Llamada a la acción

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El bosque era el único testigo de ese momento compartido entre dos fugitivas. Ella, de una vida colmada de reglas, cadenas y tormento, yo, de una misión que cada vez pesaba más sobre mis hombros, pero que, con algo de suerte, acabaría pronto. Una ráfaga de viento me sacó de mis cavilaciones y agitó el cabello de Jadiet, unos mechones escaparon al apretado peinado que llevaba con orgullo, así que me apresuré a apartarlos de su rostro.

—Estás loco —dijo ella por lo bajo, sin levantar la mirada. Como si al mirar al suelo pudiera escapar de la realidad o protegerse de alguna manera.

—¿Loco?

—Sí, quiero decir, si mi padre se entera de esto, te matará —dejó escapar una risita nerviosa—, no es correcto que estemos solos.

—No estamos haciendo nada malo, solo hablamos, bueno, yo hablo contigo, tu —apoyé mis dedos en su barbilla y levanté su rostro—, tú hablas con el suelo.

Con infinita timidez levantó una de sus manos, en sus ojos batallaba un deseo, una duda, quizás mucha curiosidad. Sonreí para animarla, pero no fue suficiente, lugar de dejar su mano en mi rostro, permitió que sus dedos rozaran mi brazo. Un sonrojo delicado cubrió sus mejillas y en un instante retiró su mano y la acunó contra su pecho. Observé que movía los labios, pero no pronunciaba palabra alguna, o tal vez, no se atrevía.

—Por favor, habla con libertad. —Pedí y sin pensarlo demasiado, tomé una de sus manos entre las mías. Así, libres de guantes, por fin pude sentir la suavidad de aquellos dedos contra los míos, sin nada que nos detuviera, sin temores.

—No sería propio de mi decir algo así —susurró con nerviosismo. Sus dedos temblaban, por lo que los presioné ligeramente. No soportaba verla en tal estado, tan desesperada, nerviosa y agobiada por la angustia ¿no podían simplemente vivir?

—Todo te es propio y permitido, los límites están en tu mente y en el bienestar de los demás —dije sin poder contenerme. Era imposible hacerlo, como tratar de contener la fuerza de un toro con las manos desnudas y sin ayuda.

—Tienes una forma curiosa de pensar, Ialnar. —Levantó la mirada—. Eres tan diferente a los demás. —Me observó con curiosidad, como si fuera alguna especie de bicho raro, alguien diferente al resto, una mirada a la cual ya estaba habituada y que contrajo mi corazón.

—No cambies el tema, dime ¿qué turbó tu corazón? —Quería concentrarme en ella. Yo no valía la pena.

—Oh, no es turbación, o pena, es solo que... —de nuevo un feroz sonrojo cubrió su piel—, tus brazos son fuertes, pero no son los de un caballero. —A toda prisa cubrió su boca con su mano libre y me miró con terror—. Por favor, olvida que lo dije, no quería ofenderte.

—No me ofende —me apresuré a intervenir y no pude contener una pequeña carcajada llena de nervios ¿no tenía los brazos de un caballero de Luthier? Por supuesto, no era uno. Era una guerrera, una mujer, por mucho que entrenara, no iba a conseguir músculos del tamaño de un caballo.

—¡Te burlas de mí!

—Para nada. —No podía parar de reír ¿qué podía decirle?

—Eres despreciable —bufó a la par que retiraba su mano de entre las mías. Sonreí, aunque era un insulto que me dolía escuchar, era una prueba de la confianza creciente entre nosotras.

—Estuve cautivo durante mucho tiempo, solo me alimentaban con pan y agua, cuando un guerrero sufre esas condiciones, es normal que pierda sus músculos —expliqué, no quería sonar como una sabionda o como el típico engreído sabelotodo, así que hablé bajo, con un tono algo entristecido y apenado.

—¡Oh! No, no, que terrible —exclamó. Esta vez, sus dos manos sujetaron mis brazos. Su mirada se dividió entre la curiosidad y la pena—. Son tan crueles y depravadas como dicen las historias. —Gruesas lágrimas anegaron sus ojos y no pude evitar patearme mentalmente. Maravilloso, Inava, si planeas que ame Calixtho en algún momento, no puedes contarle una historia de terror.

Espadas y RosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora