Unos días de descanso

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Su compañero ya estaba allí cuando ella llegó. Tenía los ojos azules, el pelo castaño corto revuelto y una barba incipiente decorando su mandíbula cuadrada, lo que le daba cierto aspecto desaliñado. Era tan alto y corpulento, que cuando Séfora se ponía a su lado, se sentía tan pequeña como una hormiga.

– ¿Dante, qué ha pasado? –preguntó alarmada.

– Esta mañana nos encontramos esto en la puerta de Comisaría –le contestó al tiempo que señalaba con la cabeza una caja de cartón abierta que había sobre la mesa.

Ella se acercó con cautela para ver el contenido, quedando completamente petrificada al comprobar de qué se trataba. Rápidamente, Dante tapó la caja de nuevo y dio órdenes de que se la llevaran de allí.

– Gracias a lo que acabas de ver, el jefe compartió amablemente su desayuno con mis zapatos nuevos –se lamentó él, soltando un resoplido de disgusto-. Ahora apestan.

Séfora se dirigió con paso inestable hacia la primera silla que encontró y se dejó caer sobre ella. Aún procesaba en su mente lo que acababa de ver.

– ¿Estás bien? –Dante se acercó a ella, observándola con cierta preocupación- Se supone que deberías tener mejor estómago que ese viejo.

– Descuida, no es nada, es sólo que me ha impactado... -musitó ella débilmente-. ¿Quién...?

– ¿Quién podría haber hecho algo así? –completó Dante con sorna- Un loco, sin duda. Es la misma historia de siempre.

– Espero que la persona a la que le hayan hecho esto siga con vida...

– Y que sea zurda –puntualizó él, rascándose la barbilla.

Aquel día hubo un gran revuelo, como cabía esperar. A pesar de haber realizado los análisis convenientes, no se encontró la más mínima pista que pudiera verificar a quien pertenecía el miembro amputado o quién realizó tal acto atroz, pues las yemas de los dedos de la mano habían sido quemadas para ocultar la identidad de la victima y, por si fuera poco, el agresor había tenido minucioso cuidado en no dejar huellas ni ningún otro dato que pudiera delatarlo. La única pista con la que contaba la policía era una nota que habían dejado junto a la caja, en la cual habían escrito a ordenador una dirección postal.

No tardaron en movilizar a un grupo de unidades y fueron al lugar señalado con la mayor rapidez posible. Era uno de los pisos situados en la Judería, en aquellas callejuelas donde era tan fácil perderse si no se conocía bien el barrio.

Dante, quien encabezaba la operación, llamó a la puerta, pero no obtuvo respuesta. Por ello, lanzó un último aviso y tras esperar un tiempo prudencial, disparó a la cerradura y entró en la casa seguido de Séfora y un par de agentes más, mientras el resto esperaba en el exterior con todos los sentidos alerta. Algunas personas que residían en las casas cercanas, se asomaron a la ventana sobresaltadas, preguntándose a qué se debía tanto alboroto.

El corazón de Séfora palpitaba descontroladamente. Era la primera vez que se enfrentaba a una situación semejante y una nueva sensación empezó a cobrar fuerza en su interior de forma insospechada. Una sensación que, de algún modo, le resultaba muy familiar.

Buscó con la mirada a su compañero, que por su parte se mantenía sereno, demostrando ser un inspector de policía muy capaz. No obstante, cuando ella se miraba a sí misma, con el pulso temblando, se sentía avergonzada.

Dante dio indicaciones para que cada uno revisara una parte de la casa, por lo que muy a su pesar, Séfora tuvo que quedarse sola, justo lo último que quería en ese momento. La chica novata subió las escaleras con absoluta discreción, lo que no evitaba que imaginara la posibilidad de que sus latidos se escucharan, pues para ella sonaban tan estruendosos como si alguien golpeara un yunque con un martillo de acero.

En primer lugar, se topó con el baño. Pudo notar como un sudor frío recorría su frente cuando echó a un lado la cortina de la ducha. Exhaló un soplo de aire lleno de alivio al comprobar que no había nada. Continuó con la siguiente habitación, en la que había una cama de matrimonio junto a la ventana, cubierta con un bonito edredón de estampado floral a juego con las cortinas. Todo parecía en orden, por lo que hizo un ademán de salir del cuarto cuando, justo en ese momento, reparó en el armario, el cual tenía las puertas entreabiertas. Decidió comprobar el interior antes de proseguir, así que se acercó a él con la pistola preparada y en un gesto rápido abrió una de las puertas.

El grito retumbó por todo el lugar. Cuando Dante llegó corriendo al dormitorio, se encontró a Séfora sentada en el suelo con las manos en la boca, temblando como una hoja y mirando hacia el armario con expresión aterrorizada. Pidió a otro policía, que acababa de entrar justo detrás de él, que se llevara a la chica de allí. Después, miró dentro del armario para encontrarse con la cabeza de un hombre decapitado, que tenía los ojos abiertos como platos y la boca desencajada en un grito mudo de horror.

A partir de aquel día, el superior de Séfora le concedió unos días de descanso para que se despejara un poco, pero para ella no era más que una forma de decirle que era un estorbo... Intentó ser positiva y aprovechar aquellos días para pasar más tiempo con su hermana pequeña antes de que volviera a la Universidad.

Dante las visitó a menudo y casi siempre les llevaba algo de comer. Habían sido compañeros desde que ella entró por primera vez en el cuerpo de la Policía Nacional hacía un año, justo el mismo día que él llegó allí por un traslado. Él tenía treinta y dos años por entonces y ella veintiséis. No solía hablar de sí mismo, por lo que no sabía prácticamente nada sobre su persona. Parecía que, al fin y al cabo, haber pasado tanto tiempo juntos no hacía que ella le fuera completamente indiferente.

Curiosamente, Amelia y él habían hecho buenas migas enseguida. Por alguna razón, no se le había ocurrido presentarle a su hermana antes. Dante había descubierto un nuevo hobby: hacer rabiar a la hiperactiva Amelia. Ésta, a su vez, trataba de devolvérselo imitando su ejemplo.

Aprovechando las visitas del inspector, Séfora intentó sacarle información del caso inútilmente, ya que él estaba decidido a dejarla al margen del asunto. No pudo más que asumirlo y esperar. Debido a esto, Séfora puso las noticias todos los días, por si averiguaba algo por ese medio, pero por lo visto la policía no permitía que los periodistas curiosearan.

La bruma de los recuerdosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora