Lazo

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Esta historia trata de un viajero muy gruñón y su fiel acompañante.

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Capítulo uno: En las manos de un brujo


Apostar en un juego de naipes podía ser un acto arriesgado y sumamente adictivo, entre más complicado era el rival, mayor era la satisfacción al ganar. Existía un infinito de posibilidades escondidas en un simple manojo de cartas, y Megumi Fushiguro lo sabía mejor que nadie: sentado en la segunda mesa junto a la barra esperando pacientemente su turno, mantenía las piernas cruzadas elegantemente y con la espalda recta en la rígida silla de madera daba a entender que no tenía preocupación alguna. El resto de los jugadores —que al igual que él, esperaban su turno—, le regalaron miradas repletas de curiosidad y porque no, también de envidia.

El viejo regordete sentado frente a él mantuvo en todo momento los naipes firmemente sujetados y elevados a la altura de su rostro, como si en algún momento un ave fuera a entrar por la ventana a robárselos. Era el turno de esa persona y a cada oportunidad tardaba más de la cuenta en responder, jugueteaba con los dedos sobre la mesa y buscaba cualquier tipo de distracción, provocando gruñidos en Megumi en señal de fastidio.  Finalmente, el hombre acabo dejando su último movimiento a la suerte, lanzando las cartas contra el tablero y desahogando sus nervios en un suspiro, la mirada del estafador detrás de las gafas de botella, reflejaban una arrogancia triunfadora.

— ¿Qué harás ahora, chico bonito? —exclamó el hombre y apuntó a Megumi con un dedo.

Oyendo las carcajadas de los compañeros del sujeto —los que rodeaban la mesa donde se debatía el duelo—, Megumi dibujo una mueca con sus finos labios, asqueado. De por sí era molesto que un repugnante sujeto le dirigiese la palabra, que lo llamase con ese apodo era aun más intolerable. No contestó a las burlas, Megumi, en silencio saco con sutileza el naipe de la baraja, observando con desdén al hombre frente a él.

El sujeto además de apostar una gran suma de dinero, sugirió a Megumi dormir con él si resultaba ser el ganador, y para lograr convencerlo, añadió a la apuesta una de sus mascotas más preciadas. A Megumi no le interesaban otros premios a parte del dinero, y acostarse con un sujeto tan insignificante y poco agraciado no estaba dentro de sus planes. Megumi constantemente se topaba con ese tipo de degenerados en sus viajes, por lo que estaba acostumbrado a lidiar con ellos. A esas alturas, solo tenía en mente acabar rápido con el estúpido juego y marcharse de ese pueblo para jamás volver.

—Yo gano —afirmó Megumi.

Los rostros se mostraron incrédulos, pero nadie pudo refutar al viajero cuando se toparon en el perfecto abanico de naipes en los dedos de Megumi: una flor imperial. Varios aplausos se oyeron de fondo, probablemente de las personas cansadas de esos tipos y sus estafas. Incluso el cantinero de la taberna le ofreció a Megumi, a lo lejos, una copa recién servida. Una lástima que Megumi no tolerara los tragos fuertes, sin embargo, las victorias le gustaba servírselas bien frías.

—N-no es posible —dijo el apostador.

—Lo acabas de ver —contestó Megumi y su voz sonó autoritaria—, si rebosas de confianza con una jugada tan mala, entonces pagaras tu deuda limpiamente.

A regañadientes el hombre se puso de pie, completamente derrotado y humillado ante la venerable figura del viajero. Fue apartando a la muchedumbre del camino y grandes zancadas salió del local. Megumi lo siguió desde atrás con cautela, llevándose la atención de las personas que habían visto el juego, incluso las mesas lejanas se habían percatado de su presencia.

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