Capítulo II: "Sucesos extraños"

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Arguell era un hombre bastante fornido (resultado de las muchas guerras y entrenamientos a los que fue enviado), tenía el cabello corto y negro, era alto y bastante ágil, tenia una mirada intimidadora y cansada casi todo el tiempo y la mayoría de las veces usaba ropas de cuero largo atado con un cinturón de gran hebilla plateada (aunque cuando iba a trabajar usaba ropa común y corriente). Pero como cualquier hombre, sea fuerte, fornido, enorme o lo que sea, siempre llegará atareado del trabajo, ya sea pesado o no. Y en éste caso, Arguell no sólo estaba atareado o agotado, sino que estaba casi muerto, y entró al palacio arrastrando los pies por el suelo y colgando los brazos como si no tuviera huesos en él. Al cerrar la gran puerta de la sala real detrás de sus espaldas, Arguell se encontró con la mirada de un hombre grande, de hombros anchos y firmes, de una mirada penetrante, con una barba gris perfectamente cortada y que también llevaba puesta una gran corona incrustada de tres rubíes de forma geométrica (decía la leyenda que para crear esa corona se utilizaron más de una tonelada y media de oro fundido, por esa razón era tan importante para él, a parte de que era lo único que lo conectaba de forma más directa con su padre). Obviamente está persona no era ni más ni menos que el mismísimo Laur Strong, que estaba sentado justo en el mismo trono en el cuál un día estuvo su padre. Laur, que era un padre bastante sobre-protector, no esperó a que Arguell dijera un simple «hola» para preguntar:

—¿Qué te sucede?
—Nada—respondió Arguell un poco sorprendido por los modales de su padre al omitir el saludo del que siempre había denominado como «una señal de respeto»—, ¿porque?
—Es que te veo... agotado, y deprimido estos últimos días, ¿es el trabajo o algo así?—. Volvió a preguntar Laur.
—Exacto—contestó Arguell con un toque de obviedad—, ¿qué otra cosa sería?, divertirme no creo.

Laur decidió ya no preguntarle más nada.

***

Cuando Arguell se levantó al día siguiente al mismo horario para volver a cumplir toda su rutina laboral nuevamente (y otro día sin Phinéas), creía sentir que «alguien» seguía todos sus pasos desde que había dejado el palacio, que caminaba justo detrás de él, acompañándolo. Y cuando a cada segundo se volteaba a mirar que era lo que lo seguía, no veía nada (excepto gente normal metida en sus propios asuntos). Luego de unos minutos ya no le dio importancia al asunto, dándose a entender que todo se trataba de su agotado y mareado cerebro.

Al llegar a su aburrido trabajo una vez más, notó otra cosa extraña: la mayoría de la gente que caminaba por la calle eran solamente magos, y todos tenían exactamente el mismo aspecto, excepto por algunos detalles como la nariz, el color de los ojos o el color de la ropa, pero a juzgar por todo lo demás eran prácticamente iguales, eran como... clones. Y a pesar de los muchos intentos de Arguell por tratar de apartar ese pensamiento, no pudo lograrlo, y aún con los mil clientes por atender y más los que iban llegando poco a poco, aprovechaba cualquier momento para estirar el cuello y observar a los distantes hechiceros caminar por esa estrecha calle arenosa, y digo distantes porque la verdad era que no hacían absolutamente nada, no cruzaban palabras con nadie (nisiquiera entre ellos mismos), miraban constantemente hacia adelante, como si estuvieran en un profundo vacio de oscuridad en su cerebro, además eso no era lo único que le atraía a Arguell de esos hechiceros, sino que también sentía que había algo en ellos que le parecía familiar, algo que parecía conocer. Y estaba a punto de descubrirlo, cuando llegó el último cliente del día, un hombre anciano, de unos doscientos años, cálculo Arguell, llevaba un largo bastón de madera, una larga túnica que color purpura que llevaba arrastrada constantemente, un gran y puntiagudo sombrero (del mismo color que la túnica), y una larga y plateada barba ondulada que caía como llamas de fuego grisáceo hasta su cintura. Arguell no dudo ni un solo momento de que era un mago, era más que obvio. Sin embargo no tenia el mismo aspecto que los demás que estaban caminando por la abarrotada calle, ese pensamiento hizo recordar a Arguell a los extraños hechiceros nuevamente, y volvió a  observar rápidamente hacia el lugar, pero ya no había nadie, apenas gente común y corriente que se iba dirigiendo a su hogar. Pero nada sobre magos de aspectos iguales. De repente, un chasquido de los dedos del mago-cliente sacó a Arguell de su profunda vacilación.

—¡Hey!— dijo el hechicero con una voz suave, tranquila y sarcástica (ya saben, como cualquier otro mago por supuesto)—, ¿me atenderás?, ¿o seguirás mirando a la gente pasar?
—Este... sí, disculpe señor, ¿qué necesita usted?— Preguntó Arguell tratando de ser lo más amable posible, y disimulando que la forma del mago para hablarle no le agrado mucho.
—¿Señor? Vaya, creí que estaba más joven— el mago río ante esa palabra de Arguell.

Como ya debe imaginar, éste mago no era nada más ni nada menos que el mismísimo: Gemíl "El Sabio", uno de los magos más poderosos del mundo, si así podría decirse. Y dijo lo de «más joven» porque los magos o hechiceros (es lo mismo), viven casi trescientos años (debido a la gran cantidad de magia que llevan contenida en la sangre, lo que les hace vivir más tiempo), y entrar a su centésima etapa era para ello lo que para ti es entrar a los cuarenta, sin embargo el cuerpo se da cuenta de los años vividos, y no le da problema en cambiar de aspecto y mostrar las arrugas, las canas, entre otras cosas. Y Arguell bien sabía eso, pero al ver al hombre reír con un chiste tan malo como ése, se le olvidó que tenía mucha coherencia en realidad.

—De acuerdo... ¿me va a decir lo que va a llevar, o seguirá riendo?—. Volvió a preguntar Arguell apresurado por cerrar el mercado e ir a dormir una buena siesta.
—Está bien, me llevaré... veamos... te llevaré a tí—. Contestó Gemíl.
—¿¡Qué... cosa!?, ¿a mí? Usted está muy tonto—. Pero para desgracia de Arguell, Gemíl no estaba loco, estaba completamente en sus cabales, y hablaba muy enserio cuando decía lo que decía.
—Oh no muchacho, yo no estoy loco, tengo la cabeza justo donde debe estar: en el cuello. Y necesito que vengas ahora mismo conmigo.
—No iré con un desconocido a ninguna parte. Al único lugar al que iré es a mi casa. ¿Entendido?

Arguell se rehusaba, sin embargo algo dentro de él quería ir con el mago, era como si Gemíl lo estuviera atrayendo poco a poco con algún hechizo controlador de mentes.

De repente tomó del uniforme de Arguell con tanta fuerza que casi lo derriba, para ser tan pequeño y de edad avanzada era fuerte.
—¡Oye! ¡suelteme viejo loco!—. Arguell tironeo con más fuerza el uniforme y logró que la gran mano de Gemíl logre soltarlo.
—Ah...— suspiró Gemíl—, no quería que las cosas terminaran así muchacho, pero no me dejas otra alternativa.
—Espere, ¿de qué está hablando?, ¿qué tiene pensado hacer?

El mago alzó su vara, y una luz verde salió de la punta. Arguell trató de escapar, pero Gemíl fue más rápido y lanzó la luz verde hacia la espalda de Arguell, éste se detuvo, y al cabo de un momento se desplomó en el suelo.

***

Cuando Arguell despertó se encontró en un lugar extraño, solitario y desconocido, pero al observar mejor se dio cuenta de que se trataba de una cueva, una cueva completamente vacía. Salió afuera a verificar que hora era, y se encontró con dos sorpresas: una de ellas era que tal cueva estaba ubicada sobre una gran montaña: la montaña de Sarabor, que estaba al sur y fuera del reino, y la otra era que el sol se encontraba demasiado hacia el oeste, y así pudo comprobar que eran más de las tres de la tarde. Se desesperó un poco al ver que no había más salida que un gran acantilado.

«Espera— pensó—, si no hay salida, ¿cómo pudo el que me trajo subír hasta aquí?»

Mientras sumaba distintas hipótesis a esta pregunta, un leve ruido de garras se escuchó en lo más profundo de la cueva. Arguell pegó media vuelta, y aunque no vio nada, salvo una espesa oscuridad, no pudo evitar que el miedo lo invadiese por completo. Otro sonido de garra volvió a resurgir de la oscuridad, y unos ojos verdes esmeralda asomaron de la misma. Arguell dió un grito.

El domador de dragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora