CAPÍTULO 19: LA VICTORIA SURGE DEL DOLOR

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Ahora que todo estaba enderezado a su felicidad, Eric deseó renunciar a su cargo y volver a su ciudad. Verdad que tenía «papeles firmados» que lo obligaban a enseñar en la escuela por un año; pero él sabía que los miembros de la Junta lo dejarían en libertad si él les procuraba un buen sustituto. Decidió seguir enseñando hasta las vacaciones del otoño que llegaban en octubre, y después irse. Kilmeny le había prometido que la boda tendría lugar en la primavera próxima. Eric había rogado por una fecha más adelantada, pero la joven se había mostrado dulcemente resuelta y tanto Thomas como Janet habían coincidido con ella.
—Hay tantas cosas que debo aprender antes de encontrarme pronta a ser tu esposa —le decía Kilmeny—. Y entre otras quiero acostumbrarme a ver a la gente extraña. Me siento un poco asustada todavía cada vez que veo a alguien a quien no conozco, aunque no creo que se me note. Estoy yendo a la iglesia con tío Thomas y tía Janet y a las reuniones de la Sociedad de los Misioneros. Y el tío Thomas dice que me enviará a una escuela como pupila, en la ciudad, este invierno, si es que a ti te parece adecuado. Eric vetó la idea prontamente. La idea de Kilmeny encerrada en una escuela era
algo en lo cual no podía pensar sin reírse. —No veo por qué no puede aprender todo lo que quiera después que se haya
casado conmigo —gruñía ante los dos tíos.
—Es que nosotros deseamos retenerla en esta casa por el invierno que viene al
menos —explicaba pacientemente Thomas Gordon—. La vamos a extrañar muchísimo cuando se haya ido, maestro. Jamás se ha separado de nosotros, ni aun por el término de un día…, ella ha sido la única luz que nos ha alegrado. Es muy bondadoso de su parte que le haya dicho que puede venir a vernos cada vez que se le ocurra, pero por cierto que habrá una gran diferencia. Kilmeny pertenecerá a su mundo y no al nuestro. Eso está muy bien… y no podríamos desearle nada mejor. Pero permítanos que la retengamos con nosotros por el invierno solamente. Eric cedió con el mejor talante que pudo adoptar. Después de todo, según pensó
en seguida, Lindsay no estaba tan lejos de Queenslea y había muchas cosas, como barcos y trenes.
—¿No le ha dicho nada a su padre todavía? —le preguntó ansiosamente la tía
Janet. No, no lo había hecho. Pero se fue a casa de los Williamson y escribió un informe completo y extenso dirigido a su padre, esa misma noche. El señor Marshall, padre, contestó la carta del hijo personalmente.
Pocos días más tarde, Eric, regresando de la escuela, encontró a su padre sentado en la primorosa y antigua sala de la señora Williamson. Nada se dijo de
la carta de Eric, sin embargo, hasta después del té.
Cuando se encontraron los dos solos, el
señor Marshall, padre, dijo abruptamente:
—Eric, ¿qué me dices de esa niña? Tengo
la esperanza de que no hayas venido aquí a hacer el tonto y este asunto me hace pensar que mi esperanza no se encuentra bien fundada..Una muchacha que ha sido muda toda su vida…, una muchacha que no tiene derecho a usar el apellido de su padre… ¡Una muchacha criada en lugar campesino como es Lindsay!
Tu esposa estaba destinada a llenar el lugar que dejó tu madre… y tu madre era una perla entre todas las mujeres… ¿Crees tú que esta muchacha merece ocupar su lugar? ¡No es posible! Tú te has dejado arrastrar por una linda cara y una juventud bulliciosa. Ya esperaba yo dificultades de esta aventura tuya de venirte a un lugar así para enseñar.
—Espera a conocer a Kilmeny, padre —respondió sonriendo Eric.
—¡Hum! Eso es exactamente lo que dijo David Baker. Fui a verlo en seguida que
recibí tu carta, porque me imaginé que había alguna misteriosa conexión entre todo esto y la visita que te vino a hacer con respecto a la cual no pude arrancarle ninguna  palabra. Todo lo que me dijo fue: «Espere hasta que conozca a Kilmeny Gordon, señor». Muy bien, esperaré a que llegue el momento de conocerla, pero ten en cuenta que la miraré con los ojos de un hombre de sesenta y cinco años y no de veinticuatro. Y si no es lo que tu esposa debe ser, señor, te limitarás a renunciar a ella o a embarcarte en tu propia canoa. No seré yo quien colabore para que pases por tonto y arruines tu vida.
Eric se mordió los labios, pero dijo serenamente:
—Ven conmigo, padre; la iremos a ver ahora mismo.
Fueron dando la vuelta por el camino principal y después por el sendero de los
Gordon. Kilmeny no estaba en la casa cuando llegaron.
—Está en el viejo huerto, maestro —le informó la tía Janet—. Quiere tanto a ese
lugar que se pasa allí todo el tiempo que puede disponer. Le gusta ir allí también para estudiar.
Padre e hijo se quedaron un rato conversando con Thomas y Janet. Y cuando se separaron de los dueños de casa, el señor Marshall dijo:
—Me gusta esa gente. Si Thomas Gordon hubiera sido un hombre como Robert
Williamson, no hubiera esperado a ver a tu Kilmeny. Pero esta gente me gusta…, un
poco hoscos y severos, pero de buena pasta y espíritu…, refinamiento natural y temperamento fuerte. Por otra parte, me atrevo a esperar que tu joven dama no haya sacado su boca con parecido a la de la tía.
—La boca de Kilmeny es como una canción de amor en forma terrena —
respondió con entusiasmo Eric.
—¡Hum! —comentó el señor Marshall—. Bueno —añadió en tono tolerante un
momento más tarde—. Yo también fui poeta una vez por espacio de seis meses, cuando cortejé a tu madre.
Kilmeny estaba leyendo en el banco bajo el árbol de lilas, en el momento en que
llegaron los dos hombres al huerto. Se puso de pie y avanzó tímidamente para salirles al encuentro, preguntándose quién sería el caballero alto y de pelo blanco que llegaba con Eric. Mientras se aproximaba, Eric vio emocionado que la niña nunca había parecido más encantadora. Tenía puesto un vestido con su azul favorito, sencilla y elegantemente hecho como toda la ropa que usaba siempre, revelando las perfectas líneas de su esbelta figura. Su brilloso cabello estaba levantado en torno a su cabeza como una corona trenzada y los asteres brillaban a su vez en él como pálidas estrellas. El rostro estaba ligeramente sonrosado con la excitación. Parecía una joven princesa coronada por el haz de rayos solares que traspasaba el ramaje de los árboles.
—Padre, ésta es Kilmeny —dijo orgulloso el joven. Kilmeny tendió su mano, pronunciando un tímido saludo. El señor Marshall tomó la mano y miró tan firmemente el rostro de la muchacha que aun con su naturalidad habitual, Kilmeny necesitó entornar los párpados ante aquellos ojos, fríos y penetrantes. Después, el caballero atrajo a la muchacha hacia sí y la besó grave pero también afectuosamente en la blanca frente.
—Mi querida —dijo—, estoy contento y orgulloso de que haya consentido en ser
la esposa de mi hijo… y al mismo tiempo mi muy querida y encantadora hija.
Eric se volvió bruscamente para ocultar su emoción. En su cara había una luz, como se ve en los rostros de quienes ven una gran gloria ensanchándose y extendiéndose ante ellos como bendición para el futuro.

 En su cara había una luz, como se ve en los rostros de quienes ven una gran gloria ensanchándose y extendiéndose ante ellos como bendición para el futuro

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                                  FIN.

KILMENY LA DEL HUERTODonde viven las historias. Descúbrelo ahora