1 ~ Caperucita Roja

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RUBÍ


No hacía falta que la madre de Rubí le dijese que no había que pasar por lugares con poca iluminación en el pueblo. Se lo había repetido tantos millones de veces que lo llevaba grabado en el cerebro como si hubiese nacido con esa frase ya puesta.

Esto no quiere decir que le hacía caso.

Verás, los caminos iluminados eran muy largos. El camino más corto era siempre por el lado oscuro, ya fuera al volver de la escuela o al ir a visitar a la abuela. Y Rubí, ocupadísima como tenía su vida (nótese el sarcasmo), necesitaba llegar lo más rápido posible a donde fuera que se dirigiese. Por suerte, y eso que no creo en la suerte, jamás le había sucedido nada. O tal vez por desgracia, debería decir, ya que la falta de situaciones peligrosas le había hecho desarrollar la idea (en su díscola y soñadora cabecita) de que eso significaba que no existía ningún peligro.

Así fue como, en un día como cualquier otro, o tarde más bien, porque el sol estaba cayendo, Rubí caminaba saliendo de la casa de su abuela. Iba a comprarle analgésicos, porque la abuela Rosita iba de mal en peor con los dolores de espalda. La niña llegó a la farmacia sin ningún contratiempo, compró el Paracetamol con los pesos y la nota que le había escrito la abuela, y volvió por donde había venido.

Tomó exactamente el mismo camino, esto es, uno de los poco iluminados como tenía por costumbre hacer. Yendo a la farmacia aún había luz, pero ahora a la vuelta el sol había terminado de caer y las luces de la calle se habían encendido... Excepto en un tramo del camino.

Rubí no era una niña miedosa, en absoluto, y no le temía a la oscuridad. Además llevaba esas zapatillas con lucecitas en el borde de la suela, que creaban arcoíris de destellos en la acera cada vez que daba un paso. Eso, y su buzo rojo con capucha, no la dejaban pasar desapercibida. Si tan sólo hubiese vestido toda de negro...

—¿Andás perdida?

Un hombre había salido de las sombras. Viejo, podría decirse, aunque para Rubí eran viejos todos los que tuviesen más de veinte años. Este tenía veinticinco, y su aspecto no ayudaba en absoluto a rejuvenecerlo.

—No, estoy bien —dijo Rubí, y apresuró el paso. El tipo se le mantuvo a la altura con perezosas zancadas, y recién ahí a la niña se le ocurrió pensar que tal vez, tal vez, su madre tenía cierta razón en lo que le decía.

—¿Y qué hacés sola por acá, tan chica? —preguntó el hombre. Rubí no quería contestar, pero pensó que quizás eso sería peor.

—Estoy volviendo a lo de mi abuela.

—¿Dónde vive ella?

—En el barrio Oeste.

—Ah, un barrio privado. ¿Vive sola, tu abuela?

Rubí cobró un poco de valor para replicar al interrogatorio, que le daba muy mala espina.

—Mire, señor, no puedo hablar con gente que no conozco. Disculpe, pero tengo que volver.

—Te acompaño, no está bueno que andés sola, podría pasarte algo —dijo el tipo con tranquilidad, como si tuviese todo el derecho de hacerlo.

Rubí no podía saberlo, pero el tipo no era un hombre cualquiera. Su nombre era Hati, extraño por cierto, pero no carente de significado. Tenía un hermano mellizo, Skoll, pero ese prefería la luz clara de la mañana para rondar por el pueblo. Hati, en cambio, tenía afinidad con las sombras y todo lo que se podía hacer en ellas. Había sumado dos más dos, y que la abuela de esa niña viviese en un barrio privado, más que nada en el Oeste, tenía que significar que tenía plata. Era seguro una jubilada con algún otro buen ingreso de alquiler o lo que fuera.

✱ Pero así no era el cuento... ✱Donde viven las historias. Descúbrelo ahora