Capítulo 3

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Narra Mikaela:

                           

Si las personas se basaran en sus memorias para determinar cuándo comenzó su vida, la mía habría comenzado a los siete. Antes de eso, sólo existen fragmentos demasiado borrosos que prefiero olvidar; los pequeños recuerdos que tengo se desarrollan en un orfanato. Rodeado de niños con los que apenas si podía hablar, y adultos que casi nunca nos prestaban atención.

Cuando cumplí siete años, recibí el mejor regalo del mundo para un chico como yo: una adopción. Sólo que, en aquel momento, yo no lo sentí así. Cuando me dieron la noticia de que había alguien interesado en adoptarme, comencé a llorar.

Nadie entendía la razón de mi reacción hasta que, a través del llanto, entoné entre lamentaciones y súplicas, el nombre de mi mejor amigo: Kouta; lo que menos quería, era apartarme de él, y si me adoptaban, era una sentencia de que nos separaríamos —tal vez— para siempre.

Incapaz de aceptar aquello, corrí lo más lejos que pude del lugar y me escondí en uno de los salones destinados como bodegas. Fuera, escuchaba las voces de las cuidadoras llamándome, pero yo no estaba dispuesto a salir de mi escondite.

Las horas pasaron y yo me mantuve quieto en un pequeño rincón, hasta que oí mi nombre desde la voz de Kouta. Mi corazón se aceleró y enseguida corrí a él, para apegarme a él con fuerza y llorar contra su pecho hasta que no pudiera más. Sentí sus manos en mi espalda, consolándome con tranquilidad, escuchándome, mientras yo le repetía una y otra vez que no quería irme, que mi pecho dolía al pensar en dejarlo y, que, sin tenerlo a mi lado, yo no sabía cómo sobrevivir.

En aquel momento, yo no sabía la razón por la que mi corazón dolía tanto, solamente era consciente de que era incapaz de alejarme de mi mejor amigo. Él me escuchó llorar con calma, acariciando mi cabeza, asintiendo ante mis palabras, aliviando mi tristeza hasta que las lágrimas dejaron de salir.

—Mika, no puedes quedarte aquí para siempre —murmuró mientras sus pulgares limpiaban mis mejillas—. Deberías de estar feliz porque tendrás una familia.

Recuerdo haber contestado que, yo no necesitaba una familia, pues lo tenía a él. Antes mis palabras, su sonrisa se ensanchó y removió mis cabellos susurrando "chico tonto", luego tomó mi mano y, como si nada hubiese pasado, caminamos juntos al comedor para la cena.

No recuerdo mucho más, hasta el día en que recibimos la noticia de que los trámites de adopción se habían terminado. Sentí que mi corazón se destrozaba en mi pecho y que estaba por morir; pasé toda la noche llorando, incapaz de dormir, pensar o mostrar resistencia. Al día siguiente me llevarían a mi nueva casa, ya no había mucho que pudiera hacer.

De aquella noche no recuerdo mucho más que el dolor triturando mi pecho, hasta que suavemente una tibieza se fue extendiendo sobre mí; con tranquilidad, eliminó el espacio entre ambos, pegándose a mi espalda. Sus piernas encontraron las mías y se enredaron entre ellas. Su brazo izquierdo cruzó sobre mí, mientras que el derecho cruzaba el espacio entre mi cuello y mi almohada; una risilla escapó de mis labios cuando su nariz rozó mi nuca.

—¿Kouta? —me atreví a preguntar a pesar de conocer la respuesta.

—¿Quién más podría ser?

Ignorando las estrictas reglas que separaban por edades, e indicaban que "no debía haber más de un niño en la cama", alguien se había escabullido hasta allí para dormir conmigo. Por supuesto debía de ser Kouta. Sólo él haría todo eso por mí.

—Ya duérmete —recuerdo que me ordenó con voz somnolienta—. Si no, tendrás ojeras, y tú no te ves lindo con esas cosas.

Al día siguiente, conocí a Krul, una dama elegante de cabellos sumamente largos y de color rosa, que vestía de negro. Me esperaba en la oficina, y en cuanto me vio, su rostro se iluminó con una pequeña sonrisa, que enseguida me contagió.

A la luz del reflector ⊰ verdαd y ѕeᥒtι꧟ιeᥒto ⊱Donde viven las historias. Descúbrelo ahora