«La historia vuelve a repetirse. Las ratas abandonaron el barco, o al menos eso se dice. Quizá esto habría sido una buena noticia algún tiempo atrás. Sin embargo, en esta ocasión el remedio parece peor que la enfermedad. El individualismo en el que estamos inmersos no hará otra cosa que hacernos correr por nuestras vidas sin mirar a quien pisoteamos en la estampida. La ley de la selva volverá a regir a rajatabla, con un detalle extra que no conviene minimizar: los cazadores furtivos estarán al acecho».
Diario de Horacio
Todo aquello que hace a la civilización colapsó aquel día. En mayor y en menor medida, desde pueblos pequeños hasta las metrópolis más colosales. Si había algún lugar donde todavía no había pasado, sería cuestión de tiempo. Cada gobierno tenía sus tiempos, pero el aparato burocrático, por más inquebrantable que pareciera, solo retrasaría la agonía por horas, días en el mejor de los casos. Tal como fichas de dominó, un derrumbe llevó al otro: en principio, aquel virus se expandió con un ritmo sin precedentes y sobrepasó cualquier límite prudente. Las cifras llegaron a las autoridades por la noche y desde entonces no se volvió a saber de ellas. Durante las primeras horas de la mañana se declaró la alerta negra. Más allá de la especulación manejada en las redes sociales, el anuncio fue hecho mediante los altavoces de alerta dispuestos por toda la ciudad, tras emitir la tétrica sirena de emergencia. En este se exhortaba a la gente a permanecer en sus casas, aunque más bien era una prohibición y quienes se atrevieran a desafiarla podían llegar a pagar el precio más caro. El tono sobrio y arcaico de la voz tras el micrófono no se asemejaba al de las autoridades o sus asesores. Precisamente, uno de aquellos rumores presumía que el presidente y los miembros de las cámaras habían abandonado el barco ante la crisis inminente. Entonces, ¿quiénes habían tomado el poder? Todo indicaba que habían sido las Fuerzas Armadas, aunque el próximo movimiento que dieron denotaba que había algo más.
Fue cuestión de horas para que las redes de comunicación, la segunda ficha de este juego, colapsaran por la saturación de tráfico de datos. Eso dejó en evidencia qué tan preparadas estaban para una masividad salvaje. El pánico sobrevoló la ciudad y sembró angustia a su paso, lo que provocó la caída de la tercera pieza. Ante la falta de comunicación remota y sin importar la incertidumbre que reinaba afuera, la desesperación se apoderó de las personas. En un pacto implícito, la mayoría decidió violar el mandato de las autoridades y salir a las calles para dar rienda suelta al descontrol. La ciudad parecía un laberintico hormiguero de cemento por el que sus pobladores corrían con una arbitrariedad caótica. Los más cautos, quizá, se internaron en los rincones más recónditos de sus hogares en procura de que, sin importar lo que sucediera, la muerte y la destrucción no notaran que estaban allí.
Todo lo que estaba sucediendo se encontraba dentro de las posibilidades que las nuevas autoridades habían manejado antes de anunciar el estado de alerta. La noche anterior había sido larga y los altos mandos junto a los estrategas más experimentados habían contemplado múltiples escenarios y cómo responder a ellos. Estaba claro que la forma más efectiva de pulverizar todo a su paso era a través de bombardeos aéreos, pero eso atentaba en cierto modo contra una teoría que varios de ellos manejaban. El virus en cuestión era más contagioso que cualquier otro del que se tuviera registro. Lo más probable era que gran parte de las personas que habían salido a la calle murieran allí mismo por el contagio y el avance vertiginoso de la enfermedad y sus síntomas. Primero los debilitaría y dejaría sin fuerza para seguir escapando, luego los haría perecer en cuestión de horas. Sin embargo, no todos correrían ese destino fatal, y era allí donde estaba puesto el interés de aquellos uniformados especulativos. En apariencia, había personas que no se contagiaban con tanta facilidad o que podían superar la enfermedad sin morir en el transcurso de ella. Por ese motivo, además de liquidar a los «débiles» y pulverizar sus cuerpos infectados, el objetivo imperativo emergente sería capturar un número significativo de aquellas personas que fueran poseedores de ese privilegio, ese don.
El plan de acción cubría varias fases que no se limitaban solo al simple despliegue de tropas en puntos estratégicos. En primer lugar, debían dejar que los civiles se dispersaran para que la enfermedad lo hiciera con ellos. En este punto hubo varios altos mandos que discreparon, ya que mantenían firme la postura de contener el virus y su propagación. Al fin y al cabo, ese era el objetivo primordial. No obstante, la eliminación inmediata de civiles, contagiados o no, reducía las posibilidades de encontrar a aquellos que fueran inmunes. El próximo paso sería sitiar la ciudad con mayor foco en los accesos. La lógica indicaba que, ante el caos urbano, habría un éxodo multitudinario que solo quedaría en un vano intento si el operativo resultaba exitoso. Contener a millones de personas en ese espacio parecía una tarea imposible, más allá de la ventaja armamentística y estratégica. Asimismo, el bloqueo de los accesos no bastaría para ello. Por ese motivo, varios grupos comando se habían posicionado en los puntos más poblados de la ciudad, preparados para abrir fuego y regar de sangre las calles cuando recibieran la orden. El último movimiento sería ejecutado cuando la masa de civiles se redujera de forma considerable. Vale destacar que eso significaba cientos de miles de muertes. En esa ocasión, el trabajo de los grupos comando sería complementado por un rastrillaje que partiría desde la periferia para avanzar hacia el centro. La maniobra cubriría la totalidad del área sitiada. Por supuesto que todo el despliegue se realizó durante la noche, a medida que el plan tomaba forma y esas posiciones tácticas eran aprobadas. Las sirenas de emergencia acompañadas del aviso de la alerta negra declarada, dieron inicio al operativo. Los soldados estaban en sus posiciones, armados para la masacre y con la indumentaria correspondiente para que ningún agente externo hiciera contacto con ellos; la munición estaba distribuida en los puntos de recarga y los vehículos de combate listos para rodar. El exterminio de los «débiles» y la cacería de los «dotados» habían empezado.
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Después de los días
Science FictionHan pasado alrededor de cinco años desde que la civilización cayó de rodillas ante un virus que surgió del deshielo. Hubo una ínfima parte de la población mundial que no contrajo el virus, a pesar de su nivel de contagiosidad sin precedentes. Las ci...