«Las grandes ciudades son una maravilla de la humanidad. Aun así, son también testigos y cadáveres que presenciaron en primera fila el derrumbe de la civilización. Yo por mi parte, solo pude conocerlas tal como existen ahora, pero muchas veces me pregunto cómo habrían sido cuando estaban habitadas y cumplían la función para la que fueron creadas. Por lo general suelo evitarlas, a no ser que deba hacer una parada de primera necesidad: agua, alimentos o combustible. Cuando es así, procuro que el paso sea tan fugaz como se pueda, siempre y cuando no me sorprenda la noche. En ese caso, lo mejor es buscar un refugio improvisado, pues la ilusión de soledad que las calles desiertas inspiran no es más que eso: una simple ilusión».
Diario de Dakota
Las medidas de seguridad sanitaria se habían extremado de manera inimaginable. Al principio y como toda pandemia declarada, la cuarentena general rigió con firmeza. Los grupos de riesgo debían ser protegidos y resguardados. Sin embargo, todas esas contemplaciones se hicieron polvo cuando las medidas pasaron al siguiente nivel de severidad. En otras palabras, «grupos de riesgo» pasaron a ser «amenaza» y «proteger» fue sustituido por «eliminar». Dicho sea de paso, el primero extendió su rango e incluyó a niños y mujeres por tratarse, en la mayoría de los casos, de «personas débiles o insuficientes que podían significar una carga». Esa categorización denigrante fue impuesta por los grupos de poder, cuyos pulsos no temblaron para sacar a las fuerzas armadas a la calle para hacer el trabajo sucio. Los gobernantes se llamaron a silencio y se atrincheraron vaya a saber dónde cuando la situación se hizo insostenible. Lo que por tecnicismo todavía seguía siendo el Estado quedó a merced de los carroñeros para ser manoseado, violado y desmenuzado a gusto.Para ese entonces, Dakota apenas superaba los trece años. Esa mañana había empezado la cacería que los grupos al mando titularon «patrullaje de control». Los encargados de dicha tarea portaban un traje NBQ (nuclear, biológico, químico) y estaban armados para eliminar cualquier amenaza. Dakota se había encerrado bajo llave y cerrojos a la espera de Horacio, el hombre que la había apadrinado desde el momento que sus padres faltaron. «No le abras a nadie. Tomá, usala si es necesario. Volveré lo antes posible», fueron las últimas palabras del hombre antes de partir. En caso de una situación extrema, este le había dejado un revólver Smith & Wesson modelo 10, que la joven apenas había empuñado un par de veces.
Los civiles desconocían lo que estaba pasando más allá de los rumores. Sin embargo, los gritos de desesperación y matanza a sangre fría que irrumpían desde la calle en los apartamentos a través de las ventanas o al traspasar las paredes, daban un panorama bastante claro. El apartamento estaba a oscuras a no ser por unas pequeñas líneas de luz que se colaban a través de las esteras. Dakota se encontraba agazapada en el sillón de la sala de estar, empuñando con fuerza el arma y con la mirada fija en la puerta bloqueada por un mueble. El apartamento no les pertenecía, pero no era el único que había sido usurpado ante la ausencia de los propietarios. La mayoría habían decidido escapar antes de que el control fronterizo se reforzara. En ese sentido, los uniformados se habían desplegado por los accesos de las ciudades para cubrir y detener la libre circulación.
Dakota se estremeció al oír los pasos in crescendo que pisaban con fuerza los escalones antes de llegar al pasillo. Los sonidos del interior del edificio eran fáciles de identificar porque, a diferencia del rumor externo, sonaban más nítidos. La joven no pudo contener su curiosidad ante el intercambio de palabras que se escuchaba en el pasillo. Sin dudas eran más de uno. Por ese motivo, se levantó del sillón y empezó a caminar rumbo a la puerta. Los golpes a puño cerrado, acompañados de fuertes gritos no se hicieron esperar. En ese momento, ella estaba a medio camino, pero, para su fortuna, los golpes provenían del otro extremo del pasillo. El silencio se prolongó por unos segundos antes del estruendo que terminó derribando la puerta del apartamento elegido.
—¡Al suelo! ¡Al suelo le digo! ¡El niño también! —exigía uno de los uniformados.
—¡No! ¡Por favor! ¡Los nenes...! —suplicaba una mujer desconsolada.
—¿Quién más está en la casa? ¡Vamos! No me obligue a buscar —advirtió otro el otro soldado.
—Dale. Andá que yo me quedo acá —le indicó el primero al otro.
Las voces llegaban a Dakota como un ligero rumor lleno de prepotencia y lamento. Esta se sintió aterrada, pero algo en su interior la llevó a empujar el mueble que bloqueaba la puerta. Asimismo, debía hacerlo con el mayor silencio posible. El ruido del acto barbárico al que se acercaba resultó conveniente para camuflar el rechinido de la puerta y sus pasos por el pasillo. Sintió un escalofrío que la paralizó por unos segundos. Para ese momento ya estaba más cerca del apartamento violentado que de su escondite. Luchó con los pensamientos que intentaban disuadirla y retomó la marcha. Con los dientes apretados y los ojos bien abiertos se preparó para entrar.
Nadie advirtió su presencia hasta que el uniformado cayó en seco con su cabeza hecha pedazos. La detonación impuso un silencio instantáneo y, tras el humo que terminaba de salir del cañón del revólver, la madre y su hijo pudieron ver el rostro de la adolescente. Esta permaneció en posición, con las piernas flexionadas y los brazos extendidos, empuñando el arma con todas sus fuerzas. El segundo oficial volvió a la sala desprevenido, quizá pensando que su compañero se había visto obligado a disparar. Bastaron otras dos balas para dejar a este herido de muerte antes de que pudiera cruzar el arco de la habitación. La madre, ante el brutal escenario que la rodeaba, apretó a su hijo contra su torso. El llanto de un bebé que provenía desde la habitación del fondo fue lo único capaz de romper la hegemonía del silencio que solo había sido interrumpida por los disparos. Sin mediar palabras, la mujer cargó al niño y corrió hacia la habitación en busca del bebé.
Para cuando volvió a la sala, la adolescente ya no estaba. Los llamados de la mujer, así como el asomarse por el arco de la puerta fueron inútiles. Esta no podía reprocharle la huida, nadie había hecho en su vida lo que esa chica hizo por ella y sus hijos ese día. Dakota por su parte, había vuelto al escondite. Dejó todo tal cual estaba antes de salir y se atrincheró en el mismo sillón. Los llamados de la mujer cesaron un tiempo después. Ella, al igual que los oficiales, no sabrían de dónde había surgido ni hacia dónde se había escabullido.
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Después de los días
Ficção CientíficaHan pasado alrededor de cinco años desde que la civilización cayó de rodillas ante un virus que surgió del deshielo. Hubo una ínfima parte de la población mundial que no contrajo el virus, a pesar de su nivel de contagiosidad sin precedentes. Las ci...