Dualidad

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15 de enero de 1980

El cielo estaba despejado, me encontraba en las profundidades de un bosque cavando en la tierra para ocultar mi primer cadáver. Mientras huía de la soledad y tapar mi consciencia, cantaba una canción.

— ¡Mete la pala y saca la tierra, mete la pala y saca la tierra!

Esta era una manera de transportarme hacia otro mundo, había envuelto el cuerpo en una funda, para que nadie sospechara. Sin embargo, tomar el cadáver se me hizo pesado. Tuve que arrastrarla hasta el hoyo que había cavado.

Las personas a las primeras horas de la mañana se encuentran desayunando, algunas se preparan para irse al trabajo y otras dejan a los menores de la familia a la escuela. En cambio, yo estaba rompiendo la rutina de lo que es un día normal tapando mi primer crimen.

Al finalizar me sentí exhausto, la tierra se había pegado en mi ropa. Fui a mi camioneta y me puse ropa limpia, después me marché. Me detuve en un bar restaurante para comer algo. Se sentía el aroma a café, las conversaciones entre las personas también las podía oír. Me senté en el centro, luego una joven camarera se me acercó. Depositó la carta del menú en la mesa, se dio media vuelta y fue hacia la cocina.

Pasaron cinco minutos y decidí que quería desayunar. Llamé a la mesera y vino con la mejor actitud para atenderme.

— ¿Qué desea consumir señor?

— Podrías traerme revoltillos y café por favor.

Lo anotó en su librito y volvió a desaparecer, no puedo quejarme de la atención al cliente. El cocinero principal prendió la televisión. Una reportera comentó que una joven había desaparecido, los familiares sufrían por su hija, en el programa pudo identificar a la víctima, mostraron una imagen de ella, rubia, ojos azules, con una sonrisa perfecta.

Lo que no saben es que yo la secuestré, esa muchacha tenía engañados a sus padres.

La conocí una noche al ir a una discoteca, la vi bailando con sus amigas. En un momento se quedó sola, le pedí al barman dos cervezas. Caminé hacia ella y la saludé.

— ¿Cómo te llamas?

— Susana.

— Un nombre encantador.

Tras darle la cerveza la llevé a bailar. Nos divertimos y le pedí que fuéramos a mi camioneta, me siguió como si nos conociéramos de mucho tiempo.

— ¿Hola, Marcos que deseas?

— Te quería pedir perdón por haber discutido contigo, si apeteces, ¿mañana nos podemos volver a ver?

— Dame espacio, nos es sencillo perdonar lo que me hiciste.

Al finalizar le colgó, y continuamos lo que estábamos haciendo, pero otra vez el aparato electrónico sonó. Empecé a perder la paciencia por culpa de ese muchacho, debía olvidarla y continuar su vida. Le palabreó hasta que consiguió su objetivo. Luego ella guardó su celular en su pantalón.

— Lo que estamos haciendo no es correcto fue un error.

— No, lo estabas disfrutando.

— Sí, pero llamó él y me acordé lo que teníamos, lo siento.

Trató de abrir la puerta, pero la jalé hacia mí, la estrellé contra el volante y de su frente empezó a salir sangre, no iba a permitir que me rompa el corazón. Luego con mis dos manos la ahorqué hasta dejarla sin aire y después me dirigí al bosque para ocultarla. En mi adolescencia, leí el túnel de Ernesto Sábato en ese preciso instante comprendí lo que sentía Juan Pablo Castel hacia María Iribarne. De alguna manera el personaje se había apoderado de mí.

Lo extraño está cercaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora