segundo, había llegado al Colegio para presenciar la ceremonia de la graduación, casi encendido de orgullo ante el triunfo de Eric. Unía a los dos una vieja, probada y duradera amistad, aunque David fuese diez años mayor que Eric según la cuenta ordinaria del tiempo y cien años más viejo en cuanto al conocimiento de las luchas y dificultades de la vida, que envejecen al hombre mucho más rápidamente y de manera más efectiva que el mero transcurso del tiempo. Físicamente, los dos hombres no se parecían a pesar de ser primos segundos. Eric Marshall, alto, de anchos hombros, huesudo, con un caminar suelto y fácil que sugería una reserva, de fuerza y poder, era uno de esos hombres de quien los mortales menos favorecidos se sienten tentados seriamente de preguntar por qué todos los
beneficios de la fortuna suelen recaer en una sola persona. No solamente poseía una apariencia inteligente y agradable, sino también ese indefinido encanto de la
personalidad que resulta independiente de la belleza física o de la habilidad
intelectual. Tenía ojos azules grisáceos, firmes, el pelo castaño oscuro con reflejos
dorados en las ondas que formaba naturalmente y una barbilla que daba al mundo la seguridad de que allí había un carácter. Era hijo de un hombre rico, con una limpia juventud detrás de sí y un espléndido futuro por delante. Se lo consideraba un muchacho con un gran sentido práctico, completamente inocente de sueños románticos o visiones de cualquier tipo.—Me temo que Eric Marshall no será nunca capaz de realizar una acción
quijotesca —decía un profesor de Queenslea que tenía el hábito de componer dichos misteriosos—, pero si alguna vez lo llega a hacer, completará entonces el único elemento que le falta.David Baker era un hombre bajo y fornido, provisto de una cara fea, irregular y
agradable; sus ojos pardos, bondadosos pero reservados; la boca tenía un rictus
burlón que se transformaba en sarcástico, alegre o persuasivo según la voluntad de su dueño. La voz generalmente era suave y musical como la de una mujer; pocas
personas habían visto a David Baker verdaderamente enojado, y pocos habían oído los tonos que en tales casos partían de su garganta; y esas personas no sentían el menor deseo de repetir la experiencia.
Era médico —especialista en las enfermedades de la garganta— y comenzaba por aquel entonces a sentar promisoria fama en todo el país. Pertenecía a la Junta Médica del Colegio Superior de Queenslea y se susurraba que muy pronto habría de ser llamado para llenar una importante vacante en McGill.
Se había abierto camino a través de obstáculos y dificultades que sin duda habrían abatido a la mayoría de los hombres. En la época en que nació Eric, David Baker era un muchachito que hacía los mandados en el gran departamento de almacenes de Marshall y Compañía. Trece años más tarde se graduó con los más altos honores en el Colegio Médico de Queenslea. El señor Marshall le proporcionó toda la ayuda que el
elevado orgullo de David podía admitir y al graduarse, insistió en enviar al joven para
que siguiera un curso de postgraduados en Londres y en Alemania.
David ya había restituido centavo por centavo, todo el dinero que el señor
Marshall gastara en su educación; pero jamás dejó de sentir una apasionada gratitud por aquel hombre bondadoso y lleno de generosidad. Por otra parte, devolvía gran parte de los favores recibidos manteniendo un sentimiento de acendrado cariño hacia el hijo de su benefactor, cariño superior aun al que une generalmente a los hermanos por la sangre.
Había seguido los estudios de Eric con gran interés y eficacia. Su deseo era que
Eric continuara su carrera en las leyes o en la medicina ahora que había terminado
con el curso de Artes y se sentía profundamente decepcionado porque su joven amigo decidía finalmente dedicarse a los negocios con su padre.
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KILMENY LA DEL HUERTO
Teen FictionKilmeny la del huerto transcurre en Lindsay, una de las villas maravillosas de la Isla, y en ello vemos sobre el fondo de la descripción pastoril, habilísima, que denuncia aquel amor que dominó a la autora toda su vida, el desarrollo de un romance m...