Eric, al notar que su padre no había regresado del Colegio, se fue a la biblioteca de la casa y se sentó para leer cómodamente una carta que había recogido de la mesa del vestíbulo. Era una carta de Larry West y después de leer las primeras líneas, el rostro del joven perdió el aire ausente y adoptó una expresión de profundo interés.
Te escribo para pedirte un favor, Marshall —escribía West—. El hecho es que he caído en manos de los filisteos… vale decir, de los médicos. No me he sentido nada bien durante el invierno pero me aguanté con la esperanza de terminar el año. La semana pasada, mi patrona —que es una santa a la antigua y con
antiparras—, me miró a la cara una mañana mientras estábamos ante la mesa del desayuno y me dijo muy «amablemente»: Usted tiene que ir a la ciudad mañana, maestro, y consultar al médico sobre su salud. Yo fui sin pretender ponerme a discutir con ella. La señora Williamson es
Aquella-Que-Debe-Ser-Obedecida. Tiene el inconveniente hábito de hacerte notar que ella tiene razón y que tú no eres más que un tonto si no recoges su consejo. Te sientes ante «ella», como que lo que «ella» piensa hoy, lo pensarás tú mañana.
En Charlottetown consulte a un
médico. Me palpó, me apretó, me pellizcó, me aplicó aparatos muy raros y escuchó por el otro extremo de ellos; y finalmente me dijo que debía dejar de trabajar inmediatamente e irme a un clima que no se encuentre azotado por los vientos del Noreste como la Isla del Príncipe Eduardo en primavera. No se me permitirá realizar el menor esfuerzo hasta que llegue el otoño. Tal fue el dictamen y la señora Williamson lo confirmó. Voy a estar al frente de la escuela esta semana y después comienzan las vacaciones de primavera que duran tres semanas. Quiero que tú vengas y tomes mi puesto de maestro en la escuela de Lindsay por la última semana de mayo y el mes de junio. Entonces termina el año escolar y ya habrá montones de maestros que deseen tomar el puesto, pero en este momento no consigo encontrar un reemplazante que valga la pena. Tengo un par de alumnos que se están preparando para dar el examen de ingreso a la Academia de la Reina; no quiero abandonarlos en el pantano ni confiarlos a las manos de un maestro de tercera categoría que sepa poco latín y menos griego. Ven pronto y hazte cargo de la escuela hasta que termine el curso, tú que eres el hijo preferido del lujo y las comodidades de la vida. ¡Te servirá para que te des cuenta cómo se siente un hombre millonario cuando gana veinticinco dólares por mes sin otra ayuda que su propio esfuerzo e
inteligencia!
Seriamente te digo, Marshall, espero que puedas venir, porque no tengo
ningún otro amigo a quien pedirle. El trabajo no es muy duro, aunque puede
que lo encuentres bastante monótono. Por cierto que estas costas norteñas llenas de granjas, constituyen un sitio muy pintoresco y tranquilo. El nacimiento y la puesta del sol son los acontecimientos más importantes del día, pero la gente es muy bondadosa y hospitalaria; y la Isla del Príncipe Eduardo en el mes de junio es un espectáculo como pocas veces se ve, salvo en los sueños. Hay unas cuantas truchas en el lago y siempre encontrarás un viejo marinero en la rada que con todo gusto te llevará a pescar mar adentro.
Te recomiendo mi casa de pensión. La encontrarás cómoda y no muy lejana al edificio de la escuela. La señora Williamson es la criatura más
agradable del mundo. Se trata de una cocinera a la antigua que te brindará
banquetes repletos de cosas alimenticias, cuyo precio debiera pagarse en rubíes. Su marido Robert, o Bob, como se lo llama en general pese a sus sesenta años, es toda una personalidad a su manera. Es un viejo chismoso y divertido, con tendencia al comentario picante y un permanente deseo de meter el dedo en pastel ajeno. Sabe todas las cosas sobre todos los vecinos de Lindsay contando las tres últimas generaciones.
No tienen hijos, pero el viejo Bob es propietario de un gato negro que es
su tesoro más preciado. El nombre del animal es, Timothy y como tal debe ser
siempre llamado o mencionado. Nunca, mientras tengas en algo el aprecio de
Robert, nunca permitas que te oiga llamarlo «el gato» o ni siquiera «Tim». En
tal caso no serías perdonado y dejaría de considerarte persona apta para
encontrarse a cargo de la escuela.
Tendrías mi habitación, un recinto pequeño ubicado sobre la cocina, con el
techo que sigue la inclinación hacia un lado y en cuya parte más baja te
golpearás la cabeza una cantidad innumerable de veces hasta que te acuerdes definitivamente de cuál es el momento en que debes agacharte. Hay también un espejo frente al que descubrirás que uno de tus ojos es tan pequeño como un guisante y el otro tan grande como una naranja.
Para compensar estas desventajas, la provisión de toallas es generosa y
constante; y hay una ventana desde donde obtienes durante el día una vista
occidental de la pequeña ensenada de Lindsay, que constituye un indescriptible milagro de belleza. El sol se está poniendo mientras escribo y veo desde aquí así como un mar de vidrio mezclado con fuego, según se describen las visiones del profeta de Patmos. Una barca se hace a la vela en dirección al oro y carmesí del horizonte; la gran luz giratoria en el extremo del promontorio, más allá de la ensenada, acaba de ser encendida y pestañea y reluce como un faro.
… sobre la bruma de peligrosos mares junto a países legendarios olvidados.
Envíame un telegrama si es que puedes venir; y si puedes ten en cuenta que tus deberes comenzarían aquí el veintitrés de mayo.
El señor Marshall llegó justamente cuando Eric estaba doblando pensativo la carta. El primero, más tenía el aspecto de un anciano clérigo o de filántropo, que el de
un hombre de negocios hábil, astuto, en cierto modo endurecido, aunque justo y
honesto como era. Era un rostro redondo y rosado enmarcado en patillas blancas, su
cabello completamente blanco y su boca fruncida levemente hacia arriba. Sólo en sus ojos azules aparecía una chispita que era la que contenía a los hombres que
intentaban aprovecharse de él en el negocio que tuvieran en vista.
Fácilmente se deducía que Eric heredaba la belleza y distinción personal de su
madre, cuyo retrato pendía en la pared oscura que quedaba entre las dos ventanas.
Había muerto muy joven, cuando Eric no contaba más que diez años. Mientras vivió fue objeto de la apasionada devoción de padre e hijo; y el rostro firme, pero suave y dulce a la vez, era el testimonio de que ella había merecido el cariño y la reverencia de los dos. La misma cara, repetida en molde masculino, aparecía en Eric. El cabello castaño nacía en el borde de la frente, de la misma manera; sus ojos eran como los de ella y cuando estaba serio tenían la misma expresión acariciarte y tierna.
El señor Marshall estaba muy orgulloso por el éxito de su hijo en el Colegio
Superior, pero no tenía intenciones de dejárselo notar. Amaba a ese hijo que tenía los mismos ojos que su esposa, lo amaba más que a nada en la tierra y todas sus esperanzas y ambiciones se concentraban en él.
—Bueno, gracias a Dios que todo ese batifondo ha terminado —dijo a modo de
saludo mientras se dejaba caer en un cómodo sillón.
—¿No te pareció interesante el programa? —preguntó Eric con aire ausente.
—La mayor parte eran tonterías —contestó el padre—. Lo único que me gustó
fue la oración en Latín que pronunció Charlie y esas lindas muchachas que avanzaban hasta el frente para recibir sus diplomas. El Latín es indudablemente la lengua apropiada para las oraciones, estoy convencido… al menos cuando un hombre tiene la voz del «viejo Charlie». Había tal sonoridad en los matices, que cada palabra me sacudía los huesos. Y después esas niñas que parecían claveles frescos. Agnes era la más bonita de todo el lote en mi opinión. Tengo la esperanza de que sea verdad que la estás cortejando, Eric.
—¡Por favor, padre! —exclamó Eric medio irritado y medio risueño—. ¿Acaso tú
y David Baker se han puesto de acuerdo para conspirar contra mi soltería?
—Jamás he hablado una sola palabra con David de semejante tema —protestó el
señor Marshall.
—Bueno, eres entonces tan entrometido como él. Ha venido machacando sobre lo
mismo desde el Colegio hasta aquí. ¿Por qué tienen tanto apuro que me case, papá?
—Porque quiero que una mujer maneje esta casa cuanto antes sea posible. No ha
habido ninguna desde que tu madre se fue y estoy cansado de las amas de llaves. Por lo demás, quiero tener a tus hijos sobre mis rodillas antes de morirme, Eric, y ya voy siendo un hombre bastante viejo.
—Tu deseo es natural, padre —respondió amablemente Eric, echando una mirada
al retrato de su madre—. Pero no puedo salir corriendo para casarme con la primera que encuentre, ¿no es cierto? Y me temo que no seré capaz de publicar un aviso para conseguirla, aunque estemos viviendo la época de las grandes empresas comerciales.
—¿No hay ninguna hacia la cual te sientas inclinado? —inquirió el señor Marshall con el tono de paciencia de quien pasa por alto las frivolidades de la juventud.
—No. Todavía no me he encontrado con una mujer que me haga estremecer o que
me acelere el pulso.
—Realmente no sé de qué están hechos ustedes, los jóvenes de hoy día —grujió
el viejo—. Antes de llegar a tu edad yo ya me había enamorado una docena de veces.
—Puede que te hayas «enamorado», pero en ningún momento entregaste tu
verdadero cariño hasta que conociste a mamá. Estoy bien enterado de eso, papá. Y eso mismo no ocurrió hasta que estuviste bien avanzado en la vida.
—Eres muy difícil de conformar. ¡Eso es lo que ocurre! ¡Eso es lo que ocurre
contigo!
—Tal vez sea así. Cuando un hombre ha tenido una madre como la que yo he
tenido, su escala de valores con respecto a las mujeres resulta muy exigente por
cierto. Dejemos este tema, papá. Escúchame… quiero que leas esta carta de Larry.
—¡Hum! —gruñó el señor Marshall cuando hubo finalizado la lectura—. De
modo que al final Larry es derrotado… siempre pensé que no lo soportaría… siempre lo esperé. Lo siento mucho. Era un excelente muchacho. Bueno… ¿vas a ir?
—Sí, creo que sí, si es que tú no te opones.
—Vas a tener una temporada llena de monotonía, a juzgar por la descripción de
Lindsay.
—Probablemente, pero no voy allí en busca de aventuras. Voy para cumplir con
Larry y a echar un vistazo a la Isla.
—Pues vale la pena echarle un vistazo en algunas épocas del año —concedió el
señor Marshall—. Cuando voy a la Isla del Príncipe Eduardo en el verano me encuentro con un viejo isleño escocés que conocí hace mucho tiempo en Winnipeg. Siempre está hablando de la «Isla». Una vez alguien le preguntó: «¿A qué isla se refiere?». El hombre miró al que le preguntaba como si se tratara de un individuo ignorante y después respondió: «Pues la Isla del Príncipe Eduardo, hombre. ¿Qué otra isla puede haber?…». Vete pues, si quieres, Eric. Necesitas un descanso después del esfuerzo de los exámenes y antes de ponerte a trabajar. Y preocúpate de no enredarte en ninguna cuestión, jovencito.
—No parece que puedan producirse muchas cuestiones en un lugar como Lindsay —exclamó riendo Eric.
—Probablemente el diablo encuentre la manera de hacer tanto daño entre los
perezosos de Lindsay como en cualquier otra parte. La peor tragedia de que he tenido noticia en mi vida, tuvo lugar en una granja que estaba a quince kilómetros del ferrocarril y a cinco del primer negocio. No obstante, espero que el hijo de tu mamá sabrá comportarse manteniendo su temor a Dios y su desconfianza de los hombres. De todos modos, lo peor que puede sucederte es que una mujer descarriada te ponga allí a dormir en su pieza de huéspedes. Si tal ocurre, quiera el Señor tener piedad de tu alma.
ESTÁS LEYENDO
KILMENY LA DEL HUERTO
Teen FictionKilmeny la del huerto transcurre en Lindsay, una de las villas maravillosas de la Isla, y en ello vemos sobre el fondo de la descripción pastoril, habilísima, que denuncia aquel amor que dominó a la autora toda su vida, el desarrollo de un romance m...