Capítulo 11 - La sobremesa

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«Alguna vez le escuché decir a alguna señora muy creyente que Dios obraba de maneras misteriosas, o algo así. Lejos de compartir ese pensamiento, si la señora tenía razón, hubo una vez que el Señor me puso adelante a dos hermanos y, quizá, un plato del mejor estofado que alguna vez he comido. Nótese que, en esa oportunidad, tenía mucha hambre y había olvidado por completo el sabor de la comida casera».

Diario de Dakota


La cena transcurrió sin sobresaltos. Los tres jóvenes se sentaron en torno a una mesa pequeña en un rincón de la cocina. Dakota se sintió extasiada por el estofado preparado por Valeria y comprobó que la afirmación de Facundo acerca de este no podía ser más acertada. Lo cierto es que tuvo que esforzarse para no dejar los modales de lado, aunque la charla amena con los dos hermanos facilitó el asunto: tras un par de bocados y una vez que tragaba, realizaba un comentario, preguntaba y respondía. Los dos hermanos, acostumbrados al buen comer, tenían otra necesidad que solo Dakota les podía ayudar a saciar: la socialización. Las visitas, involuntaria en este caso, no eran frecuentes y la mayoría de las veces la interacción no se daba a través del intercambio de palabras, sino de balas.

—Así que sos porteña —señaló Valeria con tono jocoso—. ¿Viste? —Codeó a su hermano—. Hay cosas que nunca cambian. Cuando «las papas queman», cruzan el charco.

El comentario provocó risa en los tres, aunque Dakota no perdió la oportunidad de agregar algo en defensa propia.

—No, no. Soy uruguaya. Lo que sí, viví muchos años en Argentina porque nos tuvimos que mudar por el trabajo de mis viejos.

—Ya sé. Es joda, nena —aclaró la muchacha. En consecuencia, tomó una postura un poco más seria—. ¿Y estabas allá cuando todo surgió? Supongo que debe haber sido bravo, un caos. Buenos Aires es gigante.

Dakota meditó la respuesta. La vorágine de aquellos días todavía permanecía entreverada entre recuerdos e imaginación. Esa última era el único recurso del que su psiquis disponía para rellenar las lagunas que, después de cinco años, aún era incapaz de explorar con éxito. En el mejor de los casos, algunos episodios aislados emergían de las aguas turbias en forma de pesadillas. Aun así, discernir entre fantasía y realidad le resultaba difícil.

—Sí, ni me digas. Era bastante chica en esa época. No sé, trece años tendría cuando mucho —reconoció con un dejo de incertidumbre.

—¿Y cómo hiciste para escapar? Deben haber sitiado como en Montevideo y las ciudades grandes —dedujo Facundo. Era evidente que, detrás de la supervivencia de la chica, debía haber una historia fascinante.

Por supuesto que esa tampoco era una pregunta fácil de contestar. De todas formas, Dakota pudo dar con una respuesta que conformara a los hermanos, a pesar de tanta confusión.

—Hmm... La verdad, le he dado muchas vueltas, pero todavía no lo tengo claro. En aquellos días no entendía nada de lo que estaba pasando. Lo único que sé es que Horacio, un amigo de mi padre, me encontró en casa y, repito, de alguna forma logramos escapar del Conurbano Bonaerense. —Un suspiro marcó una pausa breve. Tras ella, la joven agregó algunos detalles más que le dieron el punto final al lienzo surrealista que sus palabras describieron—. De esos días solo recuerdo el cielo gris y tormentoso; los gritos y los disparos; la calma sospechosa de la noche; la luz y la oscuridad... —El silencio se sostuvo por unos cuantos segundos, aunque no lo suficiente para volverse incómodo—. ¿Y ustedes? ¿Cuál es su historia?

Los hermanos se miraron y Valeria tomó la palabra en consideración de que, al igual que Dakota, Facundo era muy joven en aquella época.

Después de los díasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora