El hombre misterioso

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Era una mañana de finales de otoño nublada y sombría. Una ráfaga de viento revolvió el cabello caoba de Séfora al salir de casa. Se frotó las manos en un intento de aportarles algo de calor y las metió en los bolsillos de su chaqueta de pana. Seguidamente, se dirigió calle abajo, camino a la estación de autobuses de Córdoba.

Al entrar en el andén, sintió como si el tiempo hubiera dado un paso atrás. El viento sopló llevándose las hojas caídas de los árboles y, en ese preciso instante, apareció ante ella la imagen de su padre, bajando del vehículo para saludarla como de costumbre, con una amplia sonrisa. Retuvo esa escena en su mente... aquel hombre de ojos verdes, pelo negro corto, piel clara, delgado y larguirucho que la miraba fijamente. Pero, entonces, se dio cuenta de que aquellos ojos verdes no eran los de su padre, sino los de otra persona muy diferente. Se trataba de un joven de apariencia siniestra que vestía completamente de negro, cuya oscura melena cuidadosamente repeinada hacia atrás caía sobre sus hombros. Llevaba un chaquetón largo desabrochado, un traje con corbata y unos relucientes zapatos. Un aspecto realmente impecable. Séfora no dudó en pensar que debía tratarse de una persona adinerada.

-¡Séfora!-la sacó de sus pensamientos una voz familiar. Se volvió para encontrarse con Amelia, seis años menor que ella. Ni siquiera se había dado cuenta de la llegada de su hermana y no era costumbre en ella tales despistes-He venido lo antes que he podido, espero que puedas perdonarme por haber perdido el primer autobús.

-No te preocupes, por suerte me avisaste con tiempo-le quitó importancia, cogiendo la maleta que Amelia tenía a sus pies-. No me hubiera agradado nada la idea de esperar aquí con el frío que está haciendo hoy.

-En el pasado era papá quién te recogía a ti-recordó ella a Séfora con añoranza-. Pero, ahora te toca a ti recogerme a mí en la estación-dicho esto, cogió la mano de su hermana y tiró de ella con energía-. ¡Vamos a casa, tenemos tanto de qué hablar!

De repente, Séfora se acordó del extraño individuo que había visto poco antes. Giró la cabeza rápidamente, esperando que aún estuviera allí, pero no pudo evitar sentirse algo decepcionada al descubrir que, efectivamente, ya se había ido.

Las hermanas pasaron todo el día juntas para recuperar el tiempo perdido. Aunque Séfora lo hubiera querido de otra forma, Amelia no se separaba de ella ni a sol ni a sombra. De todas formas, ella se había pedido el día libre en el trabajo porque su hermana pequeña merecía todas sus atenciones y sólo iba a quedarse una semana o poco más. Después, volvería nuevamente a Málaga para seguir con sus estudios universitarios.

Desde que sus padres murieron en un accidente de tráfico, ella vivía sola y se encargaba de Amelia como si de su madre se tratase.

Curiosamente, ambas chicas no se parecían prácticamente en nada. Amelia tenía los ojos marrones, era rubia, de carácter alegre, de estatura baja, inquieta y activa, mientras que Séfora tenía los ojos verdes, era morena, seria, alta y tranquila. Pero, por alguna razón, la mayor de las hermanas sentía rechazo hacia su melena de color azabache y con frecuencia cambiaba su color natural con diversos tintes.

A Séfora le preocupaba que no hubiera mucho que hacer, pues ella no era especialmente imaginativa y no se le ocurrían cosas ingeniosas que hacer juntas. Todo le parecía igual de aburrido y cotidiano, aunque quizá fuera que, simplemente, ella era demasiado sosa y predecible.

Al anochecer, propuso a Amelia comer unas pizzas para cenar. Había pensado pedirlas a domicilio, pero enseguida la pequeña de la familia la empujó hacia la puerta en un acto de rebeldía.

Al entrar en el local, Séfora pudo sentir el aire cálido de la calefacción y una confortable sensación recorrió su interior. Las hermanas tomaron asiento en la primera mesa que encontraron y el camarero no tardó en atender sus pedidos. Mientras esperaban a que les sirvieran las pizzas, Amelia reparó en un hombre sentado en la mesa contigua, que estaba solo y leía un libro de cubierta negra cuyo título no alcanzó a entender. Entonces, llegó el camarero con un plato de carne humeante y lo puso en la mesa de aquel sujeto, tapando la visión de la muchacha.

-No seas maleducada, no está bien mirar tan fijamente a la gente-le reprendió Séfora cuando se percató de su conducta.

Después, dirigió la mirada a la persona que había captado la atención de su hermana pequeña y contuvo el aliento al descubrir que era el mismo hombre que había visto en la estación. Era inconfundible, con aquel pelo negro peinado hacia atrás, esos ojos verdes y su aspecto impecable, sin ni siquiera una arruga en su perfecta camisa negra, con un bonito reloj plateado que emitía tímidos destellos en su muñeca izquierda. Pensó que era un hombre muy apuesto y que, sin duda, debía poseer mucho dinero; incluso, se permitió barajar en su mente las posibles cifras de su próspero capital. Se preguntó qué hacía un hombre como él en un sitio como ese, en vez de disfrutar de una romántica velada junto a una chica joven de alto estatus en un restaurante de lujo, en vez de comer comida casera en aquella taberna de barrio, completamente solo.

-¿Es guapo, verdad?-inquirió la jovial vocecilla de Amelia-Sin embargo, si no recuerdo mal... alguien me dijo que era de mala educación mirar fijamente a la gente...

Séfora apartó la mirada rápidamente, tratando de ocultar el rubor de sus mejillas, pero su hermana se había dado cuenta y reía entre dientes. El resto del tiempo pasó en silencio, a pesar de los frustrados intentos de Amelia por sacar conversación.

Esa noche, Séfora estuvo especialmente inquieta. Se levantó varias veces de la cama acosada por pesadillas, que nunca llegaba a recordar, tan sólo dejaban en su corazón una honda sensación de desasosiego y malestar.

Lo que nunca hubiera podido imaginar era lo que pasaría al día siguiente, cuando la llamaron del trabajo requiriendo su presencia de inmediato.

La bruma de los recuerdosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora