Expiación

32 4 5
                                    

Séfora estaba al borde de un ataque de nervios, pues hacía más de una hora que su hermana debía haber vuelto a casa y no era propio de ella no avisarla si iba a retrasarse. Incapaz de esperar más, contactó con Dante, que al escucharla tan alterada, tardó menos de veinte minutos en personarse allí. El inspector no dio crédito a lo que estaba pasando cuando su compañera se echó sobre su pecho sollozando explicándole la situación. Comprendió, entonces, su dilema: Debían pasar veinticuatro horas para que se considerara a una persona desaparecida y eso era demasiado tiempo sin saber nada de su hermana. Recordó, entonces, cuando la vio en el bar y prácticamente la echó de allí. Si tan sólo le hubiera dicho que se quedara con él... Sin saber qué decir e invadido por la culpa, rodeó a su compañera con los brazos para transmitirle ánimos... Pero, justo en ese momento, sonó el teléfono. Séfora se secó las lágrimas de los ojos y cogió el auricular con la esperanza de que fuera Amelia, pero no fue su voz la que escuchó, sino otra muy distinta que parecía haber sido distorsionada por algún aparato, haciéndola irreconocible. 

Los temores de Séfora se hicieron realidad cuando aquella persona le dio instrucciones muy precisas para recuperar a su hermana pequeña, indicando un lugar de encuentro y especificando que fueran Dante y ella solos, advirtiendo que si divisaba por la zona a alguien más, mataría a su rehén sin miramientos.

No se detuvieron a recoger nada y, en el menor tiempo posible, se reunieron dentro de la estación ferroviaria. Al llegar, no encontraron ninguna señal de los vigilantes de seguridad; de hecho, en el lugar reinaba un inquietante silencio espectral. En uno de los dos pasillos superiores que cruzaban los andenes, debajo de los cuales podían verse los raíles de los trenes, se encontraba Amelia sentada en el bordillo, amordazada y atada. A su lado, se encontraba sentado Gabriel en idénticas circunstancias. Séfora gritó sus nombres al verlos y, entonces, se oyó una voz masculina a espaldas de los rehenes, una voz que provocó que un escalofrío le recorriera la espalda, evocándole una extraña sensación que le resultó muy familiar.

- La familia vuelve a reunirse de nuevo –comentó con tono divertido-. Pequeña Séfora, te propongo un trato... mata a Dante con tus propias manos y perdonaré la vida de tus hermanos –como ella no pareció terminar de comprender lo que estaba diciendo, puntualizó-. Oh, claro, no lo sabes... Permíteme presentarte a tu hermano biológico –una figura oscura se dejó ver entre la penumbra, poniendo una mano sobre el hombro de Gabriel-. Una tragedia que os separaran de mí a tan a tierna edad, pero aún no es tarde para recuperar el tiempo perdido.

- No sé de qué hablas... –musitó Séfora confusa, dando un paso hacia atrás.

- ¿No te acuerdas de tu padre? –preguntó con indignación-. Pasamos buenos ratos juntos.

La muchacha volvió a recordar la pesadilla de varias noches atrás, pero ahora sabía que no era una pesadilla, sino un recuerdo. El chalet en el campo, la encina... su hermano... su padre. Su memoria mezclaba imágenes dispersas, que no terminaban de hallar conexión. No era el padre que ella recordaba, aquel que la recogía en la estación cuando volvía de la academia y, sin embargo, lo era. Se puso las manos en la cabeza, aturdida.

- ¡Mis padres murieron en un accidente de coche! –exclamó, tratando de poner en orden sus ideas.

- ¡Tú no eras hija suya, ellos sólo te adoptaron! –escupió con ira aquel individuo oculto por las sombras-. Al igual que otros adoptaron a tu hermano... Os separaron de mí y tuve que castigarlos.

Fue en ese momento cuando ella se acordó de la verdad. Durante varios meses había estado confundiendo recuerdos de su padre adoptivo y de su padre biológico, los cuales habían despertado al conocer a Gabriel. Su padre biológico, un borracho psicótico que disfrutaba dando brutales palizas a... Gabriel. Era cierto que había sentido que tenían algún tipo de vínculo, pero jamás hubiera imaginado que fueran hermanos. Miró traumatizada al abogado, quien le devolvió la mirada totalmente consternado. Después, aquel hombre, aún con la mano sobre el hombro del letrado, puso su otra mano en el hombro de Amelia y comenzó a inclinarlos hacia delante.

La bruma de los recuerdosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora