Durante una o dos semanas llevé una vida tranquila y bastante ocupada, y mis esfuerzos se veían recompensados con la mejoría diaria de Elinor. Pronto me convencí de que el tratamiento que había estado recibiendo hasta entonces era del todo equivocado; la soledad era lo que peor le venía y, aun así, debido a la errónea creencia en la necesidad de su completo aislamiento y reposo, habían dejado que la muchacha rumiase su aflicción sin una sola ocupación agradable y sin más compañía que la de una anciana sirvienta y de aquellas dos mujeres, que no eran más que meras vigilantes, no hábiles enfermeras ni alegres compañeras. El éxito del nuevo experimento demostraba tal cosa, la rápida recuperación sorprendió y entusiasmó a su familia, haciendo que se me obsequiara con un respeto y una gratitud completamente inmerecidos. Elinor se aferraba a mí como si yo lo fuera todo para ella, cada día se mostraba más dócil, tranquila y dueña de sí misma.
Augustine la visitaba con frecuencia, pese a que yo nunca lo animé a ello, pues un remordimiento eterno parecía oprimirlo más aún que su melancolía innata, como si no pudiera olvidar que su acto, tal y como se había producido, había acelerado la aparición de aquella enfermedad hereditaria en su hermana. Ella lo perdonó y se esforzó por mostrar el mismo afecto, pero el recuerdo del pasado se interponía entre ellos dos, y él nunca habría podido ser para ella lo que era su hermano pequeño. No pasó un solo día sin que Harry trajera alguna baratija nueva o entretenida para distraer a Elinor. Estando con él era cuando ella se sentía más feliz, pues sabía así que él estaba a salvo, y, al ver su ansiedad, yo hacía todo lo que estaba en mi poder para que los encuentros resultaran agradables y para que él fuera a verla a menudo y se quedara mucho tiempo, protegido de las influencias que lo rodeaban fuera de aquella apartada habitación. Me conmovía ver cómo estas desgraciadas y jóvenes criaturas se aferraban la una
a la otra; ella trataba de mantenerlo alejado de la vida imprudente que, con seguridad, lo acercaba al destino del que hubiera podido escapar durante años; él soportaba pacientemente todos sus cambios de humor, impaciente por aliviar y alegrar el triste cautiverio del que no podía salvarla. No tardé en aprender a amarlos como una hermana mayor, y ellos me consideraron una amiga en la que podían confiar. Amy rara vez venía; estaba absorta en la ropa para la boda, pero cuando me encontraba con ella, siempre excusaba su abandono por el temor a molestar a la pobre Nell, o enviaba mensajes que no significaban nada y que eran recibidos en silencio. La señora Carruth seguía igual, siempre cortés y tranquila en público, pendiente del bienestar de Elinor y gentilmente reservada conmigo; pero yo podía ver que una
terrible ansiedad la oprimía, pues envejecía con rapidez y, a veces, su rostro tenía una expresión casi desesperada que delataba la lucha que el orgullo y la voluntad mantenían con un algún secreto y duro adversario.
Steele frecuentaba la casa y observaba todo lo que sucedía en ella con una
infatigable vigilancia. A los sirvientes les caía bien y lo obedecían como si fuera el amo, pero era evidente que la familia lo odiaba y lo temía, aunque todos, salvo Harry, lo trataban con escrupulosa educación. Yo seguí el ejemplo de ellos a este respecto,
pero no sentía miedo u odio ni se lo mostré, y esa diferencia pareció satisfacerlo. Si en su naturaleza había un lado bueno, creo que yo llegué a él, pues conmigo casi nunca mostraba el espíritu cruel y sarcástico que tan repulsivo le hacía para los demás. Por alguna razón, parecía estar ansioso por complacerme, no tardé en llegar
a la conclusión de que, temiendo tenerme como enemigo, había decidido tenerme como amiga, aunque yo no podía entender de qué modo podría hacerle daño a alguien que parecía tener el control absoluto de esta peculiar familia.
Era imposible resistirse al encanto de sus modales y su conversación cuando
decidía ejercer su poder de fascinación; sin embargo, mientras yo disfrutaba de esto, me reservaba en mis gestos y mis palabras y le estudiaba con mayor interés cada día.
Todas las noches lo encontraba esperando en la pequeña salita, como si una de mis tareas fuese llevarle el té; aunque, accidentalmente, me enteré por Morris de que se trataba de un nuevo arreglo.
Él no me preguntaba por Elinor (sospecho que Hannah le daba toda la
información que podía), sino que se dedicaba a hacer que aquella media hora fuera agradable para los dos, con aparente indiferencia pero verdadero talento, de modo que yo no me sentía ofendida, aunque Morris se quedó mirando con los ojos como platos y Lizette sonrió con afectación cuando mencioné el hecho a la señora Carruth.
Ella pareció sorprenderse y reflexionar por un instante, pero respondió como siempre:
—Me parece muy bien, señorita Snow. Steele es algo peculiar pero puede hacer aquí lo que le plazca; de modo que si a usted no le desagrada, tendré que dejarle compartir con usted el té, dado que él suele llegar muy tarde como para cenar con nosotros.
De modo que Steele siguió viniendo, aunque yo sospechaba que la señora Carruth no tenía nada que ver con ello y no habría podido evitarlo aunque lo hubiese intentado. Yo no tenía objeción alguna, pues su alegre compañía resultaba muy agradable después de un largo día de mi penosa tarea. Además, los nuevos libros que
traía y su animada conversación me refrescaban la mente tanto como la comida restauraba mi cuerpo. A menudo deseaba que nunca hubiese ocurrido nada que me predispusiera en su contra, ya que daba la impresión de querer que tuviera una buena
opinión de él, y los diferentes medios que empleaba para ganársela eran cautivadores; sin embargo, yo no conseguía superar mi desconfianza y aversión instintivas, a pesar de que las ocultaba tras una conducta tranquila que parecía agradarle a la vez que
molestarle.
Las cosas siguieron así hasta finales de la segunda semana, cuando un nuevo
problema vino a interrumpir nuestra breve calma. El sábado por la mañana, Harry entró con aspecto cansado y abatido.
—Buenos días, señorita Snow. ¿Cómo va eso, Nell? Veo que has pasado una
noche tranquila porque me recibes con una sonrisa; ojalá pudiera yo hacer lo mismo.
Ella lo recibió, en efecto, con una sonrisa, pero esta se desvaneció mientras lo miraba con ojos tiernos y acusadores y, peinándose el cabello moreno y rizado de la frente, le decía amablemente:
—Pobre muchacho, tu vida es mucho peor que la mía porque no tienes a ningún amigo como Kate que esté siempre cerca para mantenerte alejado de las tentaciones. ¿Anoche volviste a olvidar la promesa que me hiciste y te comportaste mal, Hal?
—Mira mi cara y dime si es así.
Él le mostró su rostro, y ella se quedó satisfecha, pues, a pesar de estar pálido y agotado, era evidente que no había pasado una noche de desenfreno. Ella le rodeó el cuello con el brazo y lo besó con una mirada de gratitud y amor que hizo que los orgullosos ojos del muchacho se empañaran y sus firmes labios temblaran.
—Buen chico, ahora sí que me siento de verdad feliz, pues saber que puedo hacer algo de bien en el mundo hace que valga la pena vivir. ¿Qué te preocupaba anoche, querido, que no pudiste dormir?
—Lo mismo de siempre, Nell. Ya no puedo soportarlo más. Amy va a casarse el día de Navidad y no va a posponerlo hasta Año Nuevo, que es cuando quedaríamos libres de la promesa que le hicimos a Steele. ¡Maldito sea!
—Calla, Hal, deja que Dios se ocupe de la condenación y ayúdame a pensar en un plan para evitar esa impulsiva promesa mientras se pueda hacer algo. Me duele la cabeza de tanto darle vueltas y no veo la manera, pero tú eres listo y seguro que se te ocurrirá algo. Kate nos ayudará a llevarlo a cabo, aunque aún no podemos contárselo todo.
Negué con la cabeza, pero, en mi fuero interno, me decidí a hacer todo lo posible por evitar aquel mercenario e insensato matrimonio. Agarrados del brazo, los dos hermanos paseaban arriba y abajo por el largo pasillo del invernadero donde nos encontrábamos; yo me senté junto a la fuente, ocupada en mis labores, pero cogiendo al vuelo fragmentos de su conversación, pues me habían rogado que no me marchara.
—Tengo suerte de no estar a solas nunca con Carrol, porque sé que se lo diría todo; pero aquí, en casa, Amy me vigila, y fuera, Steele, o alguno de sus espías, siempre está alerta para evitar que nos veamos.
Harry hablaba con desánimo, como si el forzado silencio hiciera mella en su
humor; pero Elinor respondió, con aire desafiante:
—A mí no me vigilarían; iría a ver a Carrol, le contaría la verdad, y que encaje las consecuencias, como un hombre.
—Desearía hacerlo, Nell, pero no puedo. Le he dado mi palabra a Steele, y es deshonroso incumplir una promesa.
—No cuando se le hace a un villano… Pero no, no le llamaré así porque él es lo que es. Tal vez sea normal sentirse como él, y no nos corresponda a nosotros hablar de honor. ¡Oh, Hal, desearía que estuviésemos todos muertos!
—Mejor sería que nunca hubiésemos nacido —contestó él, en un tono mucho
más amargo que el de ella, y, durante varios minutos, caminaron en silencio—. Si padre ejerciera su autoridad, se enfrentase al mundo con valor y pusiese fin a todo esto, yo podría soportar la desgracia que nos ha caído —estalló Harry—, pero es tan
lamentablemente débil, está tan a merced de Steele, tiene tanto miedo de frustrar a Amy y… —hizo una pausa aquí, como si tuviera miedo de pronunciar el nombre prohibido, aun cuando debiera haber sido el nombre que con más cariño y dulzura
saliera de sus labios— Augustine dice que el remordimiento vuelve cobardes a los más valientes, y no es sorprendente que un hombre tímido como padre se vuelva la criatura rota que es ahora.
—¿Cuándo le viste, Hal?
—La semana pasada. Volví ayer, pero Steele estaba allí y no me dejó entrar. Dijo que se encontraba demasiado débil para hablar y que, durante un tiempo, sería mejor que nadie, salvo… ya sabes quién, fuese. Eso significa que nadie irá, pero, aun así, ella sí lo hará.
—¿Qué presagia todo esto? —preguntó Elinor, deteniéndose cerca de mí, como si una repentina sensación de peligro la hubiera hecho girarse hacia la amiga en quien más confiaba.
—Supongo que una nueva tormenta. Creo que ese hombre está endemoniado y que hacer daño a los demás le causa verdadero placer; de otro modo se compadecería de nosotros en lugar de buscar venganza por el daño que, inocentemente, le hemos hecho. ¿Cree usted en Satán, señorita Snow? —me preguntó Harry, sentado en el borde de la fuente, mientras miraba con desgana las coloridas piedras que cubrían el
fondo.
—Creo que sí, aunque el señor Steele no es exactamente mi modelo para este
personaje histórico. Él tiene una conciencia, os lo aseguro, a pesar del maléfico espíritu que lo posee.
—¡Gracias, madeimoselle[4]!
Una nítida voz pronunció estas palabras y, al levantar la vista, vi a Steele asomarse tranquilamente a la pequeña ventana, en la cual había aparecido en otra ocasión la señora Carruth.
Elinor se hizo un ovillo detrás de su hermano, pero él se puso en pie de un salto y lanzó una piedra, en un gesto impetuoso que le dio fuerza pero no precisión a su propósito.
Steele agachó la cabeza para evitar el impacto, se rio y dijo, en ese tono suyo tan exasperante:
—Esto no es un argumento propio de caballeros, Hal.
—¡Entonces probaré con otro más contundente! —Repuso Harry y se dio la vuelta para salir del invernadero con vehemencia, pero Elinor lo sujetó, y Steele, mientras desaparecía y se despedía con la mano, dijo:
—No te molestes, voy a unirme a vuestra alegre fiestecilla.
—¡Oh, Kate! No debe venir, ¡no puedo soportarlo! —gritó Elinor.
—Lo mataré, si lo intenta; ¡espía vulgar y entrometido! —respondió Harry,
tratando de zafarse de ella.
—Quedaos aquí los dos, que yo me ocuparé del señor Steele —dije y salí deprisa cerrando la puerta tras de mí.
Lo hice justo a tiempo porque, según giré la llave de la cerradura, él entró,
sonriente aún, pero con un brillo en sus ojos negros que no presagiaba nada bueno para aquellos a los que buscaba.
—Steele es la contraseña, de modo que permítame pasar, amable y leal centinela —me dijo, y avanzó todo lo que pudo sin llegar a tocarme.
—Esa no es la contraseña y, por lo tanto, no puede usted pasar, camarada —le contesté y, guardando la llave en mi bolsillo, me apoyé contra la puerta y lo obsequié con un rostro mucho más tranquilo y calmado que el suyo.
—En serio, señorita Snow, maneja usted los asuntos de una manera despótica. ¿No sabe usted que es peligroso oponerse a mí?
Fruncía el ceño y me repasaba con una expresión de enfado y sorpresa.
—Ya lo he visto en los demás, pero no le tengo miedo a nada, y debo obedecer las órdenes a toda costa.
—¿Las órdenes de quién?
—Del doctor Shirley. Él insiste en que Elinor permanezca tranquila, y su
presencia ya le ha hecho daño; así que no puede usted ir más allá.
—Pero tengo el mismo derecho a visitarla que ese chico.
—Permítame que lo dude.
Estaba a punto de decirme algo, pero se detuvo apresuradamente y, cruzando los brazos, me miró con una extraña expresión. Un momento después, habló con más tranquilidad, pero más imperativamente.
—Tengo el permiso de la señora Carruth para pasar; deseo ver a Elinor y estoy acostumbrado a que se me obedezca. Sea usted tan amable de abrirme la puerta.
—Discúlpeme si me niego; la señora Carruth puso a Elinor a mi cuidado y esta misma mañana me rogó que usara mi propio criterio para admitir a sus hermanos y hermana. Creo que es imprudente y poco seguro permitir que usted entre ahora y no voy a permitirlo.
—¿Sabe usted que yo soy el amo en esta casa?
—Pero no el mío, señor Steele, y aquí yo soy quien decide hasta que la señora Carruth me despida.
Me indignó su insistencia y, aunque controlé mi voz, mis ojos se encendieron y me enfrenté a él de manera tan resuelta como la suya. Él dio un paso hacia atrás; cambió su ceño fruncido por media sonrisa, la mirada de desaprobación arrogante por una de sincera admiración y, con una curiosa expresión, mezcla de fastidio, sumisión y amabilidad, me dijo:
—No estoy acostumbrado a dejar de hacer mi voluntad, pero admiro tanto su coraje que me seduce ceder por el placer de disfrutar de una nueva experiencia. ¿Qué me dará usted a cambio, señorita Snow, si me someto a su autoridad?
—Mi agradecimiento y un gran respeto por un hombre que sabe controlar su
temperamento, perdonar una pequeña afrenta y compadecer una gran aflicción.
Una maravillosa expresión dulce y suave se dibujó en su rostro cuando lo miré con aire de confianza, pues sentí que esta vez la victoria era mía.
—¿Me dará usted la mano y no se olvidará usted de bajar al anochecer como hizo ayer?
Me ofreció su mano y yo, enseguida, saqué la mía del bolsillo donde la tenía
guardada; al hacerlo, la llave se enganchó en mi anillo y cayó al suelo. Me apresuré a recuperarla, pero él fue más rápido que yo y, sujetándola con fuerza, me miró con toda la vieja malicia de sus ojos y, con la antigua aspereza de su voz, me dijo:
—Ahora las tornas han cambiado: es usted quien debe solicitar permiso para entrar, y yo quien puede rechazarla, si lo deseo. ¿Debo seguir su ejemplo de severidad?
—Sí, haciendo lo que usted sabe que es lo correcto, por desagradable que pueda resultarle.
—¿Fue desagradable rechazarme el acceso?
—Me resultó agradable hasta que usted se dio por vencido.
Se rio, jugueteó con la llave y pareció considerar algún asunto. Yo permanecí en silencio, todavía ante la puerta cerrada, decidida a resistir hasta el final. Creo que él se dio cuenta de ello y encontró un nuevo placer en enfrentarse a una voluntad que
estuviera a la altura de la suya. La mala cara desapareció y fue reemplazada por una que no le había visto hasta el momento. Era una mirada mitad triste, mitad
melancólica cuando me dijo, observándome atentamente:
—Es usted una persona curiosa; creo que sería capaz de expulsar a mi demonio, si se lo propone. Hal tiene razón al decir que hay un demonio en mí. Algún día le diré cuál es. ¿No va a pedirme siquiera la llave?
—No.
—¿Por qué no? Creo que podría usted argumentar con elocuencia, si quisiera.
—No hay necesidad de eso; sé que será usted generoso y que demostrará que
valora la buena opinión de una persona incluso tan insignificante como yo.
Tendí la mano mientras hablaba, él puso la llave en ella y salió de la habitación con un tranquilo «gracias».
Ansiosa por saber cómo les había ido a mis prisioneros, abrí la puerta, entré y me encontré a Elinor que todavía temblaba, pero que se reía mientras observaba a Harry, quien había arrastrado un enorme florero hasta la pared, se había subido a la pequeña
ventana y había atrancado la pequeña puerta de la habitación; descendía en ese momento, mientras mascullaba para sí palabras de venganza.
—Bueno, por este lado estás a salvo, Nell, yo haré guardia ante tu puerta si hiciera falta. Bien, señorita Snow, ¿ha hecho que se bata en retirada nuestro enemigo?
—Sí, ha firmado una tregua y abandonado el campo de batalla. Ahora, señor Harry, prométame una cosa: contrólese y evítelo por el bien de Elinor, si no por el suyo propio —le dije seriamente, mientras su hermana se echaba sobre mí y el hermano permanecía de pie frente a nosotros todavía sonrojado de ira.
—Se lo prometo, pero tendré que irme de casa para cumplirlo, o la próxima vez que me mire de ese modo insultante tan suyo le daré su merecido. ¿Confiarás en mí mientras esté fuera, Nell?
—Qué remedio; pero, querido, ten cuidado; recuerda lo mucho que mi felicidad depende de ti, y vuelve siendo el mismo buen muchacho que se va. Ve a ver a padre, si puedes, y quédate con Augustine tanto como sea posible; allí estás más a salvo, aunque sé que es un lugar muy aburrido.
—Me aburre soberanamente con su devoción, pero haré todo lo posible por
soportarlo y regresaré tan pronto como mi ira se haya sosegado. De nada sirve esperar que la de Steele desaparezca; él nunca olvida ni perdona, y tarde o temprano tendré
que pagar por la piedrecita que le pasó por encima de la cabeza. Adiós, Nell,
conserva el ánimo, querida. Cuide de ella, señorita Snow, y no deje que el enemigo marche por sorpresa sobre ustedes mientras yo estoy fuera.
Tratando de hablar animadamente, Harry abrazó a su hermana, me dio la mano calurosamente y se marchó a enfrentarse a las tentaciones de las que no habría podido escapar allí fuera.
Yo mantuve mi promesa y, al anochecer, bajé a la pequeña salita, preguntándome cómo me recibiría Steele. Junto a mi plato había un ramo de rosas de invierno, pero él no estaba allí y lo eché de menos, pues mi cena resultó muy solitaria y aburrida sin su
oscuro y vivaz rostro y su familiar voz, resonando en mis oídos. Terminé pronto el té, aunque permanecí meditando sobre las flores hasta que él entró apresuradamente; era evidente que esperaba encontrar la habitación vacía. Parecía triste, endurecido y frío,
pero una mirada de sorpresa y placer se dibujó en su cara en cuanto me vio.
—Ah, ha esperado; se lo agradezco.
—No, ya he terminado y debo irme enseguida. ¿Tomará usted té?
—Acabo de cenar, pero tomaré una taza ya que está usted aquí para servírmela.
La tomó de pie frente al fuego y, una vez que le hube servido, me di la vuelta para irme. Una rosa cayó de mi ramo. Cuando la recogí, él se inclinó también y, al hacerlo, una pequeña piedra cayó del bolsillo de su chaleco y rodó por la alfombra. La cogí y reconocí en ella la que Harry le había lanzado. Sentí un repentino temor al recordar sus palabras. Él parecía algo molesto, pero permaneció como si nada jugando con la flor en el momento en que mi mirada pasó de la piedra a su rostro.
—Hay un viejo dicho que dice que un hombre vengativo conservará una piedra en el bolsillo durante siete años, le dará la vuelta, la conservará durante otros siete años y, entonces, se la arrojará a su enemigo. Espero que no sea usted de esa clase, señor
Steele.
Él se encogió de hombros riendo y, mientras arrojaba la flor al fuego, contestó:
—No tocaré al chico, mas tampoco olvidaré su insolencia, aunque a mí poco me haya afectado. ¿Le han gustado las flores?
—Sí, son rosas inglesas, me han hecho recordar mi hogar, y se lo agradezco.
—¿Se marcha usted tan temprano?
—Elinor me espera; buenas noches —dije, y subí, llevándome la maldita piedra conmigo.
Durante toda la semana, Steele estuvo inusualmente alegre y afable y, en toda la semana no tuvimos noticias de Harry. Supimos por Augustine que no había ido a ver ni a su hermano ni a su padre, ni tampoco fue visto en los sitios que solía frecuentar.
Según pasaban los días, fuimos poniéndonos cada vez más nerviosos. Yo estaba segura de que Steele sabía algo de él, pero él juraba por su honor que no lo había visto, y nos aseguró que el chico regresaría cuando se le hubiera pasado el ataque de ira.
Elinor estaba preocupada, y yo albergaba pensamientos que no me atrevía a formular, pero el resto de la familia parecía haberse acostumbrado a los caprichosos hábitos de Harry, y esperaban, sin mucha preocupación, a que regresara.
El viernes por la noche hubo visita y yo me quedé con Elinor hasta que se durmió, pues el sonido de la música llegaba incluso hasta nuestro remoto aposento y le hacían recordar los días en los que ella era la más alegre entre los alegres en noches así. Por fin, se quedó dormida y yo me dejé caer por la pequeña salita, tomé un refresco,
luego cogí un libro y me senté a leer y a disfrutar de la agradable agitación que llegaba desde arriba. De repente, alguien golpeó en la gran ventana que se abría en la parte de atrás de la casa. Levanté las cortinas y vi a Harry; con gran alegría, desabroché el pestillo y la abrí por completo. Sin decir palabra, entró tambaleándose, se echó en el sofá y se quedó allí tumbado, respirando agitadamente. Me acerqué a él, vacilante, algo que él pareció comprender, pues, volviendo su demacrado rostro hacia mí, me dijo con voz ronca:
—Estoy sobrio, no tenga miedo de mí. Estoy mojado, tengo frío y estoy enfermo. Deje que me eche aquí hasta que recupere el aliento, luego me iré sigilosamente y no molestaré a nadie.
Tras un segundo vistazo, me convencí de que decía la verdad y me acerqué a él llena de compasión. Resultaba triste verle ahí echado, tosiendo sordamente, con aspecto febril, los ojos hundidos y los labios resecos. Tenía la ropa mojada y manchada, el pelo descuidado. Todo su aspecto era el de quien ha pasado por situaciones de locura y a duras penas ha conseguido escapar vivo de ellas.
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde has estado? Elinor ha estado muy preocupada, y yo
también —dije, agitando el fuego y acercándole un cojín para la cabeza, mientras él se echaba, agotado por la tos. Levantó la vista, me miró con una expresión lastimosa y me susurró mientras temblaba:
—No me pregunte; y no se lo cuente a la pobre Nell; ella se sentiría tan
decepcionada… No pude evitarlo. Traté de alejarme, pero me cogieron y, entonces, se acabó todo.
—¿Quién te cogió, Harry? —le pregunté indignada, cuando se detuvo para limpiar su frente húmeda y beber el agua que le acerqué a los labios.
—Los títeres de Steele, ellos saben dónde encontrarme y cómo tentarme, y no tienen piedad alguna…
—Pero él me aseguró que no sabía nada de ti.
—¿Cómo iba a saberlo si me llevaron y me mantuvieron fuera de mí durante
varios días? Una palabra de ellos fue suficiente para que todas mis promesas y mis decisiones fueran en vano. Ya le dije que él no olvidaba ni perdonaba, y no lo hizo.
Cuando estas palabras hubieron salido de su boca, Steele entró, y se detuvo a
contemplar aquella deplorable visión; luego me miró un instante y, recomponiéndose, avanzó con fingida sorpresa.
—¿Por qué, Hal? ¿Qué sucede? Oh… Ya veo; señorita Snow, este no es lugar
para usted; llamaré a John y me ocuparé del chico.
Antes de que pudiera contestar, Harry se puso de pie a duras penas y, señalándose con un gesto tan lleno de patetismo como su voz rota, con la mirada más triste que jamás he visto en un rostro humano, le dijo:
—¿Estás satisfecho? ¿No es suficiente castigo una semana de sufrimiento y
degradación por un instante de ira?
—¿Qué quieres decir? No te entiendo… —comenzó a decir Steele, cuyo rostro
estaba ahora tan impasible como el del busto de bronce que había detrás de él.
—Sabes que me interpongo en tu camino y quieres quitarme de en medio. Esta no es la primera vez que intentas deshacerte de mí, aunque sería más misericordioso pegarme un tiro que llevar a cabo este juego, que acaba con el alma a la vez que con
el cuerpo. Augustine ha renunciado a todo. Amy se habrá ido pronto, la pobre Nell es inofensiva y yo no te molestaré por mucho tiempo; creo que por fin he conseguido mi propia muerte.
Un espasmo de tos lo sacudió de pies a cabeza, frenando su apasionado discurso, y lo hizo acostarse de nuevo hasta que se le pasó. Steele se había puesto pálido, pero se dominó a la perfección, pues, con un acento de lástima y de reproche, cuando se
acercó para ofrecerle ayuda, exclamó:
—Te perdono estas duras palabras porque esta noche no eres tú. Déjame
acompañarte hasta tu habitación y acomodarte, si puedo.
—¡No me toques! —gritó Harry—. Prefiero arrastrarme que deberte un favor, te desprecio y te odio, aunque seas…
—¡Para! —La voz de Steele resonó en la habitación en un tono que habría
sometido a un espíritu más rebelde que el del pobre Harry, quien se detuvo ante la mirada amenazadora del otro. Steele señaló hacia la puerta con un aspecto que obligaba a obediencia, por un lado, pero, por el otro, a mí me incitaba al desafío—. Vete a tu cuarto, joven, y recuerda lo que eres antes de insultar a un caballero con esas bravuconerías sensibleras. Quédese, si lo desea, señorita Snow: deseo hablar con usted.
—Me niego a escuchar. Ven, Harry, apóyate en mí y deja que ocupe el lugar de tu hermana esta noche. No sé cómo le sentó a Steele mi respuesta, pues, sin volver la cabeza, entrelacé el
brazo de Harry con el mío y lo saqué de la habitación. Nadie nos siguió, pero oí cómo se cerraba la puerta de la sala mientras ayudaba al pobre muchacho a subir la escalera de servicio que nos protegía de la alegre agitación de la parte superior de la casa; apenas lo hube dejado en su apartamento y llamado a su ayuda de cámara, el doctor Shirley, que vivía cerca, entró apresuradamente y dijo que lo enviaba el señor Steele. Ya no se me necesitaba allí, y ya me iba cuando Harry me llamó y me susurró, mientras sujetaba mi mano, con una expresión de agradecimiento:
—No se lo diga a Elinor; puede que me encuentre bien para verla mañana por la mañana.
Se lo prometí y lo dejé con el corazón apesadumbrado; pero a la mañana siguiente él estaba tumbado con fiebre, y durante días hubo pocas esperanzas de que Elinor volviera a verle de nuevo en este mundo.
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UN CUENTO DE ENFERMERA
Teen FictionKate Snow, narradora de esta novela, es una enfermera (como lo fue la propia autora) contratada para ocuparse de Elinor, la hija pequeña de la familia Carruth, aquejada de una extraña enfermedad mental. Kate intentará desde el primer día entender po...