CAPÍTULO 8: EN EL PÓRTICO DEL EDÉN

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Cuando Eric fue al huerto de los Connors la tarde del día siguiente, encontró a Kilmeny que lo estaba esperando en el banco bajo el árbol de lilas blancas, con el violín apoyado en su falda. Tan pronto como lo vio, levanto el instrumento y comenzó a tocar una melodía airosa y delicada que hacía pensar en la risa de las margaritas. Cuando hubo terminado bajo el arco y lo miro con las mejillas sonrosadas y los ojos interrogantes.
—¿Qué le ha dicho esa melodía? —Escribió.
—Me ha dicho algo así —respondió Eric dejándose llevar por el humor sonriente
de la joven—: ¡bienvenido, amigo mío! Es una tarde preciosa. El cielo es tan azul y la flor de los manzanos tan dulce. La brisa y yo hemos estado juntas aquí y la brisa es muy buena compañera, pero aun así estoy contenta de que haya venido. Es una tarde en que se siente uno feliz de estar vivo para poder pasear por el huerto que está hermoso. ¡Bienvenido, amigo mío! Kilmeny batió palmas con el aire de una chiquilla contenta.
—Es usted muy rápido para comprender —escribió—. Eso es justamente lo que
quise decir. Por cierto que no pensé esas mismas palabras, pero el «sentimiento» era el mismo. Me sentí tan contenta de estar viva y de que los manzanos y las lilas blancas y los demás árboles y yo misma estuviéramos juntos esperando que viniera. Usted es más rápido que Neil. Siempre tiene alguna dificultad en comprender mi música, así como a mí me resulta difícil comprender la suya. Algunas veces me asusta. Recibo la impresión de que hay algo en ella que trata de envolverme… algo que no me gusta y deseo eludir huyendo. Por alguna secreta razón a Eric no le gustaban las referencias a Neil. La idea de aquel muchacho bien parecido conviviendo permanentemente con Kilmeny, hablando con ella, durmiendo bajo el mismo techo, encontrándose con ella en las múltiples intimidades del día, no le gustaba. Arrancó aquel pensamiento de la mente y se dejó caer sobre el césped a los pies de la joven.
—Toque usted ahora para mí, por favor —dijo—. Deseo estar aquí tendido,
escuchándola… «Y mirándola», podía haber añadido. No podía decir cuál era el mayor placer. Su belleza, más maravillosa que cualquier expresión pictórica que jamás hubiera contemplado, lo deleitaba. Cada matiz, cada rasgo, cada línea de su rostro, era perfecto. La música, por otra parte, lo sojuzgaba. Esta criatura, se decía mientras escuchaba, posee el genio. Pero ese genio se está desperdiciando. Se sorprendió a sí mismo pensando rencorosamente con respecto a la
gente que hacía de guardia sobre ella y que eran responsables de la vida rara que
hacía. Le estaban haciendo un daño grande e irreparable. ¿Cómo se atrevían a
someterla a semejante existencia? Si su defecto hubiese sido atendido a su debido
tiempo, ¿quién podía asegurar que no se habría curado? Ahora probablemente era
demasiado tarde. La Naturaleza la había dotado del real derecho que dan la belleza y el talento, pero su egoísmo y su imperdonable negligencia no habían tenido en cuenta semejante condición.
¡Qué música divina arrancaba la joven a su violín! Música feliz y música
melancólica, alegre o dolorida, música como la que las estrellas de la madrugada
podían producir cantando al unísono, música que habría hecho danzar a las hadas en su retiro entre las verdes colinas o en las doradas arenas, música que también podría estar cantando su duelo sobre el sepulcro de una esperanza.
Al cabo, Kilmeny se dejó llevar en una melodía más dulce. Mientras la
escuchaba. Eric percibió que toda la naturaleza de la niña se revelaba a través de su música… la belleza y la pureza de sus pensamientos, sus sueños infantiles y sus recuerdos de doncella. No se descubría la menor intención de encubrimiento en ella; no podía ella misma impedir la revelación de la cual estaba consciente.
Por último Kilmeny dejó a un lado el violín y escribió:
—He hecho todo lo que he podido para complacerlo. Ahora es su turno. ¿Se
acuerda de la promesa que me hizo anoche? ¿Va a cumplirla?
Eric le entregó dos libros que había llevado para ella: una novela moderna y un
libro de poesías que ella no conocía. Había dudado un poco antes de elegir la primera, pero el libro era tan fino y lleno de belleza, que pensó finalmente que no podía de ningún modo llegar a rozar su inocencia.
No tuvo dudas acerca de la poesía. Era la expresión de una de esas almas
elevadas, profundamente inspiradas, cuyos versos habían hecho que el reino donde naciera y trabajara fuese un verdadero País Sagrado.
Leyó para ella algunos de los poemas. Después le habló de sus días en el Colegio
y de sus compañeros. Los minutos pasaron rápidamente. Para él ya no existía el mundo exterior fuera de aquel huerto antiguo, con sus ramas florecidas, sus sombras y los murmullos de la brisa.
En cierto momento, cuando le contó la historia de algunas travesuras de la vida
estudiantil, en la cual figuraban las luchas eternas de los alumnos de segundo año y
los novatos de primero, Kilmeny juntó las manos en su gesto habitual y se rió con una risa clara, musical, que hacía pensar en la plata más pura…
Aquella risa penetró en los oídos de Eric provocando un movimiento de sorpresa.
Le parecía extraño que pudiera reír de aquella manera y sin embargo no fuera capaz de hablar. ¿Dónde estaba el defecto que le impedía pasar por las puertas de la
expresión oral? ¿Era posible que no tuviera remedio?
—Kilmeny —dijo gravemente después de un momento de reflexión durante el
cual la estuvo mirando allí sentada, con los rayos del sol que después de colarse por entre las ramas del árbol de lilas, caían sobre su cabeza descubierta como una lluvia de piedras preciosas—, ¿no tiene inconveniente en que le pregunte algo sobre su inhabilidad para hablar? ¿Le lastimaría conversar de ese tema conmigo?
La joven sacudió la cabeza.
—No —escribió—, no tengo el menor inconveniente. Por cierto que lamento no
poder hablar pero estoy muy acostumbrada a ese pensamiento y no me duele en absoluto.
—Entonces, Kilmeny, dígame esto. ¿Sabe usted por qué no puede hablar, cuando
todas sus otras facultades son tan perfectas?
—No, no tengo la menor idea de por qué no puedo hablar. Se lo pregunté a mamá
una vez y me respondió que era un castigo a ella por un gran pecado que había
cometido y me miró de una manera tan extraña que me asustó y nunca volví a
preguntarle a ella ni a nadie más.
—¿Alguna vez la llevaron a un médico para que le examinara la garganta, la
lengua, en fin, los órganos de la voz?
—No. Recuerdo una vez cuando chiquita, que el tío Thomas me quiso llevar a ver
a un médico de Charlottetown, para que me examinara y dijera si se podía hacer algo por mí, pero mamá se negó rotundamente. Dijo que iba a ser inútil y creo que el tío Thomas pensaba lo mismo en el fondo.
—Usted puede reírse con toda naturalidad. ¿No puede producir ningún otro
sonido?
—Sí, algunas veces. Cuando estoy muy contenta o me asusto mucho, puedo
emitir algunos pequeños gritos. Pero sólo ocurre cuando no estoy pensando en
producirlos. Si me propongo gritar, no puedo.
Esto pareció a Eric más misterioso todavía.
—¿Alguna vez trató de hablar… de pronunciar palabras? —Persistió.
—¡Oh, sí! Muy a menudo lo hago. Todo el tiempo digo las palabras en la cabeza,
con el sonido que oigo a la gente, pero jamás he podido hacer que la lengua los repita. No se ponga triste, amigo mío. Yo soy muy feliz y no me importa mucho no ser capaz de hablar. Sólo algunas veces cuando tengo demasiados pensamientos y me resulta muy lento tener que escribirlos y algunos de ellos se me escapan. Tengo que tocar el violín otra vez para usted. Tiene un aspecto muy triste.
Se echó a reír nuevamente, tomó su violín y tocó una melodía ágil y picada, como
si estuviera tratando de burlarse de él, a la vez que miraba a Eric por encima de la
caja del instrumento, con ojos que querían obligarlo a sentirse feliz.

Se echó a reír nuevamente, tomó su violín y tocó una melodía ágil y picada, comosi estuviera tratando de burlarse de él, a la vez que miraba a Eric por encima de lacaja del instrumento, con ojos que querían obligarlo a sentirse feliz

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Eric sonrió, pero su rostro apareció preocupado varias veces más esa tarde.
Cuando regresó a la casa, avanzaba con el rostro ensombrecido. El caso de
Kilmeny era muy extraño por cierto y cuanto más pensaba en él, más extraño le
parecía. «Me resulta muy curioso que pueda emitir sonidos únicamente cuando no se ha preocupado por emitirlos —reflexionó—. Me gustaría que David Baker pudiera examinarla, pero supongo que no será posible. Esa lúgubre pareja que la custodia no lo permitiría nunca».

KILMENY LA DEL HUERTODonde viven las historias. Descúbrelo ahora