JUEGO DE NIÑOS

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Cuando llegué a aquel remoto pueblo tuve una cosa clara; resolvería los extraños asesinatos que habían dejado a los niños de la zona huérfanos. Desde hacía dos meses alguien estaba acabando con la vida de los adultos de una forma cruel.

La policía barajaba varias hipótesis. La más consistente: un psicópata se dedicaba a golpear con saña el cráneo de las víctimas para extraer su cerebro.

¿Para qué quería el criminal los sesos de los adultos? ¿Se trababa de un acto de brujería o alguien pretendía realizar un experimento?

El homicida se cercioraba de no dejar ningún rastro que pudiese dar con su paradero. La única pista la proporcionaron los muchachos del lugar. Hablaron de una criatura deforme, recorriendo las calles en busca de las personas mayores.

Varios chicos me comentaron que el reflejo de aquel ser se proyectaba en las paredes de las casas y su silueta se deslizaba con rapidez hasta colarse por las rendijas de las puertas y ventanas. Describieron al espectro como un ente con el pelo de estropajo, semblante lleno de estigmas y las cuencas de los ojos vacías. En la mano derecha poseía garfios y en la otra cuchillas.

Según su descripción, su imagen me recordó a una mezcla entre Freddy Kruger y Eduardo Manostijeras. Pensé en la imaginación que poseían aquellos chavales. Seres como el que aseguraban haber visto, sólo existían en las películas de terror y en las novelas de Lovecraft, Stephen King o Clive Baker. Todo el mundo sabía que los monstruos pertenecían a la ficción.

—¿Quiere que le enseñe dónde lo vi, inspector? —me preguntó un niño.

—Desde luego.

Me condujo a través de angostas calles y suelos empedrados hasta un edificio de dos plantas hecho de madera. Se trataba de un granero. Empujé la puerta, las bisagras chirriaron. Entré. Tomé contacto con un olor a hierba fresca y a descomposición.

—Fue aquí —dijo.

A mi alrededor, divisé montañas de paja y comencé a inspeccionar el lugar. El hedor a carne muerta procedía del forraje. Moví los brotes de hierba y me quedé helado al vislumbrar una pila de cadáveres de hombres y mujeres.

A todos les faltaba el cerebro.

—Y usted será el siguiente —añadió el chico.

De pronto, me vi rodeado por un ejército de mocosos que salieron de diferentes rincones del granero y me observaron como si fuese una persona maldita. No tardaron en rodearme.

—Fuisteis vosotros, ¿verdad?

—Sí —replicó.

—¿Por qué, por qué habéis matado a los adultos?

—Ya estaban muertos mucho antes de que los asesináramos, pues dejaron de imaginar, de soñar, de reír, de ser naturales, espontáneos, traviesos, golosos, sinceros, tiernos. Y se olvidaron de lo más importante: de ser niños.

—Y, ¿por qué les sacáis el cerebro?

—Porque no lo usan —replicó—. Ven sólo es un juego, ¿te apuntas?

Y sentí un golpe seco igual que si un hacha me hubiera perforado el cráneo. En seguida me temblaron las piernas y noté un escalofrío en la espalda. Me desvanecí, pero antes oí el sonido de un taladro que se acercaba con celeridad a mi cabeza

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