A la mañana siguiente, David Baker llegó a Lindsay. Llegó por la tarde temprano, cuando Eric estaba en la escuela, y cuando éste regresó a su casa descubrió que en el breve espacio de una hora, su amigo había captado el corazón de la señora Williamson, había ganado para sí las mejores gracias de Timothy y hacía muy buenas migas con el viejo Robert. Pero David miró con curiosidad a su amigo, cuando los dos se encontraron en el cuarto del maestro.
—Bien, Eric, quiero que me digas qué significa todo este asunto. ¿En qué enredo
estás metido? Me has escrito una carta pidiéndome, exigiéndome en nombre de la amistad, que viniera a verte inmediatamente. De acuerdo con tu pedido he viajado a toda velocidad. Tú pareces gozar de la más espléndida salud. Explícame a qué viene todo esto.
—Quiero que me hagas un servicio que sólo tú puedes hacerme, David —
respondió serenamente Eric—. No quise entrar en detalles por carta. He encontrado aquí en Lindsay a una muchacha a quien quiero. Le he pedido que se case conmigo, pero, a pesar de que ella me corresponde, rehúsa casarse conmigo porque es muda. Deseo que tú la examines y que descubras el origen de su defecto y la circunstancia más importante de si puede ser curada. Puede oír perfectamente y todas sus otras facultades funcionan de manera enteramente normal. Para que tú puedas entender mejor el caso, debo contarte los hechos principales de su historia. Dicho esto, Eric procedió a contar los hechos señalados. David Baker escuchó con grave atención, los ojos suspendidos de la expresión de su joven amigo. No dejó entrever la sorpresa y la decepción que experimentó al enterarse de que Eric se había enamorado de una muchacha muda y de dudosos antecedentes. Por otra parte, el extraño caso, emulaba su interés profesional. Cuando hubo escuchado toda la historia, metió las manos en los bolsillos y caminó por la habitación en silencio, hasta que por fin fue a detenerse ante Eric.
—Has hecho exactamente lo que había previsto siempre que harías… dejaste tu
sentido común en casa cuando te decidiste a cortejar a una muchacha.
—Si lo hice —respondió Eric muy sereno—, te diré que llevé conmigo, en cambio, algo mejor y más noble que el sentido común. David se encogió de hombros.
—Te va a costar mucho trabajo el convencerme de eso, Eric.
—No, no me va a resultar difícil en absoluto. Tengo un argumento que te va a
convencer rápidamente… y ese argumento es Kilmeny Gordon en sí misma. Pero no vamos a discutir el asunto de mi prudencia o imprudencia justamente ahora… Lo que deseo saber es esto: ¿qué es lo que piensas del caso que acabo de relatarte?
David se tornó pensativo.
—Apenas si sé lo que debo pensar. Es muy curioso y poco común, pero no carece
de antecedentes en absoluto. Existen casos registrados en los cuales la influencia prenatal ha provocado consecuencias similares. Pero no logro recordar si en algún caso hubo cura. Bueno, veré si algo puede hacerse por esa muchacha. No puedo darte una opinión formal antes de haberla examinado.
A la mañana siguiente, Eric condujo a David Baker a la casa de los Gordon.
Cuando se aproximaron al huerto, una extraña música les llegó flotando en el aire a través de las resinosas arcadas del bosque de pinos. Era un reclamo salvaje y
doloroso, lleno de una tragedia indescriptible, aunque en el conjunto, la melodía resultaba maravillosamente dulce.
—¿Qué es eso? —preguntó David sorprendido.
—Ésa es Kilmeny tocando su violín —respondió Eric—. Tiene un gran talento
para la música e improvisa maravillosas melodías.
Cuando llegaron al huerto, Kilmeny se levantó del viejo banco para salir a su
encuentro, sus adorables ojos luminosos y agrandados, el rostro arrebolado con la
mezcla excitante del miedo y la esperanza:
—¡Oh, por los dioses! —murmuró David desesperado.
No pudo ocultar su asombro y Eric sonrió al percibirlo. El joven no se había
equivocado al calcular que su amigo hasta aquel momento lo había considerado como algo apenas mejor que un lunático.
—Kilmeny, este señor es mi amigo, el doctor Baker.
Kilmeny tendió una mano sonriendo. Su belleza, allí como estaba expuesta a los
suaves rayos sol mañanero, junto a un macizo de sus amigos lirios, era algo así como para quitarle la respiración a cualquier hombre.
David, a quien jamás le faltaba el aplomo y la confianza y generalmente tenía la
lengua muy ágil en cuanto a mujeres se tratara, se encontró sí mismo tan mudo y tan tímido como un chico de escuela, mientras se inclinaba sobre la mano de la niña.
Pero Kilmeny se sentía encantadoramente cómoda. No había la menor señal de
embarazo en sus modales, aunque se descubría en su expresión una deliciosa reserva.
Eric sonrió al recordar su primer encuentro con ella. De pronto se dio cuenta de lo mucho que había evolucionado Kilmeny desde entonces.
Con leve y gracioso gesto, Kilmeny los invitó a que la acompañaran a través del
huerto y luego siguiendo el sendero, a la casa, donde los hombres la siguieron.
—¡Eric, la muchacha es simplemente indescriptible! —dijo David en tono bajo
—. Para decirte verdad, anoche tenía una pobre opinión sobre tu estado mental. Pero ahora me encuentro consumido por una mortal envidia. Es la criatura más adorable que he visto en mi vida.
Eric presentó a David a los Gordon y después corrió a la escuela. En el camino
frente a la casa se encontró con Neil y se estremeció al observar la mirada de odio en los ojos del chico gitano. La piedad suplantó al primer sentimiento de alarma. El rostro de Neil se había tornado demacrado y angustioso; los ojos estaban hundidos y febrilmente brillantes; parecía varios años mayor de lo que era.
Impulsado por un repentino sentimiento de compasión, Eric se detuvo y le tendió
la mano.
—Neil, ¿no podemos ser amigos? —le dijo—. Siento mucho haber sido la causa
de su sufrimiento.
—¡Amigos! ¡Nunca! —replicó Neil apasionadamente—. Usted me ha quitado a Kilmeny. Lo odiaré toda mi vida. Y aun le haré lamentar lo que ha hecho.
Prosiguió su camino enfurecido y Eric, con un encogimiento de hombros prosiguió el suyo, descartando el problema de su mente.
El día le pareció interminablemente largo. David no había regresado cuando fue a
su casa a almorzar; pero cuando subió a su habitación por la tarde, encontró a su
amigo de pie junto a la ventana.
—Y bien —dijo impaciente mientras David se volvía en silencio para enfrentarlo
—. ¿Qué es lo que tienes que decirme? No me mantengas en suspenso por más
tiempo, David. He soportado todo lo posible. El día de hoy me ha parecido durar mil años. ¿Has descubierto lo que ocurre con Kilmeny?
—No tiene nada, absolutamente nada —respondió David Baker lentamente,
sentándose en el sillón frente a la ventana.
—¿Qué es lo que quieres decir?
—Exactamente lo que te he dicho. Sus órganos vocales son perfectos. En cuanto a ellos se refiere no hay razón alguna para que no pueda pronunciar todas las palabras que quiera.
—¿Entonces por qué no puede hablar? Tú crees… ¿crees tú?…
—Creo que no puedo expresar mis conclusiones de manera mejor que la propia Janet Gordon, cuando te dijo que Kilmeny no puede hablar porque la madre no habló. Eso es todo lo que hay. La dificultad es psicológica no física. La ciencia médica no puede hacer nada ante eso. Hay hombres de mucho más prestigio y conocimientos que yo en mi profesión; pero te digo que es mi honesta convicción, Eric, que si los consultaras, te dirían justamente lo que te estoy diciendo, ni más ni menos.
—¿Entonces no hay esperanza? —preguntó Eric en tono desesperado—. ¿No puedes hacer nada por ella?
… David tomó del respaldo de su sillón una pieza de crochet con un león rampante en el centro y la extendió sobre sus rodillas.
—«Yo» no puedo hacer nada por ella —dijo mientras examinaba con gran interés
la artística obra—. No creo que ningún ser humano pueda hacer nada por ella. Pero
no estoy diciendo tampoco…ñ exactamente… que no haya esperanza.
—Vamos, David. No me encuentro en situación de ponerme a resolver charadas.
Habla claro, hombre, y no me atormentes.
David frunció el ceño con aire de duda y metió el dedo a través del agujero que
representaba el ojo del rey de los animales.
—No sé cómo puedo hacerlo claro para ti. No es muy claro tampoco para mí y no
se trata más que de una vaga teoría que he formado, por cierto. No logro apoyarla en un hecho concreto. En resumen, creo que es posible que Kilmeny pueda hablar
alguna vez… en algún momento… si es que ella lo desea con la suficiente intensidad.
—¿Si lo desea? ¡Pero, hombre! Kilmeny desea hablar con toda la intensidad con
que puede un ser humano desear algo. Me quiere con todo el corazón y no puede
casarse conmigo a causa de su mudez. ¿No crees que una muchacha en tales
circunstancias «desearía intensamente» poder hablar?
—Sí, pero yo no me refiero a esa clase de deseo, sea todo lo fuerte que quieras.
Lo que yo quiero decir es… un deseo repentino, vehemente, un torrente apasionado, físico, mental, psicológico, todo en un solo golpe, lo bastante poderoso como para romper las cadenas que mantienen retenida a su facultad oratoria. Si se presentara tal ocasión para que provocara ese deseo en tales condiciones, creo que Kilmeny hablaría… y si hablara una sola vez, desde ese momento no tendría la menor dificultad para seguir hablando normalmente… ¡Ah, si la joven pudiese pronunciar su
primera palabra!
—Todo eso me da la impresión a mí de ser una enorme tontería —dijo Eric inquieto—. Supongo que tú tienes una idea de lo que estás diciendo, pero yo no lo entiendo. Y de todos modos, prácticamente quiere decir que no hay esperanza ni para
ella ni para mí. Aunque tu teoría sea correcta no creo que pueda producirse una situación o una condición como la que dices. Y Kilmeny nunca va a querer casarse conmigo.
—No te entregues con tanta facilidad, viejo amigo. Se han dado muchos casos en
la historia del mundo, en los cuales alguna mujer cambió de modo de pensar.
—Pero no eran mujeres como Kilmeny —replicó Eric en tono miserable—. Te
aseguro que ella posee todo el poder voluntarioso y la tenacidad de su madre, aunque se encuentre libre de todo sentimiento de orgullo o egoísmo. Te agradezco toda tu simpatía y todo tu interés, David. Has hecho todo lo que podías hacer… pero ¡Dios mío! ¡Lo que hubiera significado para mí que tú pudieras ayudarla!
Con un gruñido Eric se hundió en un sillón y escondió la cara entre las manos.
Era un momento de su vida en que se resumía toda la amargura de la muerte.
Había pensado que estaba preparado para recibir un desengaño; pero no había
calculado el poder enorme de su esperanza y no se dio cuenta hasta que esa esperanza le fue quitada.
David, con un suspiro, volvió a colocar la pieza de crochet sobre el respaldo del
sillón.
—Eric, quiero ser honesto y honrado contigo anoche pensé que si no podía
descubrir la manera de ayudar a esta chica, podía ser lo mejor en cuanto se refería a ti. Pero desde que la he visto… bueno… daría mi mano derecha para poder hacer algo que valiera la pena por esa muchacha. Estoy convencido de que es la esposa que te corresponde si tan sólo pudiéramos hacerla hablar. Sí y por la memoria de tu madre te digo —David golpeó con el puño sobre el marco de la ventana, con tanta fuerza que la armazón integra tembló—, que esa niña es la esposa para ti, hable o no hable,
si es que la pudiéramos convencer de esto.
—Nunca podrías convencerla. No, David, la he perdido. ¿Le has dicho a ella lo
que me has dicho a mi?
—Le dije que no podía hacer nada por ella. No le he dicho una sola palabra sobre
mi teoría… porque no creo que eso pudiera hacer ningún bien.
—¿Cómo lo tomó?
—Con mucho valor y con mucha serenidad… «como una verdadera dama». Pero la mirada de sus ojos, Eric… sentí como si hubiera asesinado a alguien. Me dedicó una muda despedida con una dolorosa sonrisa y se fue al piso alto. No la volví a ver, aunque me quedé a almorzar a pedido del tío. Esos Gordon forman un par bastante extraño, aunque sin embargo, me gustan. Son fuertes y altivos… han de ser muy buenos amigos y muy malos enemigos. Sintieron mucho por cierto que no pudiera ayudar a Kilmeny, pero me di cuenta con toda claridad, que el viejo Thomas Gordon pensaba que yo estaba contradiciendo a la predestinación al intentarlo.
Eric sonrió inconscientemente.
—Tengo que ir allá y ver a Kilmeny. ¿Me perdonarás, no es cierto, David? Mis
libros están ahí. Haz lo que quieras.
Pero cuando Eric llegó a casa de los Gordon, no vio más que a la pobre Janet que le informó que Kilmeny estaba encerrada en su habitación y se negaba a verlo.
—La niña pensó que usted vendría, maestro, y me dio esto para que se lo
entregara.
Janet le tendió una pequeña nota, muy breve y aún humedecida por las lágrimas.
No vengas nunca más, Eric —decía la nota—. No debo verte, porque con eso no haríamos sino empeorar las cosas para los dos. Debes irte y olvidarme.
Algún día te sentirás agradecido. Yo siempre te amaré y he de pedir por ti en
mis oraciones. Kilmeny.
—Tengo que verla —dijo Eric desesperado—. Tía Janet, sea mi amiga. Dígale
que tiene que verme al menos por un momento.
Janet sacudió la cabeza pero subió en seguida la escalera. Pronto retornó.
—Dice que no puede bajar. Usted sabe que lo dice con firmeza, maestro, y es inútil obligarla. Y debo decirle que pienso que tiene razón. Si es que no se va a casar
con usted, es mejor para ella no verlo.
Eric se vio obligado a regresar a su casa sin otro consuelo que aquél. En la mañana, como era sábado, llevó a David Baker hasta la estación. No había dormido y tenía un aspecto tan miserable y enfermizo, que David se sintió preocupado.
David se hubiera quedado en Lindsay unos días, pero un caso crítico que atendía en Queenslea demandaba su rápido retorno. Estrechó la mano de Eric en el andén.
—Eric, renuncia a la escuela y ven a casa en seguida. Ya no puedes hacer nada
que valga la pena en Lindsay y no conseguirás más que carcomerte el corazón.
—Tengo que ver a Kilmeny una vez más antes de irme de aquí —fue la respuesta
de Eric. Aquella tarde, más temprano que otras veces, fue nuevamente a casa de los
Gordon. Pero el resultado fue el mismo: Kilmeny rehusaba verlo y Thomas Gordon dijo gravemente:
—Maestro, usted sabe que le tengo afecto y siento mucho que Kilmeny piense como piensa, aunque creo que en el fondo tiene razón. Me gustaría mucho verlo a menudo por usted en sí y lo voy a echar de menos en gran medida. Pero según se presentan las cosas, le digo que me parece mucho mejor que usted no venga más por esta casa. No sería de ningún beneficio y cuanto antes cada uno de ustedes deje de pensar en el otro, será mejor. Váyase ahora, muchacho y Dios lo bendiga.
—¿Sabe usted lo que me está pidiendo? —preguntó Eric con voz enronquecida.
—Sé que le estoy pidiendo una cosa muy dura por su propio beneficio, maestro.
No es posible que Kilmeny cambie de opinión, no la va a cambiar, le aseguro. Tenemos alguna experiencia con respecto a la obstinación de las mujeres en este lugar. ¡Basta, Janet, mujer! ¡Deja de llorar! Ustedes las mujeres son criaturas tontas. ¿Crees que las lágrimas pueden arreglar estas cosas? No, las lágrimas no pueden borrar el pecado ni las consecuencias del pecado. Es espantoso cómo un pecado puede ensancharse y extenderse hasta que llega a destrozar vidas inocentes; y algunas veces mucho después que el pecador ha desaparecido. Maestro, si usted quiere seguir mi consejo, renuncie a la escuela de Lindsay y vuelva a su mundo tan pronto como pueda.
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KILMENY LA DEL HUERTO
Teen FictionKilmeny la del huerto transcurre en Lindsay, una de las villas maravillosas de la Isla, y en ello vemos sobre el fondo de la descripción pastoril, habilísima, que denuncia aquel amor que dominó a la autora toda su vida, el desarrollo de un romance m...